viernes, 9 de marzo de 2012

Andrés Aldao



Hombre Viejo y Cansado

Se acercó a la ventana y contempló el atardecer. Nubes solapadas se recortaban sobre el semicírculo anaranjado del horizonte mientras los rayos solares perforaban las penumbras. La idea, inquieta y repentina penetró en su mente como travesura intrascendente. El boceto afinado de la imagen semejaba una obsesión que iba entretejiéndose en su mente y adquiría contornos cada vez más concretos. Es como una cuchillada hasta el mango, se le ocurrió luego. Era parte de él y ya no lo abandonaría. Lo inundó una pena enorme. Igual a la que siente alguien cuando se despide para siempre de un buen amigo, o de un antiguo amor reencontrado por azar y vuelto a perder.
Fue a contemplarse al espejo. Vio una realidad descarnada, la prolija obra del tiempo que, como la gota a la piedra, horada, afloja, desmorona. ¿Cómo fue que ocurrió? Difícil confesar que corroe sin dar aviso, arguyó en un arranque de lástima, se posesiona de tu vida y no te deja alternativas.
Se acordó de la tardecita en que vio al colectivo en la parada y se apuró: La mente trotaba, se despellejaba corriendo y las piernas, como dos estacas, seguían allí haciéndole frente, burlándose de su decisión. Definiría luego: decisión utópica, sólo fantasía. Lo ocurrido fue simple: cesó el esfuerzo, anuló la intención vencido por los jadeos y, cuando arribó a la meta, vio al colectivo perdiéndose entre la marea de vehículos. Se encogió de hombros, como restándole importancia. Voluntad y posibilidad se contradicen, filosofó más tarde con amargura.

Al día siguiente recordó otra anécdota. Fue cuando entró al vagón repleto del subterráneo y trastabilló. El olor ácido y la transpiración se reclinaban sobre el ánimo percudido de la gente. Una mocita de ojos oblícuos, ropa modesta y zapatillas decrépitas se levantó y le ofreció el asiento: Siéntese, señor. Él sonrió y continuó de pie. Ella insistió; lo tomó del brazo obligándolo casi. La gente apretujada no prestó atención. La escena le pareció patética: inmisericorde y brutal, dedujo. La recobraba en esos sueños que acababan en pesadillas promiscuas, como la atmósfera  de aquel vagón repleto del subterráneo.
Así, de a fragmentos, se hizo cargo de que el tiempo y el lugar se apareaban a su destino. Lo escoltaban, aunque el tiempo proseguía implacable y él envejecía a la par del lugar, del mundo que conocía: las viviendas, los árboles, los niños que dejaban de serlo, los adolescentes que devenían en gente madura; los adultos que envejecían y morían. Percibía que en esa maratón de largo aliento el triunfador sería el rival intrigante.
Se iba quedando casi sin notarlo. Se iba quedando sin tener rumbo. Pero sabía que se iba quedando. Estaba exhausto, sin aliento. Sus formas se estrujaban y comenzó a llevar una existencia más sedentaria. Entendió el significado y eso lo ponía mal, expuesto a ideas salpicadas de congoja; semejantes a un luto impreciso, prematuro y lacónico. Lo peor era que simulaba indiferencia, sonriendo con una mueca obtusa. Los crepúsculos lo tornaban lánguido. Contemplaba el sol en su estertor. A veces sentía frío en el alma.
Siéntese señor le había dicho la mocita de ojos oblícuos, ropa modesta y zapatillas decrépitas.
Se le dio por tararear tangos de profunda nostalgia. Una aflicción le oprimía la garganta, como un collar dentado que escarbaba en su carne. Retornaba obcecado a la escena del vagón del subterráneo, recobrada como humillación. Melancólico, tornó a caminar por calles de la urbe repasando cada detalle. Lo vivía como un estribillo solemne para el tango postrero, el responso del adiós definitivo.
Refugiado en largos silencios, iba modificando su vocabulario. El lenguaje pulcro y brillante, como signo de su personalidad, iba resintiéndose, como si cruzase lagunas burlonas y huecas. Con pesar, descubrió hechos que no deseaba, que vislumbraba como trozos fastidiosos de la realidad. Componía frasecitas luctuosas que luego le percutían en la mente con deleite. Aun las más banales...
Siéntese señor le había propuesto la mocita del vagón: proposición cándida y cruel, sentenció. Consternado, recordó las pérdidas de afectos, las incomprensiones generadas por su intolerancia y soberbia; una especie de confesión de antiguos pecados, y la penitencia sin absolución.
Creía percibir a su paso miradas y cuchicheos. Aunque nadie preguntaba o le insinuaba, angustias se le hospedaban en la mente; como cuchillada hasta el mango. Linda metáfora, opinaba, pero muy hiriente. Reaccionaba con enfado, hasta enfurecido: ¡no es la vejez! ¡no es la vejez!.
Se duchaba contemplando de reojo la imagen que columbraba en el espejo. Era como espiar por una ventana en penumbra y ver a un desconocido envilecido en su flacidez, desintegrándose, magullado y carcomido por la sigilosa demolición del tiempo. Luego, sus resuellos y el agotamiento... A veces retornaba al pasado. Le parecía ver una reiterativa pancarta pintada sobre los muros de su memoria: juventud, divino tesoro. Lugar común, repetía con rechazo, pero añoraba aquellos tiempos en que fantaseaba hazañas, conquistas, aventuras, proyectos. Aquella maldita palabra, en cambio, esas imágenes que le generaban lástima de sí mismo, eran parte de un vocabulario despreciable. Extraño y hosco. Siéntese señor palpitaba en su mente como una propuesta impúdica, aberrante. 
Sentado ante esa pantalla que lo seducía, transcurrían sus noches de vigilia. La mente vacía, los dedos pálidos y tiesos, como sin vida. Le resultaba imposible bocetar ideas nuevas. Y el frío ese que lo atrapaba, especie de impreciso visitante de la noche. Bebía entonces los tragos de la madrugada: la acidez después del alcohol, recordó. El ardor ascendía y lo abrasaba como un fuego insidioso, como un disparo que daba en el blanco de su garganta. Percibía en ello una gesta destructiva .Dejaba hacer, sin vigor para oponerse.
Tengo que ceñirme al presente con recordatorios que luego olvido y notas que después no encuentro, masculló al despertarse esa mañana inundado por sueños ingratos, imágenes indeseables, clavijas que iban herrumbrando  su vida y sentimientos. Confundía cosas, promesas, detalles. La memoria lo traicionaba, sus pensamientos inconclusos, una lentitud borrosa que le impedía tomar decisiones.
Arrepentido, se recordó burlándose a los viejos que no recuerdan ni reconocen apabullados por los años y la vejez.  Es la revancha por el pecado, pensó.
Siéntese señor le había dicho la mocita aquélla de ojos oblícuos, ropa modesta y zapatillas decrépitas. Y cuando le ofreció el asiento, reptó entre la cobardía del instante y la convicción de intuir... Intuir el mensaje, una especie de esperanto simple y brutal.

Una noche enfrentó la pregunta que lo acechaba: ¿voy hacia ella o viene hacia mí? Hizo una mueca, remedando una sonrisa, y la respuesta le pareció un fruto maduro que caía por efecto de la ley de gravedad. Levantó la cabeza. Observó los reflejos de una luna pálida tiznada por negras nubes esparciéndose sobre las casitas pobres... como las que conoció en su niñez y que recobraban así su respetabilidad edilicia. Se sintió desválido, abrumado por presagios y miedos.
Luego, Elvira. Ese nombre, escrito en el dorso de una foto ajada en la que una muchacha le sonreía, le recordaba algo. Gesto inútil: Elvira, Elvira, ¿qué Elvira? Elvira, Elvira; ¿por qué ese nombre? Se revolvía desesperado, entrecerraba los párpados cuestionando la humillante amnesia. Creyó saber pero temía el desdoro del equívoco, el oprobio indecoroso del error. Desmejoraba. Andá a ver a tu médico, le sugirieron. El entorno le resultaba insoportable. Era como un fastidio reincidente, una persecución de delirio. Siéntese señor le había dicho la mocita. Era la apostasía de los años mutilándolo sin piedad. Estaba convencido: debía oponerse, no desbarrancarse, impedir el desplome.
 Todo en usted funciona de acuerdo a la edad, dijo la voz acuosa desde el otro lado del escritorio, un hombre de guardapolvo blanco, ojos claros y una sonrisa desalmada. Parecía hablarle desde un pozo profundo. Él contemplaba la camilla y creyó vislumbrar un bulto semejante al cuerpo de un hombre viejo y cansado. No, amigo, usted ahora no tiene ninguna enfermedad, le repitió con un guiño canalla el hombre de guardapolvo blanco…
Él  ya no lo escuchaba. El cuerpo del hombre viejo y cansado echado sobre la camilla se volvió clavándole una mirada afligida. Sorprendido, comprobó que ese cuerpo y aquellos ojos eran los suyos ■

13 comentarios:

  1. HOLA ANDRÉS, un relato donde de a poco de a poco me fui viendo reflejada, en los miedos, las dudas, esa pregunta ¿pero cuándo empezó todo esto?, o aquello de '' a su edad...'', la realidad de el paso de los años empujando, y también la soledad, que abarca todo el relato y envuelve al personaje sin que se diga nada al respecto en el texto. Está, se siente solo, perdido. Un tema tan actual como triste y un sorprendente final. La frutilla de la torta. Un abrazo. marta comelli.

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  2. Te agradezco Marta el comentario: lo has leído con atención y comprensión... Una virtud no muy extendida; y para el autor un estímulo preciso, aun cuando él " Se sintió desválido, abrumado por presagios y miedos.". De carne somos, ¿O no?
    Andrés

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  3. No puedo ser imparcial porque el relato me lleva por caminos compartidos y colores subetivos, pero como "lo importante no esta en lo que se dice, sino cómo se dice"; lo disfruté mucho literariamente

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  4. "Siéntese señor le había dicho la mocita de ojos oblícuos, ropa modesta y zapatillas decrépitas."

    Sentí dentro de mí que esa frase era central en este conmovedor relato. En ella se resume el miedo que ancestralmente nos acosa cuando el tiempo-espacio se aparea a nuestro destino,como nos dice el narrador.
    Excelente querido Andrés.
    Gracias,
    Ofelia

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  5. Si, la confirmación que le da al relator la mirada del otro es un punto clave en el cuento. Escrito con la emoción por el destino compartido por todos los humanos.

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  6. Pibe querido , hoy estoy en crítica.
    Me resulta conmovedor
    Es un relato distinto y como tal lo leo e intento ver lo que hay entre líneas. A primera vista pareciera un relato que enfrenta al hombre con su devenir, su finitud, sus miedos ; pero el texto en si mismo es un canto a la vida.
    Nunca me dí cuenta el lugar que ocupan los tropos en los relatos de Andrés : Se entrelaza lo lírico con lo coloquial.
    Asimismo me llama la atención otro recurso que usa el autor, que también es más usado en poesía : la aliteración.
    Y me permito un comentario quizás no pertinente por lo menos la muchacha fué gentil y ese es uno de los beneficios de la edad , que no siempre se da.
    este cuento para mi , significó mucho. Amo la vida y lo que me da en este momento en donde ya pasó la gloriosa juventud.
    Gracias Pibito, un abrazo . amelia

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  7. Excelente descripción del paso del tiempo y la inutilidad de la resistencia, la mirada de los otros y la decadencia pero el protagonista no pierde lucidez y es al fin un canto a la vida, bravo Andrés, un abrazo, Carlos Arturo Trinelli

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  8. Andrés: un relato más que actual para todos nosotros. Todos nos devolvemos la historia, pensando. Todos vemos el cincel trabajando nuestro cuerpo, día a día, en un desgastar materia aún en lucha, aún tibia, pero con cada vez menos fuerza regenerativa. En un poema
    digo: ..."el tiempo vive mientras vive la vida/luego retira su equipaje/Apaga el reloj mientras continúa auscultando/ al que aún ríe en su camino". Gracias por poder acercarme a tu relato de vida.
    Te abraza,

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  9. La mirada de uno y la mirada del otro confluyen , coinciden, y el relato se desenvuelve entre preguntas al espejo, al aire. . .y la peor al médico.
    ¿Cuando es el instante más bello de la caída del sol? Cuál es el momento más precioso cuando se abre la flor? Toda la Naturaleza, y la humana también , tiene el sello de la fugacidad.
    Vívido es el sentimiento expresado en el texto, la lucidez, nostalgia y recuerdos.Tema existencialmente eterno.
    El final es genial.
    Felicitaciones Andrés, has dado un giro nuevo a tus letras.
    MARITA RAGOZZA

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  10. El tiempo pasa...La decadencia lenta nos lastima. Cada día, con pena hay que aceptar otro límite nuevo pero al mismo tiempo el anciano homenajea a la vida porque hoy que no puede hacerlo, puede revivir la sensación de correr, de amar, de haber extraído de su cuerpo y de su alma todo cuanto tenía. También recuerda algunas actitudes que no fueron las mejores y eso le da una vejez de grandeza que también se goza y no todos pueden hacerlo. Muchas gracias. Tenían razón los que dijeron que este relato es un cambio en tu forma de escribir. Es diferente pero bellísimo.
    Cristina

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  11. Agradezco los comentarios: son elementos para la reflexión; de cada uno extraigo elementos para sopesar cómo fueron considerados los pasos del "hombre viejo y cansado". Muy pero muy interesantes. Y gracias.
    andrés

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  12. Repito que no soy bueno comentando. Encima no sé dónde poner algo que no tiene que ver con un texto en particular, sino con TODO EL ENORME TRABAJO de editar esta revista. Miren que todas las semanas leo parvas de estupideces (el lado oscuro de las redes)y claro, son cosas hechas a pura transpiracion y a lo rápido. Pero ARTESANOS LITERARIOS lleva mucho tiempo, dedicación, sapiencia (eso que dan las experiencias y la vida)EL RECONOCIMIENTO A TODO ESO PUESTO EN JUEGO POR ESTER, ANDRÉS Y LOS FIELES FLAGELANTES DE LA PROCESIÓN

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  13. Andrés un texto donde está elegida cada palabra. Lo que logras trasmitir son esos momentos tan breves e íntimos. Y recordando a Simone de Beauvoir en "La Vejez"...Para cada cada individuo, la vejez comporta una degradación que él teme. Tema que has desarrollado con esa soltura que arrastra la experiencia.
    El juego de ser el protagonista y verse a si mismo desde otro espejo es el corolario de un final perfecto. Pero ante todo el reconocer que somos jueces a veces demasiado altivos y arbitrarios donde la soberbia nos enceguece, nos mantiene a ras del piso.
    Todo el tema nos enseña y además te y nos comprueba que editar la revista literaria es un trabajo que desmorona (por su calidad) todos esos miedos.
    Tan tuyo y tan distinto.
    Buenísimo
    Celmiro Koryto

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