la pantera
Escritor nacido en la ciudad de Puebla. Cursó sus estudios de
Derecho y Filosofía en la
Ciudad de México. Es reconocido por su trayectoria
intelectual, tanto en el campo de la creación literaria como en el de la
difusión de la cultura, especialmente en la preservación y promoción del
patrimonio artístico e histórico mexicano en el exterior. Ha vivido
perpetuamente en fuga, fue estudiante en Roma, traductor en Pekín y en
Barcelona, profesor universitario en Xalapa y en Bristol, y diplomático en
Varsovia, Budapest, París, Moscú y Praga. Socialista democrático y agnóstico.
La desgracia, la enfermedad y el aislamiento crearon su estilo literario, que
él define como una autobiografía oblicua en la que se funden la vida y la
literatura. Ha escrito No hay tal lugar (1967), Infierno de todos (1971), Los climas (1972), El tañido de una flauta (1973), Asimetría (1980), Nocturno de Bujara(1981), Cementerio de tordos (1982), Juegos florales (1985), El desfile del amor (1985), Domar a la divina garza (1988), Vals de Mefisto (1989), La casa de la tribu (1989), La vida conyugal (1991) y El arte de la fuga (1996). En sus libros se encuentran
escritos autobiográficos, sueños con su perro, fragmentos de diarios,
reflexiones sobre el arte, crónicas sobre la actualidad, viajes y homenajes a
sus autores preferidos. Ese estilo pitoniano se expresa sobre todo en El arte de la fuga, maneras que recupera en uno de sus últimos
libros El viaje, donde cuenta uno
de sus viajes por la Rusia
de los años ochenta.
Ninguna de las magias que
atravesaron mi niñez puede equipararse con su aparición. Nada de lo hasta entonces concebido
logró confundir tan soberbiamente refinamiento y bestialidad. En las noches
siguientes imploré, divertido, al final impaciente, casi con lágrimas, su
presencia. Mi madre repetía que de tanto jugar a los bandidos acabaría por
soñarlos. En efecto, al término de unas vacaciones la perse cución y la
infamia, el coraje y la sangre frecuentaron mis noches. En esa época ir al cine se reducía a
disfrutar una sola película con ligeras variantes de función en función: el
tema invariable lo proporcionaba la ofensiva aliada contra las huestes del
Eje. Una tarde de programa triple (en que con indecible deleite vimos llover
obuses sobre un fantasmagórico Berlín donde edificios, vehículos, templos,
rostros y palacios se diluían en una inmensa vertiente de fuego; épicos
juramentos de amor, penumbra de refugios antiaéreos en un Londres de obeliscos
rotos y grandes inmuebles sin fachada, y el mechón de Verónica Lake resis
tiendo impasible la metralla nipona mientras un grupo de soldados heridos iba
siendo evacuado de un rocoso islote del Pacífico) consiguió que por la noche el
fragor de las balas se internara en mi cuarto y que una multitud de cuerpos
despedazados y cráneos de enfermeras, me lanzaran sobresaltado a buscar amparo
en la habitación de mis hermanos mayores.
Con plena conciencia de
sus riesgos inventé juegos artificiosos que a nadie divertían.Remplacé el
consuetudinario antagonismo entre policías y ladrones o el nuevo, y con sagrado
por el uso y la moda, entre aliados y alemanes por el de otros fieros y
extravagantes protagonistas. Juegos
donde las panteras sorpresivamente atacaban una aldea, cacerías frenéticas
donde las panteras aullaban de dolor y furia al ser atrapadas por cazadores
implacables, combates encarnizados entre panteras y caníbales. Pero ni ellos, ni la frecuencia con
que leía libros de aventuras en la selva hicieron posible que la visión se
repitiera.
Su imagen persistió
durante una temporada que no debió ser muy larga. Con indiferencia fui comprobando que la figura se volvía
cada vez más endeble, que mansamente se difuminaban sus rasgos. El flujo
atropellado de olvidos y re cuerdos que es el tiempo anula la voluntad de fijar
para siempre una sensación en la memoria. A veces me apremia ba la urgencia de
escuchar el mensaje que mi torpeza le ha bía impedido transmitir la noche de su
aparición. Aquel bello, enorme animal cuya negrura brillante desafiaba la noche
trazó un elegante rodeo en torno a la alcoba, caminó hacia mí, abrió las
fauces, y, al observar el terror que tal movimiento me inspiraba, las volvió a
cerrar agraviado. Salió de la misma nebulosa manera en que había aparecido.
Durante días no cesé de echarme en cara mi falta de valor. Me reprochaba el
haber podido imaginar que aquella hermosa bestia tuviese intenciones de
devorarme. Su mirada era amable, suplicante, su hocico parecía dispuesto más
que para el regusto de la sangre para la caricia y el juego.
Nuevas horas se ocuparon
de sustituir a aquellas. Otros sueños eliminaron al que por tantos días había
sido mi constante pasión. No
sólo llegaron a parecerme tontos los juegos de panteras, sino también
incomprensibles al no recordar con precisión la causa que los originaba. Pude volver a preparar mis lecciones,
a esmerarme en el cultivo de la letra y en el apasionante manejo de colores y
líneas.
Triviales, alegres,
soeces, intensos, difusos, torpemente esperanzados, quebrados, engañosos y
sombríos tuvieron que transcurrir veinte años para alcanzar la noche de ayer,
en que sorpresivamente, como en medio de aquel bárbaro sueño infantil, volví a
escuchar el jadeo de un animal que penetraba en la habitación contigua. Lo
irracional que cabalga en nuestro interior adopta en determinados momen tos un
galope tan enloquecido que cobardemente tratamos de cobijarnos en ese mohoso
conjunto de normas con que pretendemos reglamentar la existencia, en esos
vacuos cá nones con que intentamos detener el vuelo de nuestras in tuiciones
más profundas. Así, aun dentro del sueño, traté de apelar a una explicación
racional: argüí que el ruido lo producía la entrada del gato que a menudo
llegaba a la coci na a dar cuenta de los desperdicios. Soñé que reconfortado por esa
aclaración volvía a caer dormido para despertar poco después, al percibir con
toda claridad, cerca de mí, su presencia. Frente al lecho, contemplándome con expresión de gozo,
estaba ella. Pude recordar dentro del sueño la visión anterior. Los años
transcurridos sólo habían logrado modificar el marco. Ya no existían los
muebles pesados de madera oscura, ni el candil que pendía sobre mi cama; los
muros eran otros, sólo mi expectación y la pantera se mantenían iguales: como
si entre ambas noches hubiesen trans currido apenas unos breves segundos. La
alegría, con fundida con un leve temor, me penetró. Recordé minucio samente los
incidentes de la primera visita, y atento y azorado permanecí en espera de su
mensaje.
Ninguna prisa atenazaba
al animal. Se paseó frente a mí con paso lánguido, describiendo pequeños
círculos; luego, con un breve salto alcanzó la chimenea, removió las cenizas
con las garras delanteras y volvió al centro de la habitación; Me observó
fijamente, abrió las fauces y al fin se decidió a hablar.
Todo lo que pudiera decir
sobre la felicidad conocida en ese momento no haría sino empobrecerla. Mi
destino se develaba de manera clarísima en las palabras de esa oscura
divinidad. El sentimiento de júbilo alcanzó un grado de per fección
intolerable. Imposible encontrarle parangón.
Nada, ni siquiera uno de
esos contados, efímeros instantes en que al conocer la dicha presentimos la
eternidad, me produjo el efecto logrado por el mensaje.
La emoción me hizo
despertar, la visión desapareció; no obstante permanecían vivas, como grabadas
en hierro, aquellas proféticas palabras que inmediatamente escribí en una
página hallada sobre el escritorio. Al volver a la cama, entre sueños, no podía
dejar de saber que un enigma queda ba descifrado, el verdadero enigma, y que
los obstáculos que habían hecho de mis días un tiempo sin horizontes se
derrumbaban vencidos.
Sonó el despertador. Contemplé con regocijo la página en
que estaban inscritas aquellas doce palabras esclarecedoras. Dar un salto y
leerlas hubiera sido el recurso más fácil. Tal inmediatez me parecía poco acorde con la solemnidad
de la ocasión. En
vez de ceder al deseo me dirigí al baño; me vestí lenta y cuidadosamente con
forzada parsimonia; tomé una taza de café, después de lo cual, estremecido por
un leve temblor, corrí a leer el mensaje.
Veinte años tardó en
reaparecer la pantera. El asombro que en ambas ocasiones me produjo no puede
ser gratuito. La
parafernalia de que se revistió ese sueño no puede atribuirse a meras
coincidencias. No;
algo en su mirada, sobre todo en la voz, hacía suponer que no era la escueta
imagen de un animal, sino la posibilidad de enlace con una fuerza y una
inteligencia instaladas más allá de lo humano. Y, sin embargo, debo confesar
que las palabras anotadas eran sólo una enumeración de sustantivos triviales y
anodinos que no tenían ningún sentido. Por un momento dudé de mi cordura. Volví
a leer cuidadosamente, a cambiar de sitio los vocablos como si se tratara de
armar un rompecabezas. Uní todas las palabras en una sola, larguísima; estudié cada
una de las sílabas. Invertí días y noches en minuciosas y estériles
combinaciones filológicas. Nada logré poner en claro. Apenas la certeza de que
los signos ocultos están Corroídos por la misma estulticia, el mismo caos, la
misma incoherencia que padecen los hechos cotidianos.
Confío, sin embargo, en
que algún día volverá la pantera.
[México,
mayo de 1960]
Muy buena producción , a veces el mundo de los sueños se mezcla con la realidad.
ResponderEliminar...y quizás algún día , la pantera reaparezca , basta desearlo-
amelia
Todos confiamos en que aquellos hechos que nos hicieron creer en la propia eternidad se repitan de la mano de nuestras panteras, excelente relato, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarCuento rico en vivencias oníricas, con sus recovecos y primitivismo, en un círculo argumental , donde lo extraño también se hace realidad.
ResponderEliminarExtraordinario.
MARITA RAGOZZA
Quien me recomendó a Sergio Pitol sabía por qué.Escritor múltiple de amplios recursos, es un cuentista muy considerado en su país natal.
ResponderEliminarAndrés