miércoles, 11 de julio de 2012

Mariela Loza Nieto



Y la angustia y la zozobra
y su corazón lloraba

Guardó silencio, en su mirada había poesía...
Roque Dalton

Para golpear su frente limpia de pesadillas
tuvieron que convertirse en pesadilla,
para vencer al hombre de la paz
tuvieron que congregar todos los odios
y matar más, para seguir matando...

Mario Benedetti

Mariela Loza Nieto (México, 1977) es autora del poemario Nuestra América: el dolor pariendo a la esperanza, Ediciones Mandala, España, 2010; y de los collage histórico-literarios: México: los naturales de la tierra y Ciénega de Zapata: un cocodrilo aprende a leer en las trincheras, ambos editados por Bubok, España, 2009. Es miembro de Amnistía Internacional. Colabora con la Revista Latinoamericana de Derechos Humanos, Instituto de Estudios Latinoamericanos, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Costa Rica. Es directora de la revista literaria Sombra roja, adscrita al Sistema de Información Cultural del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), México.


El reloj marcaba las 7:30 de la mañana. En la calle, los sonidos que se habían hecho cotidianos, con su carga de significado negativo, con su carga de amenaza permanente, del que insinúa la violencia con perversidad.
Había pasado el periodo en el que afuera él usaba el silencio para provocar incertidumbre. Nuevamente, empezaba el periodo de la sobreestimulación sensorial: rechinidos de carros justo frente a la puerta, el paso constante de personas que con su griterío violentaban perversamente y que utilizaban a sus hijos e hijas ordenándoles que hicieran lo mismo, todos los días, a todas horas... rodeada la humilde vivienda, todo igual, como siempre sucedía desde hacía cuatro años: periodos cortos de silencios después de las amenazas, y luego periodos largos de sonidos estresantes con gritos y golpes en las paredes, que se sumaban a la vigilancia permanente y a la privación de sueño.
Todo planeado.
Como siempre sucedía también, solo que desde hacía más de cuatro años, el hombre anciano se levantó, ignoraba lo que a su alrededor ocurría, era una víctima sin saberlo, el peligro lo asediaba, lo rodeaba, pero él, crédulo, tomó con tranquilidad su sombrero, del mismo estilo desde que era niño y trabajaba la tierra: el sombrero de campesino que al amanecer comienza a sembrar.
Para él era incomprensible lo que ocurría, tomó un sorbo de café, mientras afuera ya lo esperaban, habían preparado el saludo, el encuentro que parezca casual, después de cuatro años ya sabían la hora de su salida... El anciano no comprendía, ni sospechaba nada de lo que ocurría a su alrededor, jamás siquiera lo imaginó... Pero ese día recordaba mucho más que otros días, quizá la angustia había grabado en su cerebro la pesadilla de la noche anterior, porque desde hacía tiempo, desde los cuatro años anteriores, todas las noches le habían convertido en pesadillas los sueños.
A veces, aquel campesino aparecía frente a su familia en posición de crucifixión, y lanzando lamentos, otras veces, le obligaban a vivir la pesadilla de ser lanzado a un pozo y ahí apedreado por una multitud, el anciano se despertaba angustiado cuando un hombre, joven, apoyado por el tumulto, tomaba una roca enorme y la lanzaba contra su cabeza, esa angustia lo obligaba a despertar de aquella máxima indefensión... Ahora ya no soñaba él.
Entró al cuarto donde su esposa yacía y la miró, la anciana tenía una expresión de extrañeza mirada, todavía de horror ante lo vivido.
Frente a ellos, su hija, la menor, que, aunque ya era una mujer, para ellos siempre fue y sería su niña. Se miraron los tres, había una sensación de ansiedad que envolvía las arrugas del anciano, las que 72 años habían marcado sobre su piel de trabajador; y las manos de la anciana manchadas por el sol y por el paso del tiempo temblaban todavía por el horror de aquella noche fría.
–Lo que ocurrió anoche es brutal, pero no es inexplicable –pensó su hija– y cerró el puño para contener la impotencia y las lágrimas asomaron por su corazón: ya no soñaban ellos, ahora, eran otros, otras, quienes decían qué imágenes torturarían las noches.
Había tenido que despertarlos, otra vez; los lamentos que lanzó su padre por la noche habían sido desgarradores. Y después su madre se movía angustiada. La anciana se despertó con una zozobra que hizo que su corazón palpitara agitado... demasiado agitado para poderlo soportar, quizá su mismo organismo había intentado protegerse de una muerte segura... tanta angustia era mortal para unas arterias a punto del colapso.
Estaban dormidos el anciano, la anciana y la mujer de la juventud fustigada y vivían aquellas pesadillas así, en carne viva. Vivían aquel terror cotidiano que, sin que nadie dijera nada, lo asesinaba lentamente, las asesinaba a fuego lento.
En esas horas que les robaban de descanso, en que no se los permitían ni siquiera descansar, la anciana se vio a sí misma y a su hija, a su niña, la pequeña, la menor... que, aunque ya era una mujer, tenía el alma de niña... y a ella, la anciana de 64 años, protegiéndola y protegiéndose de aquel tumulto que se congregaba alrededor... El lugar era un paraje desconocido, no era como aquellos montes en los que nació y creció la anciana, en donde los bosques de pino y oyamel dieron el oxígeno que evitó que la asfixiara la pobreza... era otro el lugar... había árboles, el camino era un terregal y estaba en tinieblas.
Los árboles apenas dejaban que penetraran unos cuantos rayos de luz de luna y se movían siniestros, crujiendo las ramas como si estuvieran en medio de una tempestad.
La anciana sintió temor entre las tinieblas que las envolvían... en aquel horror, aparecían personas que, al parecer, conocían la zona, porque se trasladaban entre aquel terrorífico lugar con toda naturalidad, caminaban de un lado a otro, tranquilos, tranquilas, incluso fingían no mirar a la anciana y a su hija...
Entonces, la mujer de los 64 años de sufrimientos encima, preguntaba por el camino para llegar a algún pueblo, y un hombre le decía:
Váyase por ese camino– la voz era tranquila, segura, como si él no viera aquella tenebrosidad en el paraje, hablaba hasta con un cierto aire de prepotencia que la anciana no alcanzó a percibir.
Y la mujer avanzaba con su niña entre los brazos, protegiéndola de aquellas tenebrosidades y, cuando la anciana no miraba, aparecieron entre las ramas de los árboles otros hombres y sonrieron complacidos mientras sus miradas se cruzaron con la del hombre de la voz prepotente... Observaron a las mujeres caminar entre aquel ensombrecimiento y volvieron a sonreír, cómplices.
La anciana caminó con su hija abrazada entre aquellas enramadas lúgubres que parecían no tener fin.
–Por aquí no está la salida– pensaba la anciana al ver que aquel camino cada vez se convertía en más penumbras, pero al principio no desconfió del hombre que la había mandado por ese camino.
De pronto, por el sendero predregoso, aparecieron otros hombres y mujeres y las rodeaban... sin decir por qué, las miraban amenazantes, las asediaban... la anciana pareció reconocer al hombre que las había enviado por ese camino, pero no, sólo se le parecía: era su hermano, quizá su hijo, tal vez su primo... la tensión no le permitía determinarlo, era idéntico su rostro, quizá un poco más joven, pero la mirada de odio perverso era la misma.
Y la anciana madre tomó a su niña, a su hija, entre sus brazos y empezó a correr, alejándose de aquel boscaje umbrío, y corría mientras las perseguían y se alejaba de quienes no sabía ni quién, ni por qué las amenazaban...
Y sentía más miedo aquella madre anciana. Y huía... y lloraba su niña y la anciana más la abrazaba y su hija volvía a llorar... y la madre anciana la volvía a abrazar.
Y aquella madre encontró a otras personas y les volvió a preguntar cómo salir de aquel lugar anubarrado, y otra vez las enviaban por el camino donde más adelante, tras las rocas, estaban hombres y mujeres parapetados, parapetadas, y les salían al encuentro en medio de la oscuridad y las acorralaban... y llegaban quienes ahí las habían mandado y sin decir por qué las volvían a amenazar...
La anciana abrazaba con más fuerza a su hija, y con su cuerpo quería protegerla de aquellos hombres que la agredían... ¡que no la tocaran!, aquella madre quería, que no azotaran a su hija aquellos, aquellas, de las miradas del odio perverso que las agredía. Y otra vez corría por el camino la madre anciana, y otra vez la emboscada y más penumbras, y no encontraban la salida...
Así pasaron la anciana y su niña, día tras día, semana a semana, mes a mes. Y caminaba la anciana por el sendero los años y cumplió más, 68, con su niña llorándole en los brazos y las arterias a punto del colapso... y lloró su hija desde los 30, y luego se sumó otro año y luego otro, y una mañana la vio a punto desfallecer, tuvo aquella madre que luchar contra la muerte que arrebatársela quería... pero pasó otro año y nada cambió, no encontraban la salida, y luego pasó otro año, hasta llegar a los 34... y los hombres y las mujeres las volvían a cercar, y las amenazas en uno y otro lugar...
Todavía no terminaba la vivencia sombría de la madre anciana, cuando el hombre de los 72 años comenzó a lanzar lamentos desesperados, angustiados, angustiantes... La mujer dejó sobre la cama a su madre, con las manos temblorosas por la desazón. Ya no soñaba ella.
Y corrió donde su padre anciano, y lo despertó, él abrió los ojos, con el corazón palpitando, agitado...
–¿Qué tienes, papá? –preguntó la mujer.
Y así, con el desconsuelo en la voz, contó, todavía como hipnotizado: soñó a su hija, a su niña, la más pequeña, la menor... los torturadores le obligaron a soñar que no estaba, que era una secuestrada. Y allá lejos, en medio del monte, que la incertidumbre había tornado tenebroso, en medio de la sierra era una desaparecida... y él la buscaba. Desesperado por los montes oscuros corría, y era tan viva la pesadilla, que dormido se lamentaba... y buscaba a su hija, a su niña, a la hija de la mujer, de la madre anciana... a la que asediaban mientras dormía... a la que también le descuartizaban los sueños...
Y él buscaba a su hija secuestrada, desaparecida... y el anciano padre gritaba el nombre de su hija, gritaba desesperado mientras la pesadilla vivía, ¡¿dónde estás, hija?! Y gritando el nombre de su hija despertó.
Escondidos, escondidas, las acosadoras, los hostigadores, escuchaban lo que ocurría en aquella vivienda humilde... sabían lo que ese anciano, lo que esa anciana, sufrían por pesadilla por las noches: eran las amenazas para su hija, la mujer que con la vida lacerada caminaba por los años del tormento...
Y sabía la hostigadora, el perseguidor, de aquellas vidas trastocadas por la violencia perversa... sabían de las pesadillas, porque ellos las inventaban, ellos, ellas, las provocaban.
Y mientras la madre, la anciana que envejeció con su niña en los brazos, dormía, las volvían a rodear, las volvían a emboscar... El padre ignoraba el peligro que se cernía sobre su esposa y su hija, el peligro que amenazaba a su familia, no comprendía.
Pero así se convirtió la vida para una anciana madre, para un padre anciano, emboscados de noche, hostilizados de día... les perturbaban hasta los sueños: las frecuencias de la amenaza los convertían en pesadillas...
Y durante años, dejó de caer la noche en aquella vivienda humilde, y llegó la aciaga amenaza, trastornando los sueños de una anciana, de un anciano y latigueándole a su hija la esperanza.
–Cruel, brutal, la azotaina a los sueños, las frecuencias de la amenaza con la que degüellan al nocturnal misterio –escribió con su sangre la mujer de la juventud despojada, la hija del anciano, la hija de la anciana.
Y desde su corazón de niña, aunque mujer ya era, tan solo miraba al anciano, a la anciana y apretaba los puños. Los hostigadores, las hostigadoras se reían de ella, de la mujer anciana, se reían de él, del hombre anciano, que no comprendían nada, porque desde su vida sencilla era inimaginable el peligro que cernía siniestro sus garfios sobre ellos.
Y la mujer veía a su padre, a su madre, y en sus ojos como espejo se miraba, torturado, un anciano; torturada, una anciana... y los observaba, y se veía a sí misma, también martirizada, los miraba mirándose... triste... y con la sangre de sus venas escribió la historia... mientras por su corazón asomaron las lágrimas... La miraba, lo miraba, a su padre, a su madre... se veía a sí misma... torturado él, ellas torturadas... guardó silencio... y su corazón lloró.

Mariela Loza Nieto, México © 2012

3 comentarios:

  1. Texto muy bien ensamblado, donde se mezclan pesadillas y sueños, estigmas de una realidad impuesta que deja marcas para siempre.
    Un planteo de la tortura sistemática, con todo el sobrio dramatismo y desde el lugar de las víctimas.
    Excelente.
    MARITA RAGOZZA

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  2. Le encuentro excesivos agregados a las frases que, como lector elíptico, hacen que las suprima mientras voy leyendo. Excesivos detalles me deslucen la lectura.
    Andrés

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  3. aclaro que los comentarios que debieran aparecer como anónimos tiene el nombre de Ester por error de mi parte...
    andrés aldao

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