UN RUSITO EN BUENOS AIRES (V)
Con vislumbre adolescente iba descubriendo la urbe rioplatense, sus secretos y enigmas, a conocer la arquitectura de ladrillo, las casas petisas, los jardines con malvones y flores humildes; los largos pasillos y el enjambre de viviendas arracimadas y separadas por tenues medianeras que no dejaban ver pero sí oír y luego chusmear a rolete. Pateaba como loco las calles empedradas de la vecindad, miraba a las mujeres y disfrutaba de sus formas y sus modos de caminar fantaseando sus intimidades, ardientes intimidades que imaginaba secretos magistrales. Mis toqueteos con las nenas me parecieron entonces arroz con leche...
En la esquina de Nazca y Jonte había en aquellos años un quiosco justo al lado de la farmacia Los Angeles. Diarios, revistas, fasos de todas las marcas y libros policiales y del far west. Allí compraba las novelitas de Sexton Blake o de Edgar Wallace por una moneda de diez guitas. Cuando podía adquiría El Gráfico con las fotos en color de los grandes del fútbol argentino. Era la biblioteca que me proveía material de lectura placentera. Años despaciosos, el futuro por delante: deseaba crecer, ser un muchacho con funyi, jugar al billar, pitar un pucho, tomar un cívico o un chop, florearme con las minitas que lucían sus nacientes encantos...
Habían empezado las vacaciones. Me levantaba muy temprano y comencé el aprendizaje del oficio artesano de mi viejo. Trabajaba hasta el mediodía, luego del almuerzo quedaba libre; a veces iba a la terracita y me dedicaba a leer, hacer ejercicios de tensión dinámica, o me subía al techo del tallercito del viejo y, desde mi atalaya, contemplaba el panorama de las techumbres y las actividades de vecinas colgando ropa o tomando sol.
Una tarde me encaramé al techito, y me la encuentro a Olga, la vecinita flacucha de cabello ondeado y una trenza que le llegaba a la cintura, sentada como una esfinge impávida. Los rayos del sol le daban un aspecto reluciente, sobre la cabeza una especie de nimbo, como una corona. Parecía una princesa rusa de incógnito ocupando el trono de la zarevitch Romanov.¹
Sólo habíamos cambiado un par de palabras: era obvio que las vigilancias maternas cumplían su misión represora… El padre de Olga, con su jeta de pepino en vinagre, salía o entraba por el pasillo, le prohibía hablar con varones. Y mi vieja, sobreprotegiendo a su hijito (un grandulón de 14 años), me decía con cara compungida que no hable con ésa mocosa porque tiene cara de atorranta. ¡Ay las viejas sobreprotectoras, celosas de las amigas femeninas, y de novias o nueras potenciales!
Aquella primera vez nuestros diálogos fueron balbuceos escurridizos y parcos, no nos mirábamos a los ojos, a gatas nos curioseábamos y por cualquier tontería nos reíamos con carcajadas pusilánimes y rubores que trepaban a las mejillas y semejaban el sarpullido del sarampión.
Quedé prendado de su rostro helénico…Oía música en el corazón y los latidos parecían martillazos. De vez en cuando Olga me rozaba el brazo y percibía en mi piel la tibieza de sus dedos largos y delgados que me estremecía de placer No podía creer lo que estaba ocurriendo… El Rusito estaba de amores. Le pedí besarla, me miró unos segundos y de pronto, con carita de querubín, estampó una de sus mejillas sobre mis labios. Doblaban las campanas en mi alma: fue el primer beso adolescente, tibio, húmedo, glorioso, inolvidable.
* * *
En esos días Buenos Aires palpitaba con la algarabía de su gente, que había disfrutado las fiestas: tenía dinero en los bolsillos y se notaba en las compras de vituallas, regalos y paseos familiares. La década de la desocupación , el hambre y los conventillos se estaba difuminando.
A principios de marzo de 1944 habían comenzado las clases de 2° año. Ningún cambio importante; el otoño emergía borrascoso, las hojas caían en tropel con cada ráfaga, y el batallón de alérgicos se acompañaba de estornudos, tosecitas y gotas fluían de la napia como cera chorreada de velas encendidas.
Había aprovechado los meses del verano para trabajar con mi viejo y recibir de su mano mi primer salario. Los encuentros con Olga, furtivos y fugaces, me abatían aunque al menos logré que mi vieja me dejara en paz…
Cada vez que mandaban a Olga de compras nos encontrábamos en Médanos (hoy Agustín García) y Cuenca, a tres cuadras del mercadito. Dábamos una vuelta por Cuenca hacia Gaona e íbamos caminando hasta Nazca. En Gaona y Nazca, había una típica lechería con las mesas de mármol, y al lado de la entrada un quiosco pequeño que exhibía afuera revistas y novelitas usadas. El hombre era un pelirrojo con lentes culo de vidrio y pecoso. Fue el descubrimiento de otra fuente de lectura barata.
Olga se negaba a entrar a la lechería: Me da vergüenza, Adrián, murmuraba con mohínes graciosos y tiernos. Y yo la contemplaba conmovido. ¡qué puros que éramos, qué cándidos!
Luego regresábamos tomados de la mano aspirando la fragancia de los árboles y nos despedíamos al llegar al barrio. Otras veces nos citábamos en el techito; nos abrazábamos besándonos como si fuese la última vez mientras ráfagas del viento otoñal nos azulaban la cara y el cuerpo.
Hacia fines del último mes de 1944 una noticia me descuartizó el ánimo : los padres de Olga decidieron mudarse llevándose a mi primera pasión de la pubertad. Me habían despojado de su cariño, de sus besos puros: me dejaron huérfano de amor... Atrapado por la ternura no se me ocurrió que Olga podría ser extirpada de mi vida sin poder decirnos adiós. Sus viejos eran unos malditos...
No era justo, pero éramos chicos, ¿quién nos iba a escuchar? ¿A quién podría importarle? No había clases, no sabía dónde buscarla. Me consolé pensando que en marzo de 1945 volvería a la escuela de monjas y allí nos reencontraríamos. No fue así... Nunca más supe de ella