martes, 22 de febrero de 2011

Augusto Roa Bastos


El baldío  


No tenían cara, chorreados, comidos por la oscuridad. Nada más que sus dos siluetas vagamente humanas, los dos cuerpos reabsorbidos en sus sombras. Iguales y sin embargo tan distintos. Inerte el uno, viajando a ras del suelo con la pasividad de la inocencia o de la indiferencia más absoluta. Encorvado el otro, jadeante con el esfuerzo de arrastrarlo entre la maleza y los desperdicios. Se detenía a ratos a tomar aliento. Luego recomenzaba doblando el espinazo sobre su carga. El olor del agua estancada del riachuelo debía estar en todas partes, ahora más con la fetidez dulzarrona del baldío hediendo a herrumbre, a excrementos de animales, ese olor pastoso por la amenaza del mal tiempo que el hombre manoteaba de tanto en tanto para despegárselo de la cara. 

Varillitas de vidrio o metal entrechocaban entre los yuyos, aunque de seguro ninguno de los dos oiría ese cantito isócrono, fantasmal. Tampoco el apagado rumor de la ciudad que allí parecía trepidar bajo tierra. Y el que arrastraba, sólo tal vez ese ruido blando y sordo del cuerpo al rebotar sobre el terreno, el siseo de restos de papeles o el opaco golpe de los zapatos contra las latas y cascotes. A veces el hombro del otro se enganchaba en las matas duras o en alguna piedra. Lo destrababa entonces a tirones, mascullando alguna furiosa interjección o haciendo a cada forcejeo el ha... neumático de los estibadores al levantar la carga rebelde al hombreo. Era evidente que le resultaba cada vez más pesado. No sólo por esa resistencia pasiva que se le empacaba de vez en cuando en los obstáculos. Acaso también por el propio miedo, la repugnancia o el apuro que le iría comiendo las fuerzas, empujándolo a terminar cuanto antes.

Al principio lo arrastró de los brazos. De no estar la noche tan cerrada se hubiera podido ver los dos pares de manos entrelazadas, negativo de un salvamento al revés. Cuando el cuerpo volvió a engancharse, agarró las dos piernas y empezó a remolcarlo dándole la espalda, muy inclinado haciadelante, estribando fuerte en los hoyos. La cabeza del otro fue dando tumbos alegres, al parecer encantada del cambio. Los faros de un auto en curva desparramaron de pronto una claridad que llegó en oleadas sobre los montículos de basura, sobre los yuyos, sobre los desniveles del terreno. El que estiraba se tendió junto al otro. 

Por un instante, bajo esa pálida pincelada, tuvieron algo de cara, lívida, asustada la una, llena de tierra la otra, mirando hacer impasible. La oscuridad volvió a tragarlas en seguida. Se levantó y siguió halándolo otro poco, pero ya habían llegado a un sitio donde la maleza era más alta. Lo acomodó como pudo, lo arropó con basura, ramas secas, cascotes. Parecía de improviso querer protegerlo de ese olor que llenaba el baldío o la lluvia que no tardaría en caer. Se detuvo, se pasó el brazo por la frente regada de sudor, escarró y escupió con rabia. Entonces escuchó ese vagido que lo sobresaltó. Subía débil y sofocado del yuyal, como si el otro hubiera comenzado a quejarse con lloro de recién nacido bajo su túmulo de basura. 

Iba a huir, pero se contuvo encandilado por el fogonazo de fotografía que arrancó también de la oscuridad el bloque metálico del puente, mostrándole lo poco que había andado. Ladeó la cabeza, vencido. Se arrodilló y acercó husmeando hacia ese vagido tenue, estrangulado, insistente. Cerca del montón, había un bulto blanquecino. El hombre quedó un rato sin saber qué hacer. Se levantó para irse, dio unos pasos tambaleando, pero no pudo avanzar. Ahora el vagido tironeaba de él. Regresó poco a poco, a tientas jadeante. Volvió a arrodillarse titubeando todavía. Después tendió la mano. El papel de envoltorio crujió. Entre las hojas del diario se debatía una formita humana. El hombre la tomó en sus brazos. Su gesto de alguien que no sabe lo que hace pero que de todos modos no puede dejar de hacerlo. Se levantó lentamente como asqueado de una repentina ternura semejante al más extremo desamparo, y quitándose el saco arropó con él a la criatura húmeda y lloriqueante. 

Cada vez más rápido, corriendo casi, se alejó del yuyal con el vagido y desapareció en la oscuridad.

7 comentarios:

  1. Me dejó sin aire. seguía cada una de sus frases con ansiedad quería saber a donde conducía esta formidable secuencia de sombras. El autor dejó en claro que aún en un ser non santo hay lugar para la ternura. Impecable trabajo de un grande.

    Irene

    ResponderEliminar
  2. Este es un autor que vale la pena leer. Deja sin aire Irene, la definición de los personajes es muy buena y este paso de conversión que dio ahora en el personaje habla de su deseo de impactar. Y lo logra.

    Pedro Altamirano

    ResponderEliminar
  3. Me publicaron recientemente una entrevista en una revista colombiana y di a Augusto Roa Bastos como uno de los narradores que no hay que dejar de leer. A mí en lo personal me subyuga como va llevando al lector y este,un excelente cuento. Gracias

    Lily Chavez

    ResponderEliminar
  4. Bombos y platillos para este escritorazo que es Roa Bastos. Como dió vuelta el cuento, un groso.

    Mariano Lazarte
    Arriba Junín

    ResponderEliminar
  5. Un clásico del cuento, una obra de arte que leí hace años: me costó reencontrarlo pero aquí está privilegiando las páginas de la revista. Descripción magistral de un vencido por el autor de YO EL SUPREMO.

    ResponderEliminar
  6. Agusto Roa Bastos,es uno de los importantes narradores de latinoamerica, muy buen cuento,que te atrapa
    Un beso
    Marite

    ResponderEliminar
  7. MUY BUENO RESCATAR CUENTOS DE ROA BASTOS. ES UN MAESTRO QUE EN CADA LINEA DA UNA LECCION DE COMO ESCRIBIR. DISFRUTE LA PUBLICACION

    EDGAR BUSTOS

    ResponderEliminar