La bella alma de don Damián
Don Damián entró en la inconsciencia rápidamente, a
compás con la fiebre que iba subiendo por encima de treinta y nueve grados. Su
alma se sentía muy incómoda, casi a punto de calcinarse, razón por la cual
comenzó a irse recogiendo en el corazón. El alma tenía infinita cantidad de
tentáculos, como un pulpo de innúmeros pies, cada uno metido en una vena y
algunos sumamente delgados metidos en vasos. Poco a poco fue retirando esos
pies, y a medida que iba haciéndolo don Damián perdía calor y empalidecía. Se
le enfriaron primero las manos, luego las piernas y los brazos; la cara comenzó
a ponerse atrozmente pálida, cosa que observaron las personas que rodeaban el
lujoso lecho. La propia enfermera se asustó y dijo que era tiempo de llamar al
médico. El alma oyó esas palabras y pensó: “Hay que apresurarse, o viene ese
señor y me obliga a quedarme aquí hasta que me queme la fiebre”.
Empezaba a clarear. Por los cristales de las ventanas
entraba una luz lívida, que anunciaba el próximo nacimiento del día. Asomándose
a la boca de don Damián -que se conservaba semiabierta para dar paso a un poco
de aire- el alma notó la claridad y se dijo que si no actuaba pronto no podría
hacerlo más tarde debido a que la gente la vería salir y le impediría abandonar
el cuerpo de su dueño. El alma de don Damián era ignorante en ciertas cosas;
por ejemplo, no sabía que una vez libre resultaba totalmente invisible.
Hubo un prolongado revuelo de faldas alrededor de la
soberbia cama donde yacía el enfermo, y se dijeron frases atropelladas que el
alma no atinó a oír, ocupada como estaba en escapar de su prisión. La enfermera
entró con una jeringa hipodérmica en la mano.
-¡Ay, Dios mío, Dios
mío, que no sea tarde! -clamó la voz de la vieja criada.
Pero era tarde. A un mismo tiempo la aguja penetraba en
un antebrazo de don Damián y el alma sacaba de la boca del moribundo sus
últimos tentáculos. El alma pensó que la inyección había sido un gasto inútil.
En un instante se oyeron gritos diversos y pasos apresurados, y mientras
alguien -de seguro la criada, porque era imposible que se tratara de la suegra
o de la mujer de don Damián- se tiraba aullando sobre el lecho, el alma se
lanzaba al espacio, directamente hacia la lujosa lámpara de cristal de Bohemia
que pendía del centro del techo. Allí se agarró con suprema fuerza y miró hacia
abajo; don Damián era ya un despojo amarillo, de facciones casi transparentes y
duras como el cristal; los huesos del rostro parecían haberle crecido y la piel
tenía un brillo repelente. Junto a él se movían la suegra, la señora y la
enfermera; con la cabeza hundida en el lecho sollozaba la anciana criada. El
alma sabía a ciencia cierta lo que estaba sintiendo y pensando cada una, pero
no quiso perder tiempo en observarlas. La luz crecía muy de prisa y ella temía
ser vista allí donde se hallaba, trepada en la lámpara, agarrándose con
indescriptible miedo. De pronto vio a la suegra de don Damián tomar a su hija
de un brazo y llevarla al pasillo; allí le habló, con acento muy bajo. Y he
aquí las palabras que oyó el alma:
-No vayas a comportarte
ahora como una desvergonzada. Tienes que demostrar dolor.
-Cuando llegue gente,
mamá -susurró la hija.
-No, desde ahora.
Acuérdate que la enfermera puede contar luego...
En el acto la flamante viuda corrió hacia la cama como
una loca diciendo:
-¡Damián, Damián mío;
ay, mi Damián! ¿Cómo podré yo vivir sin ti, Damián de mi vida?
Otra alma con menos mundo se hubiera asombrado, pero la
de don Damián, trepada en su lámpara, admiró la buena ejecución del papel. El
propio don Damián procedía así en ciertas ocasiones, sobre todo cuando le
tocaba actuar en lo que él llamaba "la defensa de mis intereses". La
viuda lloraba ahora "defendiendo sus intereses". Era bastante joven y
agraciada, en cambio don Damián pasaba de los sesenta. Ella tenía novio cuando
él la conoció, y el alma había sufrido ratos muy desagradables a causa de los
celos de su ex dueño. El alma recordaba cierta escena, hacía por cierto pocos
meses, en la que la mujer dijo:
-¡No puedes prohibirme
que le hable! ¡Tú sabes que me casé contigo por tu dinero!
A lo que don Damián había contestado que con ese dinero
él había comprado el derecho a no ser puesto en ridículo. La escena fue muy
desagradable, con intervención de la suegra y amenazas de divorcio. En suma, un
mal momento, empeorado por la circunstancia de que la discusión fue cortada en
seco debido a la llegada de unos muy distinguidos visitantes a quienes marido y
mujer atendieron con encantadoras sonrisas y maneras tan finas que sólo ella,
el alma de don Damián, apreciaba en todo su real valor.
Estaba el alma allá arriba, en la lámpara, recordando
tales cosas, cuando llegó a toda prisa un sacerdote. Nadie sabía por qué se
presentaba tan a tiempo, puesto que todavía no acababa de salir el sol del todo
y el sacerdote había sido visita durante la noche.
-Vine porque tenía el
presentimiento; vine porque temía que don Damián diera su alma sin confesar
-trató de explicar.
A lo que la suegra del difunto, llena de desconfianza,
preguntó:
-¿Pero no confesó
anoche, padre?
Aludía a que durante cerca de una hora el ministro del
Señor había estado encerrado a solas con don Damián, y todos creían que el
enfermo había confesado. Pero no había sucedido eso. Trepada en su lámpara, el
alma sabía que no; y sabía también por qué había llegado el cura. Aquella larga
entrevista solitaria había tenido un tema más bien árido; pues el sacerdote
proponía a don Damián que testara dejando una importante suma para el nuevo
templo que se construía en la ciudad, y don Damián quería dejar más dinero del
que se le solicitaba, pero destinado a un hospital. No se entendieron y al
llegar a su casa el padre notó que no llevaba consigo su reloj. Era prodigioso
lo que le sucedía al alma, una vez libre, eso de poder saber cosas que no
habían ocurrido en su presencia, así como adivinar lo que la gente pensaba e
iba a hacer. El alma sabía que el cura se había dicho: "Recuerdo haber
sacado el reloj en casa de don Damián para ver qué hora era; seguramente lo he
dejado allá". De manera que esa visita a hora tan extraordinaria nada
tenía que ver con el reino de Dios.
-No, no confesó
-explicó el sacerdote mirando fijamente a la suegra de don Damián-. No llegó a
confesar anoche, y quedamos en que vendría hoy a primera hora para confesar y
tal vez comulgar. He llegado tarde, y es gran lástima -dijo mientras movía el
rostro hacia los rincones y las doradas mesillas, sin duda con la esperanza de
ver el reloj en una de ellas.
La vieja criada, que tenía más de cuarenta años
atendiendo a don Damián, levantó la cabeza y mostró dos ojos enrojecidos por el
llanto.
-Después de todo no le
hacía falta -aseguró-, que Dios me perdone. No necesitaba confesar porque tenía
una bella alma, una alma muy bella tenía don Damián.
¡Diablos, eso sí era
interesante! Jamás había pensado el alma de don Damián que fuera bella. Su amo
hacía ciertas cosas raras, y como era un hermoso ejemplar de hombre rico y
vestía a la perfección y manejaba con notable oportunidad su libreta de banco,
el alma no había tenido tiempo de pensar en algunos aspectos que podían
relacionarse con su propia belleza o con su posible fealdad. Por ejemplo,
recordaba que su amo le ordenaba sentirse bien cuando tras laboriosas
entrevistas con el abogado don Damián hallaba la manera de quedarse con la casa
de algún deudor -y a menudo ese deudor no tenía dónde ir a vivir después- o
cuando a fuerza de piedras preciosas y de ayuda en metálico -para estudios, o
para la salud de la madre enferma- una linda joven de los barrios obreros
accedía a visitar cierto lujoso departamento que tenía don Damián. ¿Pero era
ella bella o era fea?
Desde que logró desasirse de las venas de su amo hasta
que fue objeto de esa mención por parte de la criada, había pasado, según
cálculo del alma, muy corto tiempo; y probablemente era mucho menos todavía de
lo que ella pensaba. Todo sucedió muy de prisa y además de manera muy confusa.
Ella sintió que se cocinaba dentro del cuerpo del enfermo y comprendió que la
fiebre seguiría subiendo. Antes de retirarse, mucho más allá de la medianoche,
el médico lo había anunciado. Había dicho:
-Puede ser que la
fiebre suba al amanecer; en ese caso hay que tener cuidado. Si ocurre algo
llámenme.
¿Iba ella a permitir
que se le horneara? Se hallaba con lo que podría denominarse su centro vital
muy cerca de los intestinos de don Damián, y esos intestinos despedían fuego.
Perecería como los animales horneados, lo cual no era de su agrado. Pero en
realidad, ¿cuánto tiempo había transcurrido desde que dejó el cuerpo de don
Damián? Muy poco, puesto que todavía no se sentía libre del calor a pesar del
ligero fresco que el día naciente esparcía y lanzaba sobre los cristales de
Bohemia de que se hallaba sujeta. Pensaba que no había sido violento el cambio
de clima entre las entrañas de su ex dueño y la cristalería de la lámpara,
gracias a lo cual no se había resfriado. Pero con o sin cambio violento, ¿qué
había de las palabras de la criada? "Bella", había dicho la anciana
servidora. La vieja sirvienta era una mujer veraz, que quería a su amo porque
lo quería, no por su distinguida estampa ni porque él le hiciera regalos. Al
alma no le pareció tan sincero lo que oyó a continuación.
-¡Claro que era una
bella alma la suya! -corroboraba el cura.
-Bella era poco, señor
-aseguró la suegra.
El alma se volvió a mirar y vio cómo, mientras hablaba,
la señora se dirigía a su hija con los ojos. En tales ojos había a la vez una
orden y una imprecación. Parecían decir: "Rompe a llorar ahora mismo,
idiota, no vaya a ser que el señor cura se dé cuenta de que te ha alegrado la
muerte de este miserable". La hija comprendió en el acto el mudo y
colérico lenguaje, pues a seguidas prorrumpió en dolorosas lamentaciones:
-¡Jamás, jamás hubo
alma más bella que la suya! ¡Ay, Damián mío, Damián mío, luz de mi vida!
El alma no pudo más; estaba sacudida por la curiosidad y
por el asco; quería asegurarse sin perder un segundo de que era bella y quería
alejarse de un lugar donde cada quien trataba de engañar a los demás. Curiosa y
asqueada, pues, se lanzó desde la lámpara en dirección hacia el baño, cuyas
paredes estaban cubiertas por grandes espejos. Calculó bien la distancia para
caer sobre la alfombra, a fin de no hacer ruido. Además de ignorar que la gente
no podía verla, el alma ignoraba que ella no tenía peso. Sintió gran alivio
cuando advirtió que pasaba inadvertida, y corrió, desolada, a colocarse frente
a los espejos.
¿Pero qué estaba
sucediendo, gran Dios? En primer lugar, ella se había acostumbrado durante más
de sesenta años a mirar a través de los ojos de don Damián; y esos ojos estaban
altos, a un metro y setenta centímetros sobre el suelo; estaba acostumbrada,
además, al rostro vivaz de su amo, a su ojos claros, a su pelo brillante de
tonos grises, a la arrogancia con que alzaba el pecho y levantaba la cabeza, a
las costosas telas con que se vestía. Y lo que veía ahora ante sí no era nada
de eso, sino una extraña figura de acaso un pie de altura, blanduzca, parda,
sin contornos definidos. En primer lugar, no se parecía a nada conocido, pues
lo que debían ser dos pies y dos piernas, según fue siempre cuando se hallaba
en el cuerpo de don Damián, era un monstruoso y, sin embargo, pequeño racimo de
tentáculos como los del pulpo, pero sin regularidad, unos más cortos que otros,
unos más delgados que los demás y todos ellos como hechos de humo sucio, de un
indescriptible lodo impalpable, como si fueran transparentes y no lo fueran,
sin fuerza, rastreros, que se doblaban con repugnante fealdad. El alma de don
Damián se sintió perdida. Sin embargo sacó coraje para mirar más hacia arriba.
No tenía cintura. En realidad, no tenía cuerpo ni cuello ni nada, sino que de
donde se reunían los tentáculos salía por un lado una especie de oreja caída,
algo así como una corteza rugosa y purulenta, y del otro un montón de pelos sin
color, ásperos, unos retorcidos, otros derechos. Pero no era eso lo peor, y ni
siquiera la extraña luz grisácea y amarillenta que la envolvía, sino que su
boca era un agujero informe, a la vez como de ratón y de hoyo irregular en una
fruta podrida, algo horrible, nauseabundo, verdaderamente asqueroso, ¡y en el
fondo de ese hoyo brillaba un ojo, su único ojo, con reflejos oscuros y
expresión de terror y perfidia! ¿Cómo explicarse que todavía siguieran esas
mujeres y el cura asegurando allí, en la habitación de al lado, junto al lecho
donde yacía don Damián, que la suya había sido una alma bella?
-¿Salir, salir a la
calle yo así, con este aspecto, para que me vea la gente? -se preguntaba en lo
que creía toda su voz, ignorante aún de que era invisible e inaudible. Estaba
perdida en un negro túnel de confusión. ¿Qué haría, qué destino tomaría?
Sonó el timbre. A seguidas la enfermera dijo:
-Es el médico, señora.
Voy a abrirle.
A tales palabras la esposa de don Damián comenzó a aullar
de nuevo, invocando a su muerto marido y quejándose de la soledad en que la
dejaba.
Paralizada ante su propia imagen el alma comprendió que
estaba perdida. Se había acostumbrado a su refugio, al alto cuerpo de don
Damián; se había acostumbrado incluso al insufrible olor de sus intestinos, al
ardor de su estómago, a las molestias de sus resfriados. Entonces oyó el saludo
del médico y la voz de la suegra que declamaba:
-¡Ay, doctor, qué
desgracia, doctor, qué desgracia!
-Cálmese, señora,
cálmese -respondía el médico.
El alma se asomó a la habitación del difunto. Allí,
alrededor de la cama se amontonaban las mujeres; de pie en el extremo opuesto a
la cabecera, con un libro abierto, el cura comenzaba a rezar. El alma midió la
distancia y saltó. Saltó con facilidad que ella misma no creía tener, como si
hubiera sido de aire o un extraño animal capaz de moverse sin hacer ruido y sin
ser visto. Don Damián conservaba todavía la boca ligeramente abierta. La boca
estaba como hielo, pero no importaba. Por allá entró raudamente el alma y a
seguidas se coló laringe abajo y comenzó a meter sus tentáculos en el cuerpo,
atravesando las paredes interiores sin dificultad alguna. Estaba acomodándose
cuando oyó hablar al médico.
-Un momento, señora,
por favor -dijo. El alma podía ver al doctor, aunque de manera muy imprecisa.
El médico se acercó al cuerpo de don Damián, le tomó una muñeca, pareció
azorarse, pegó el rostro al pecho y lo dejó descansar ahí un momento. Después,
despaciosamente, abrió su maletín y sacó un estetoscopio; con todo cuidado se
lo colocó en ambas orejas y luego pegó el extremo suelto sobre el lugar donde
debía estar el corazón. Volvió a poner expresión azorada; removió el maletín y
extrajo de él una jeringa hipodérmica. Con aspecto de prestidigitador que
prepara un número sensacional, dijo a la enfermera que llenara la jeringa
mientras él iba amarrando un pequeño tubo de goma sobre el codo de don Damián.
Al parecer, tantos preparativos alarmaron a la vieja criada.
-¿Pero para qué va a
hacerle eso, si ya está muerto el pobre? -preguntó.
El médico la miró de hito en hito con aire de gran señor;
y he aquí lo que dijo, si bien no para que le oyera ella, sino para que le
oyeran sobre todo la esposa y la suegra de don Damián:
-Señora, la ciencia es
la ciencia, y mi deber es hacer cuanto esté a mi alcance para volver a la vida
a don Damián. Almas tan bellas como la suya no se ven a diario y no es posible
dejarle morir sin probar hasta la última posibilidad.
Este breve discurso, dicho con noble calma, alarmó a la
esposa. Fue fácil notar en sus ojos un brillo duro y en su voz cierto extraño
temblor.
-¿Pero no está muerto?
-preguntó.
El alma estaba ya metida del todo y sólo tres tentáculos
buscaban todavía, al tacto, las venas en que habían estado años y años. La
atención que ponía en situar esos tentáculos donde debían estar no le impidió,
sin embargo, advertir el acento de intriga con que la mujer hizo la pregunta.
El médico no respondió. Tomó el antebrazo de don Damián y
comenzó a pasar una mano por él. A ese tiempo el alma iba sintiendo que el
calor de la vida iba rodeándola, penetrándola, llenando las viejas arterias que
ella había abandonado para no calcinarse. Entonces, casi simultáneamente con el
nacimiento de ese calor, el médico metió la aguja en la vena del brazo, soltó
el ligamento de encima del codo y comenzó a empujar el émbolo de la
jeringuilla. Poco a poco, en diminutas oleadas, el calor de la vida fue
ascendiendo a la piel de don Damián.
-¡Milagro, Señor,
milagro! -barbotó el cura.
Súbitamente, presenciando aquella resurrección, el
sacerdote palideció y dio rienda suelta a su imaginación. La contribución para
el templo estaba segura, ¿pues cómo podría don Damián negarle su ayuda una vez
que él le refiriera, en los días de convalecencia, cómo le había visto volver a
la vida segundos después de haber rogado pidiendo por ese milagro? “El Señor
atendió a mis ruegos y lo sacó de la tumba, don Damián”, diría él.
Súbitamente también la esposa sintió que su cerebro
quedaba en blanco. Miraba con ansiedad el rostro de su marido y se volvía hacia
la madre. Una y otra se hallaban desconcertadas, mudas, casi aterradas.
Pero el médico sonreía. Se hallaba muy satisfecho, aunque
trataba de no dejarlo ver.
-¡Ay, si se ha salvado,
gracias a Dios y a usted! -gritó de pronto la criada, los ojos cargados de
lágrimas de emoción, tomando las manos del médico-. ¡Se ha salvado, está
resucitado! ¡Ay, don Damián no va a tener con qué pagarle, señor! -aseguraba.
Y cabalmente en eso estaba pensando el médico, en que don
Damián tenía de sobra con qué pagarle. Pero dijo otra cosa. Dijo:
-Aunque no tuviera con
qué pagarme lo hubiera hecho, porque era mi deber salvar para la sociedad un
alma tan bella como la suya.
Estaba contestándole a la criada, pero en realidad
hablaba para que le oyeran los demás; sobre todo para que le repitieran esas
palabras al enfermo unos días más tarde, cuando estuviera en condiciones de
firmar.
Cansada de oír tantas mentiras el alma de don Damián
resolvió dormir. Un segundo después don Damián se quejó, aunque muy débilmente,
y movió la cabeza en la almohada.
-Ahora dormirá varias
horas -explicó el médico- y nadie debe molestarlo.
Diciendo lo cual dio el ejemplo, y salió de la habitación
en puntillas. ■
Humor negro de la mejor calidad!!! Qué bueno sería si las almas cobraran conciencia de su propia fealdad.
ResponderEliminarUn relato donde todos tienen algo que ocultar y el alma, fea o linda queda al desnudo, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarMuy bueno el cuento. Humor negro con absurdo, logra en forma caricaturesca, narrar lo oculto en el ser humano.
ResponderEliminarMARITA RAGOZZA