(“…y me encontraron completamente desnudo, todo ensangrentado, privado de mis sentidos; sin otra prenda que un escapulario…” / Memorias del General Lamadrid)
Al cerrar la oración llueve en este rancho inmundo y milagroso, en cercanías del campo del Tala. La única mujer que a mi lado reza, limpia con cuidado el escapulario esmaltado en sangre que usted me regalara. Luisa…Luisa Díaz Vélez; yo quisiera repetir ese nombre hasta quedarme dormido. Un general desnudo, tirado en un camastro mugriento. Un general sangrando hasta por los ojos, que mantiene en su mano vencida, un escapulario esmaltado en sangre con el retrato que, en la memoria, se le hace tiempo de una vida que parece ya pasada. Oigo la muerte, Luisa. La oigo trabajar por el costado flaco de los perros y silbar, en esos huesos, canciones olvidadas. Oigo la muerte ensablada o escopeteando mi valor. Quince heridas, amor mío, quince heridas de variada carnadura que me arrebatan Tucumán. Le escribo sin papel, sin pluma le escribo, en la roca de mi valor invicto. Como el de mi caballo reventado por frente y perfil, en la descarga de las baterías enemigas. La lluvia filtra, hecha sangre como una parra del infierno, en uvas de muerte. Luisa, tengo sed, una sed terrible; y aunque parezca dormir, estoy sonriendo en la luz de esos días en el Ejército del Norte. Siempre en la vanguardia, después de noches que espinaban los ojos, alboreando sobre mi caballo. Mi caballo, ya caído a manos de ese cacique que merece la muerte, Luisa, como aquel otro en Pitambalá. Le aseguro que lo tuve en mis manos; en estas mismas manos que ahora sostienen su retrato y la quemazón de su cuerpo en mi espalda. ¿Cómo esa herida de bayoneta y el tiro para despenarme no pudieron con mi vida? Era su cuerpo, Luisa, amor, o su sombra que andarán heridos ahora por Buenos Aires… “Birjen de la bella mamay, santisimi Dyuspa maman, pampa atun chawpillapi[1], reza la mujer, y toma mi escapulario. No ofrezco resistencia; estoy vencido, Tucumán está vencido. Todo el paisaje anegado, enrejado por el agua, está vencido. Esos caballos, que cocean nerviosos, están vencidos, El Gobierno Superior está vencido; casi todo lo que soñamos parece vencido ahora entre hermanos… “Wayra sinchi taripaara,..”[2]. No puedo reconocer esa voz, Luisa, pero es temible que se parezca tanto a otras tantas voces que escuché en tiempos del Ejército del Norte. Voces dolientes, de almas incendiadas en la pena y el filo de los sables. Quizás sea la voz de Francisco Borges la que viene a visitarme en esta noche larga, que da la vuelta a la nada. Larga noche rezando Francisco Borges por mi alma ya despenada en la voz de esta mujer. Siento un leve tirón en el cuello; y es usted la que se desprende, se despega de mi, Luisa. Acaso no puede perdonar tanto tiempo de soledad como al que la he condenado. Pero mi suerte no es menos dura, alma mía. Suponga usted, donde quedan los días más amables para unas manos que no dejan de atacar y defenderse. Besé a Barbarita a dos meses de su nacimiento, montado en mi caballo, porque ya no había manera de dejar ese destino. Pero no quise faltarle; allí están mis esfuerzos por un país que confirmé tan injusto y desolador. Ahora, espero la muerte con esta mujer y sus voces que ladran y se lamentan, como en una antesala del infierno. El escapulario está en sus manos, y el reflejo del agua pinta en sus ojos, la luz de los demonios. “… wayra sinchi taripaara...” ¡Ah, extraña mujer! Apura el trago Lamadrid, no se aparta del degüello. Sé que me persigues desde niño; esa otra voz que está en tu alforja, mujer; la de mi padre, el hombre que se fuera tan temprano. Una máscara pegajosa se desparrama como una segunda piel de sangre dura, secándose en la tapera en que me encuentro. La lluvia cesa. No hay claridad, aún el día se demora entre los cadáveres del campo del Tala, azules, carcomidos por los perros; hinchados hasta la desesperación los hombres de un mismo vientre azuzados por ese que llaman un tigre, y, como el tigre, se deleita en la sangre. Un llanero que no entiende de orden y leyes, el revoltoso dueño de un republiqueta. Facundo, maldigo tu nombre. Levanto mis espada en la noche contra éste y todos los demonios que mandes, riojano traidor. Ya te veré caminar, sin cabeza, entre los desiertos de tu sueño. “… wayra sinchi taripaara, wayra sinchi taripaara, wayra sinchi taripaara…” Están orando a coro todos los malditos; yo me vuelvo de espaldas y repito su nombre: Luisa, Luisa Díaz Vélez, hasta quedarme dormido.
Marcelo Dughetti
[1] “… Virgen de la bella madre mía, / madre del santísimo Dios, / en el medio nomás de un campo grande …”
Una prosa digna de un narrador que incursiona con su pluma por los andariveles de la historia argentina. Un pieza literaria que prestigia la imaginación de Marcelo Dughetti.
ResponderEliminarUn abrazo, Andrés
Sensaciones que me remiten a Lavalle.(Sobre héroes y tumbas)
ResponderEliminarMuy bello y sentido texto Marcelo.
Saludos cordiales.
amelia
Inquietante relato de uno de los grandes que lucharon por nuestra Independencia, especialmente por la descentralización. Humilde, guitarrero y soñador rebelde. . Marcelo Dughetti logra componer un bello y emotivo pasaje que dice mucho más que la historia libresca.
ResponderEliminarMARITA RAGOZZA
Es difícil acometer la ficción histórica, el autor sale airoso, una obra para releer, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarEstimados gracias por la lectura el querido Lamadrid hombre discutido si los hubo era tambien un hombre egolatra y no siempre estuvo en los mejores bandos.Pero lo que me es dificil entender es como los que escriben la historia olvidan facilmente sus noches de desvelo montado en su caballo haciendo la vanguardia del querido Belgrano y su miseria posterior. Leer sus memorias corregidas por Belgrano fue descubrir no cuando hablaba de las grandes batallas y su valentia sino en los pequeños detalles como el de extrañar y estar lejos dolorosamente de susu hijos donde se descubre hasta que punto esos muchachos entregaron su vida. No es la prosa de Jose Maria Paz son dos litaraturas diferentes la una sembrada de visrtudes formales tal cual le gustaba a Paz ir al combate y la otra la de Lamadrid con a camisa abierta y el cuhcillo entre los dientes.
ResponderEliminarMarcelo