Enrique
Jaramillo Levi (Colón, Panamá,
1944). Poeta, cuentista, ensayista, profesor universitario, investigador
literario, promotor cultural y editor independiente. Es autor de 12 poemarios, 20 libros de cuentos, 8 libros de ensayos, 2
libros de obras teatrales y 1 libro de entrevistas a escritores panameños; así
como de numerosas antologías y compilaciones históricas sobre literatura
mexicana, centroamericana y panameña; y de tres compilaciones de ensayos de
especialistas panameños en torno al tema del Canal de Panamá.
Uzi en
mano y disparando
Una vez escalada con gran elasticidad la muralla, del otro lado la va bajando sigilosamente, hasta dejarse caer. Un pasto hirsuto, húmedo, acoge la planta de sus pies acolchonados para facilitarle la misión. Mira a todos lados, encorvado avanza despacio por el amplio patio hasta la entrada principal. Del morral que lleva a la espalda con manos enguantadas extrae un paquete, lo destapa, coloca su contenido al pie de la ancha puerta, en el centro. Se retira a un extremo del patio, junto a un frondoso árbol cuya sombra lo cobija.
Vuelve a
mirar a todas partes, con cuidado saca el detonador, respira profundo, se
persigna, lo apunta hacia la puerta, lo activa. Nada. Otra vez lo intenta.
Nada. Maldice. Nuevamente lo hace. Y en esta oportunidad la explosión ocurre
atroz y un boquete inmenso precede su rápida irrupción, uzi en mano y
disparando, en aquella casona señorial en la que ahora todo es caos y griterío
infernal y llamaradas que se extienden.
Dejó de
escribir. Dejó de imaginar. Sentía lograda la primera escena. Con meticulosa
atención la repasó palabra a palabra y en su totalidad, pero sólo hizo cambios
mínimos reforzando algunas expresiones con algún adjetivo particularmente
expresivo, evitando repeticiones y rimas, afinando al máximo la puntuación. La
leyó en voz alta. Le gustó.
Cuando
quiso continuar la historia no supe por dónde seguir. Pensó un rato: recordó e
imaginó. Nada. Estaba pasmado. Respiró profundo antes de intentarlo una vez
más. Se dio cuenta que el personaje se le había perdido dentro de la mansión,
entre humo y llamas, y que no tenía la menor idea hacia dónde se dirigía, lo
que buscaba o iba a hacer. “Pero debo saberlo, se dijo. ¡Carajo, yo soy el
autor!” Volvió a intentarlo. Fue inútil. Y es que no quería lanzar al ruedo una
serie cualquiera de palabras, inventar cualquier vaina, así es que prefirió
retraerse, esperar. Tarde o temprano algo saldría. Su personaje daría señales
de vida completando de una forma u otra su misión. Él era un profesional,
estaba perfectamente entrenado, sabía a lo que iba, claro. Pero, “¿lo sé yo?”,
de pronto quiso saber. Sorprendido, por primera vez se dio cuenta de que no. Ni
la más remota idea tenía de en qué consistía en realidad la misión.
“¡No
entiendo…, es mi criatura, yo lo inventé, lo puse a escalar ese muro, lo hice
detonar el maldito explosivo, meterse a la casona disparando a mansalva la uzi
que yo mismo le facilité… ¡¿Cómo diablos no voy a saber lo que se trae entre
manos?!” Pero no, no sabía. Entendió que o bien el personaje hacía lo que le
daba la gana allá dentro, liberado de algún modo de su tutela autoral, “o
simplemente es mi incapacidad de darle continuidad a la historia lo que hace
que se me escabulla”. Por el momento tendría que dejar de escribir. Y así lo
hizo.
Al día
siguiente, en la madrugada, bajó a su estudio, encendió la lámpara, se sentó
frente a la computadora y, decidido, escribió:
Escondido
tras un viejo mueble en el sótano, oyó la ráfaga en el corredor y por una
ranura vio cómo volaba por los aires el seguro interno de la puerta. En seguida
vio entrar al soldado, buscar con la mirada, intuir su presencia tras el
mueble. Lo oyó gritarle: “¡Sal de tu escondite, rata inmunda!”. ¡Qué frase tan
trillada!, pensó. ¿En qué películas la había oído más de una vez?, se dijo
mientras salía con las manos en alto. Se vieron a los ojos. No le sorprendió el
no sentir miedo. “No es como me lo imaginé”, se dijo. “Éste es negro, alto,
fornido. Habla con acento sureño. No mataría a otro negro.”
Es lo
último que piensa antes de ser fulminado por la primera y última ráfaga que
oiría en su vida. Porque ésta, lamentablemente, es real. Tan real que en ese
preciso momento, gritando a todo pulmón, sin entender nada, el escritor va
cayendo de lado sobre su sombra, derribando la lámpara, un gran charco de
sangre formándose sobre la alfombra. ■
Fantástico como se conjuga realidad con fantasía. Yo , tengo uno similar pero termina siendo un sueño. Gracias Enrique!!
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