viernes, 15 de marzo de 2013

Enrique Jaramillo Levi





Enrique  Jaramillo  Levi (Colón, Panamá, 1944). Poeta, cuentista, ensayista, profesor universitario, investigador literario, promotor cultural y editor independiente. Es autor de 12 poemarios, 20 libros de cuentos, 8 libros de ensayos, 2 libros de obras teatrales y 1 libro de entrevistas a escritores panameños; así como de numerosas antologías y compilaciones históricas sobre literatura mexicana, centroamericana y panameña; y de tres compilaciones de ensayos de especialistas panameños en torno al tema del Canal de Panamá.



Uzi en mano y disparando

Una vez escalada con gran elasticidad la muralla, del otro lado la va bajando sigilosamente, hasta dejarse caer. Un pasto hirsuto, húmedo, acoge la planta de sus pies acolchonados para facilitarle la misión. Mira a todos lados, encorvado avanza  despacio por el amplio patio hasta la entrada principal. Del morral que lleva a la espalda con manos enguantadas extrae un paquete, lo destapa, coloca su contenido al pie de la ancha puerta, en el centro. Se retira a un extremo del patio, junto a un frondoso árbol cuya sombra lo cobija.
Vuelve a mirar a todas partes, con cuidado saca el detonador, respira profundo, se persigna, lo apunta hacia la puerta, lo activa. Nada. Otra vez lo intenta. Nada. Maldice. Nuevamente lo hace. Y en esta oportunidad la explosión ocurre atroz y un boquete inmenso precede su rápida irrupción, uzi en mano y disparando, en aquella casona señorial en la que ahora todo es caos y griterío infernal y llamaradas que se extienden.
Dejó de escribir. Dejó de imaginar. Sentía lograda la primera escena. Con meticulosa atención la repasó palabra a palabra y en su totalidad, pero sólo hizo cambios mínimos reforzando algunas expresiones con algún adjetivo particularmente expresivo, evitando repeticiones y rimas, afinando al máximo la puntuación. La leyó en voz alta. Le gustó.
Cuando quiso continuar la historia no supe por dónde seguir. Pensó un rato: recordó e imaginó. Nada. Estaba pasmado. Respiró profundo antes de intentarlo una vez más. Se dio cuenta que el personaje se le había perdido dentro de la mansión, entre humo y llamas, y que no tenía la menor idea hacia dónde se dirigía, lo que buscaba o iba a hacer. “Pero debo saberlo, se dijo. ¡Carajo, yo soy el autor!” Volvió a intentarlo. Fue inútil. Y es que no quería lanzar al ruedo una serie cualquiera de palabras, inventar cualquier vaina, así es que prefirió retraerse, esperar. Tarde o temprano algo saldría. Su personaje daría señales de vida completando de una forma u otra su misión. Él era un profesional, estaba perfectamente entrenado, sabía a lo que iba, claro. Pero, “¿lo sé yo?”, de pronto quiso saber. Sorprendido, por primera vez se dio cuenta de que no. Ni la más remota idea tenía de en qué consistía en realidad la misión.
“¡No entiendo…, es mi criatura, yo lo inventé, lo puse a escalar ese muro, lo hice detonar el maldito explosivo, meterse a la casona disparando a mansalva la uzi que yo mismo le facilité… ¡¿Cómo diablos no voy a saber lo que se trae entre manos?!” Pero no, no sabía. Entendió que o bien el personaje hacía lo que le daba la gana allá dentro, liberado de algún modo de su tutela autoral, “o simplemente es mi incapacidad de darle continuidad a la historia lo que hace que se me escabulla”. Por el momento tendría que dejar de escribir. Y así lo hizo.
Al día siguiente, en la madrugada, bajó a su estudio, encendió la lámpara, se sentó frente a la computadora y, decidido, escribió:
Escondido tras un viejo mueble en el sótano, oyó la ráfaga en el corredor y por una ranura vio cómo volaba por los aires el seguro interno de la puerta. En seguida vio entrar al soldado, buscar con la mirada, intuir su presencia tras el mueble. Lo oyó gritarle: “¡Sal de tu escondite, rata inmunda!”. ¡Qué frase tan trillada!, pensó. ¿En qué películas la había oído más de una vez?, se dijo mientras salía con las manos en alto. Se vieron a los ojos. No le sorprendió el no sentir miedo. “No es como me lo imaginé”, se dijo. “Éste es negro, alto, fornido. Habla con acento sureño. No mataría a otro negro.”
Es lo último que piensa antes de ser fulminado por la primera y última ráfaga que oiría en su vida. Porque ésta, lamentablemente, es real. Tan real que en ese preciso momento, gritando a todo pulmón, sin entender nada, el escritor va cayendo de lado sobre su sombra, derribando la lámpara, un gran charco de sangre formándose sobre la alfombra.  




1 comentario:

  1. Fantástico como se conjuga realidad con fantasía. Yo , tengo uno similar pero termina siendo un sueño. Gracias Enrique!!

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