Y la angustia y la zozobra
y su corazón lloraba
y su corazón lloraba
Guardó
silencio, en su mirada había poesía...
Roque Dalton
Roque Dalton
Para
golpear su frente limpia de pesadillas
tuvieron que convertirse en pesadilla,
para vencer al hombre de la paz
tuvieron que congregar todos los odios
y matar más, para seguir matando...
Mario Benedetti
tuvieron que convertirse en pesadilla,
para vencer al hombre de la paz
tuvieron que congregar todos los odios
y matar más, para seguir matando...
Mario Benedetti
Mariela Loza Nieto
(México, 1977) es autora del poemario Nuestra América: el dolor pariendo a
la esperanza, Ediciones Mandala, España, 2010; y de los collage
histórico-literarios: México: los naturales de la tierra y Ciénega
de Zapata: un cocodrilo aprende a leer en las trincheras, ambos editados por
Bubok, España, 2009. Es miembro de Amnistía Internacional. Colabora con la Revista
Latinoamericana de Derechos Humanos, Instituto de Estudios Latinoamericanos,
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Costa Rica. Es directora
de la revista literaria Sombra roja, adscrita al Sistema de Información
Cultural del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), México.
El reloj marcaba las 7:30
de la mañana. En la calle, los sonidos que se habían hecho cotidianos, con su
carga de significado negativo, con su carga de amenaza permanente, del que
insinúa la violencia con perversidad.
Había pasado el periodo
en el que afuera él usaba el silencio para provocar incertidumbre. Nuevamente,
empezaba el periodo de la sobreestimulación sensorial: rechinidos de carros
justo frente a la puerta, el paso constante de personas que con su griterío
violentaban perversamente y que utilizaban a sus hijos e hijas ordenándoles que
hicieran lo mismo, todos los días, a todas horas... rodeada la humilde
vivienda, todo igual, como siempre sucedía desde hacía cuatro años: periodos
cortos de silencios después de las amenazas, y luego periodos largos de sonidos
estresantes con gritos y golpes en las paredes, que se sumaban a la vigilancia
permanente y a la privación de sueño.
Todo planeado.
Como siempre sucedía
también, solo que desde hacía más de cuatro años, el hombre anciano se levantó,
ignoraba lo que a su alrededor ocurría, era una víctima sin saberlo, el peligro
lo asediaba, lo rodeaba, pero él, crédulo, tomó con tranquilidad su sombrero,
del mismo estilo desde que era niño y trabajaba la tierra: el sombrero de
campesino que al amanecer comienza a sembrar.
Para él era
incomprensible lo que ocurría, tomó un sorbo de café, mientras afuera ya lo
esperaban, habían preparado el saludo, el encuentro que parezca casual, después
de cuatro años ya sabían la hora de su salida... El anciano no comprendía, ni
sospechaba nada de lo que ocurría a su alrededor, jamás siquiera lo imaginó...
Pero ese día recordaba mucho más que otros días, quizá la angustia había
grabado en su cerebro la pesadilla de la noche anterior, porque desde hacía
tiempo, desde los cuatro años anteriores, todas las noches le habían convertido
en pesadillas los sueños.
A veces, aquel campesino
aparecía frente a su familia en posición de crucifixión, y lanzando lamentos,
otras veces, le obligaban a vivir la pesadilla de ser lanzado a un pozo y ahí
apedreado por una multitud, el anciano se despertaba angustiado cuando un
hombre, joven, apoyado por el tumulto, tomaba una roca enorme y la lanzaba
contra su cabeza, esa angustia lo obligaba a despertar de aquella máxima
indefensión... Ahora ya no soñaba él.
Entró al cuarto donde su
esposa yacía y la miró, la anciana tenía una expresión de extrañeza mirada,
todavía de horror ante lo vivido.
Frente a ellos, su hija,
la menor, que, aunque ya era una mujer, para ellos siempre fue y sería su niña.
Se miraron los tres, había una sensación de ansiedad que envolvía las arrugas
del anciano, las que 72 años habían marcado sobre su piel de trabajador; y las
manos de la anciana manchadas por el sol y por el paso del tiempo temblaban
todavía por el horror de aquella noche fría.
–Lo que ocurrió anoche es brutal, pero no es inexplicable –pensó su hija– y cerró el puño para contener la impotencia y las lágrimas asomaron por su corazón: ya no soñaban ellos, ahora, eran otros, otras, quienes decían qué imágenes torturarían las noches.
–Lo que ocurrió anoche es brutal, pero no es inexplicable –pensó su hija– y cerró el puño para contener la impotencia y las lágrimas asomaron por su corazón: ya no soñaban ellos, ahora, eran otros, otras, quienes decían qué imágenes torturarían las noches.
Había tenido que
despertarlos, otra vez; los lamentos que lanzó su padre por la noche habían
sido desgarradores. Y después su madre se movía angustiada. La anciana se
despertó con una zozobra que hizo que su corazón palpitara agitado... demasiado
agitado para poderlo soportar, quizá su mismo organismo había intentado
protegerse de una muerte segura... tanta angustia era mortal para unas arterias
a punto del colapso.
Estaban dormidos el
anciano, la anciana y la mujer de la juventud fustigada y vivían aquellas
pesadillas así, en carne viva. Vivían aquel terror cotidiano que, sin que nadie
dijera nada, lo asesinaba lentamente, las asesinaba a fuego lento.
En esas horas que les
robaban de descanso, en que no se los permitían ni siquiera descansar, la
anciana se vio a sí misma y a su hija, a su niña, la pequeña, la menor... que,
aunque ya era una mujer, tenía el alma de niña... y a ella, la anciana de 64
años, protegiéndola y protegiéndose de aquel tumulto que se congregaba
alrededor... El lugar era un paraje desconocido, no era como aquellos montes en
los que nació y creció la anciana, en donde los bosques de pino y oyamel dieron
el oxígeno que evitó que la asfixiara la pobreza... era otro el lugar... había
árboles, el camino era un terregal y estaba en tinieblas.
Los árboles apenas
dejaban que penetraran unos cuantos rayos de luz de luna y se movían
siniestros, crujiendo las ramas como si estuvieran en medio de una tempestad.
La anciana sintió temor
entre las tinieblas que las envolvían... en aquel horror, aparecían personas
que, al parecer, conocían la zona, porque se trasladaban entre aquel
terrorífico lugar con toda naturalidad, caminaban de un lado a otro,
tranquilos, tranquilas, incluso fingían no mirar a la anciana y a su hija...
Entonces, la mujer de los
64 años de sufrimientos encima, preguntaba por el camino para llegar a algún
pueblo, y un hombre le decía:
–Váyase por ese camino– la voz era tranquila, segura, como si él no viera aquella tenebrosidad en el paraje, hablaba hasta con un cierto aire de prepotencia que la anciana no alcanzó a percibir.
–Váyase por ese camino– la voz era tranquila, segura, como si él no viera aquella tenebrosidad en el paraje, hablaba hasta con un cierto aire de prepotencia que la anciana no alcanzó a percibir.
Y la mujer avanzaba con
su niña entre los brazos, protegiéndola de aquellas tenebrosidades y, cuando la
anciana no miraba, aparecieron entre las ramas de los árboles otros hombres y
sonrieron complacidos mientras sus miradas se cruzaron con la del hombre de la
voz prepotente... Observaron a las mujeres caminar entre aquel ensombrecimiento
y volvieron a sonreír, cómplices.
La anciana caminó con su
hija abrazada entre aquellas enramadas lúgubres que parecían no tener fin.
–Por aquí no está la salida– pensaba la anciana al ver que aquel camino cada vez se convertía en más penumbras, pero al principio no desconfió del hombre que la había mandado por ese camino.
–Por aquí no está la salida– pensaba la anciana al ver que aquel camino cada vez se convertía en más penumbras, pero al principio no desconfió del hombre que la había mandado por ese camino.
De pronto, por el sendero
predregoso, aparecieron otros hombres y mujeres y las rodeaban... sin decir por
qué, las miraban amenazantes, las asediaban... la anciana pareció reconocer al
hombre que las había enviado por ese camino, pero no, sólo se le parecía: era
su hermano, quizá su hijo, tal vez su primo... la tensión no le permitía
determinarlo, era idéntico su rostro, quizá un poco más joven, pero la mirada
de odio perverso era la misma.
Y la anciana madre tomó a
su niña, a su hija, entre sus brazos y empezó a correr, alejándose de aquel
boscaje umbrío, y corría mientras las perseguían y se alejaba de quienes no
sabía ni quién, ni por qué las amenazaban...
Y sentía más miedo
aquella madre anciana. Y huía... y lloraba su niña y la anciana más la abrazaba
y su hija volvía a llorar... y la madre anciana la volvía a abrazar.
Y aquella madre encontró
a otras personas y les volvió a preguntar cómo salir de aquel lugar anubarrado,
y otra vez las enviaban por el camino donde más adelante, tras las rocas,
estaban hombres y mujeres parapetados, parapetadas, y les salían al encuentro
en medio de la oscuridad y las acorralaban... y llegaban quienes ahí las habían
mandado y sin decir por qué las volvían a amenazar...
La anciana abrazaba con
más fuerza a su hija, y con su cuerpo quería protegerla de aquellos hombres que
la agredían... ¡que no la tocaran!, aquella madre quería, que no azotaran a su
hija aquellos, aquellas, de las miradas del odio perverso que las agredía. Y
otra vez corría por el camino la madre anciana, y otra vez la emboscada y más
penumbras, y no encontraban la salida...
Así pasaron la anciana y
su niña, día tras día, semana a semana, mes a mes. Y caminaba la anciana por el
sendero los años y cumplió más, 68, con su niña llorándole en los brazos y las
arterias a punto del colapso... y lloró su hija desde los 30, y luego se sumó
otro año y luego otro, y una mañana la vio a punto desfallecer, tuvo aquella
madre que luchar contra la muerte que arrebatársela quería... pero pasó otro
año y nada cambió, no encontraban la salida, y luego pasó otro año, hasta
llegar a los 34... y los hombres y las mujeres las volvían a cercar, y las
amenazas en uno y otro lugar...
Todavía no terminaba la
vivencia sombría de la madre anciana, cuando el hombre de los 72 años comenzó a
lanzar lamentos desesperados, angustiados, angustiantes... La mujer dejó sobre
la cama a su madre, con las manos temblorosas por la desazón. Ya no soñaba
ella.
Y corrió donde su padre
anciano, y lo despertó, él abrió los ojos, con el corazón palpitando,
agitado...
–¿Qué tienes, papá? –preguntó la mujer.
–¿Qué tienes, papá? –preguntó la mujer.
Y así, con el desconsuelo
en la voz, contó, todavía como hipnotizado: soñó a su hija, a su niña, la más
pequeña, la menor... los torturadores le obligaron a soñar que no estaba, que
era una secuestrada. Y allá lejos, en medio del monte, que la incertidumbre
había tornado tenebroso, en medio de la sierra era una desaparecida... y él la
buscaba. Desesperado por los montes oscuros corría, y era tan viva la
pesadilla, que dormido se lamentaba... y buscaba a su hija, a su niña, a la
hija de la mujer, de la madre anciana... a la que asediaban mientras dormía...
a la que también le descuartizaban los sueños...
Y él buscaba a su hija
secuestrada, desaparecida... y el anciano padre gritaba el nombre de su hija,
gritaba desesperado mientras la pesadilla vivía, ¡¿dónde estás, hija?! Y
gritando el nombre de su hija despertó.
Escondidos, escondidas,
las acosadoras, los hostigadores, escuchaban lo que ocurría en aquella vivienda
humilde... sabían lo que ese anciano, lo que esa anciana, sufrían por pesadilla
por las noches: eran las amenazas para su hija, la mujer que con la vida
lacerada caminaba por los años del tormento...
Y sabía la hostigadora,
el perseguidor, de aquellas vidas trastocadas por la violencia perversa...
sabían de las pesadillas, porque ellos las inventaban, ellos, ellas, las
provocaban.
Y mientras la madre, la
anciana que envejeció con su niña en los brazos, dormía, las volvían a rodear,
las volvían a emboscar... El padre ignoraba el peligro que se cernía sobre su
esposa y su hija, el peligro que amenazaba a su familia, no comprendía.
Pero así se convirtió la
vida para una anciana madre, para un padre anciano, emboscados de noche,
hostilizados de día... les perturbaban hasta los sueños: las frecuencias de la
amenaza los convertían en pesadillas...
Y durante años, dejó de
caer la noche en aquella vivienda humilde, y llegó la aciaga amenaza,
trastornando los sueños de una anciana, de un anciano y latigueándole a su hija
la esperanza.
–Cruel, brutal, la azotaina a los sueños, las frecuencias de la amenaza con la que degüellan al nocturnal misterio –escribió con su sangre la mujer de la juventud despojada, la hija del anciano, la hija de la anciana.
–Cruel, brutal, la azotaina a los sueños, las frecuencias de la amenaza con la que degüellan al nocturnal misterio –escribió con su sangre la mujer de la juventud despojada, la hija del anciano, la hija de la anciana.
Y desde su corazón de
niña, aunque mujer ya era, tan solo miraba al anciano, a la anciana y apretaba
los puños. Los hostigadores, las hostigadoras se reían de ella, de la mujer
anciana, se reían de él, del hombre anciano, que no comprendían nada, porque
desde su vida sencilla era inimaginable el peligro que cernía siniestro sus
garfios sobre ellos.
Y la mujer veía a su
padre, a su madre, y en sus ojos como espejo se miraba, torturado, un anciano;
torturada, una anciana... y los observaba, y se veía a sí misma, también
martirizada, los miraba mirándose... triste... y con la sangre de sus venas
escribió la historia... mientras por su corazón asomaron las lágrimas... La
miraba, lo miraba, a su padre, a su madre... se veía a sí misma... torturado
él, ellas torturadas... guardó silencio... y su corazón lloró.
Mariela Loza Nieto,
México © 2012
Texto muy bien ensamblado, donde se mezclan pesadillas y sueños, estigmas de una realidad impuesta que deja marcas para siempre.
ResponderEliminarUn planteo de la tortura sistemática, con todo el sobrio dramatismo y desde el lugar de las víctimas.
Excelente.
MARITA RAGOZZA
Le encuentro excesivos agregados a las frases que, como lector elíptico, hacen que las suprima mientras voy leyendo. Excesivos detalles me deslucen la lectura.
ResponderEliminarAndrés
aclaro que los comentarios que debieran aparecer como anónimos tiene el nombre de Ester por error de mi parte...
ResponderEliminarandrés aldao