Paisaje de Costa Rica |
Color miel
Las pulgas pululaban en su cobija. Acostado, miraba la
costra negra en que se habían convertido los residuos de sangre en su puñal.
“Debí limpiarlo mejor”, pensó. Luego, se percató: Eran las tres de la tarde. Se
incorporó de un salto. “Rosa”, dijo. “¡Maldición, ya es tarde!”.
Como todos los días, se detuvo ante su trozo de espejo.
Lo habría encontrado en algún basurero de la ciudad y le ató una cuerda para
guindarlo de un clavo que amenazaba con caer al suelo. Colgaba de una de las
tablas que hacían las veces de pared y por cuyas anchas rendijas se filtraba la
luz, delatando las partículas de polvo suspendidas en el aire. Miraba sus ojos,
se acercaba, se alejaba, y cavilaba. Luego, se dispuso a comer el desayuno que
era, al mismo tiempo, el almuerzo del día anterior.
Mientras salía, apresurado, tropezó con los gritos de su
padre –embriagado, profería insultos contra cualquiera de los ocho hermanos– y
con la cabeza de alguno que dormía cerca de un conato de puerta que había en la
casa, choza, o rancho… Da lo mismo, al menos allí podía dormir.
Hacía tres meses que la conocía. La vio por primera vez
en el colegio nocturno donde había decidido estudiar, no sabía si por la
insistencia de Joao –un joven que conoció poco antes que a ella– o porque allí
la hierba era más fácil de conseguir y a un mejor precio. “Rosa”, pensó otra
vez, mientras apresuraba el paso. Sentía por ella algo nunca experimentado.
“¿Amor?”, se preguntó. Posiblemente.
Era la única que lo había visto, desde la primera vez,
como un joven normal. Sus ojos no lo miraban con sospecha y de soslayo, como
desconfiando, ni sus gestos eran de desprecio. La única que había escuchado con
atención y sin miedo la historia de su vida. “¿Vida? ¿Es esta una vida?”, se
interrogó. Y desaceleró el paso. Y en un instante el tugurio, la ciudad, el
mundo entero se tornó gris, como siempre lo había sido para él. Y se percató de
los hoyos en sus zapatos, y de las gotas de sudor que lograron flanquear la
barrera de sus cejas y ahora invadían sus ojos, irritándolos. De la sed,
nuevamente de su vida.
“¿De quién es la culpa, Joao? ¿De mi viejo, que tiene
guaro en lugar de sangre, que, como todos, no sabe que toy vivo?
¿De mi vieja, por habérsele ocurrido morir antes que yojuera hombre?
¿De la gente, que me confunde con la basura, que sólo me ve como un maliante?
¿Soy yo el culpable de todo? Pero si nadie me enseñó, Joao. Yo crecí solito.
Nadie me habló de las flores y su color, del viento, del corazón ¿lo has
escuchado, Joao? ¿Has escuchado tu corazón como late tan rapidito?, o del amor,
de las cosas buenas, de Dios” Joao no quiso intervenir en este minuto de
silencio que ahora los incomodaba. Quería que su amigo continuara. “¿Será la
culpa de Dios, Joao? Dicen que todo pasa porque Él deja que pase, que sabe lo
que hace. Eso me parece raro, porque Dios es bueno. Yo soy malo y me iré al
infierno. No me importa. No me importa morir como tampoco vivir. ¿Pa qué
nacemos, Joao? ¿Pa ser felices?... Entonces, yo no he nacido”
La algarabía, acompañada de gritos, risotadas y
correrías de unos niños, hizo que el recuerdo de aquellas preguntas a Joao se
truncara. Verlos colgarse del último vagón del tren que atravesaba el tugurio
provocó que se le escapara una sonrisa, de esas que tan difícil era descubrir
en él. Se detuvo a curiosearlos. Los niños se tiraban de los harapos unos de
otros para tomar impulso y lograr alcanzar el tren. Algunos quedaban rezagados,
los que no, se colgaban del último vagón y a los pocos metros se soltaban y
dejaban caer en un matorral. Ya exhaustos, reían mientras miraban perderse la
mole de acero entre las miles de figurillas que simulaban casuchas o ranchos,
ocultándose “en el fin del mundo”, recordó. De niño, había creído que el mundo
abarcaba solo aquello que alcanzaban a ver sus ojos.
Reanudó la marcha. Asomaron a su memoria los hermosos
ojos de Rosa cuando él le contó sobre las necesidades de su familia, la forma
como llegó a enviciarse de las drogas, cuántos había herido y cuántos
asesinado. Sí, asesinado; pero la expresión de Rosa permaneció inmutable. Le
contó sobre los meses en el correccional para adolescentes, sobre las noches de
hambre, frío y decepción en las calles de la ciudad.
En una ocasión, tomándolo como un juego, ocultó a Rosa
el moño con el que ataba su cabello. Ante la pregunta de Rosa sobre quién lo
había tomado, él contestó: “Si respondés bien, te diré la verdá.
¿De qué color son mis ojos?” “Color miel”, dijo ella sin vacilar. El rostro de
él se iluminó, tanto que la fisura de su frente, marca de un perenne ceño fruncido,
desapareció por un instante. “Sabés Rosa,” –dijo, ahora pensativo y
melancólico– “en la ciudá, cuando me acercaba a la gente pa pedir
una moneda, le preguntaba de qué color eran mis ojos. “Negros” decían unos;
“cafés”, otros, y, los que más loco me creían, no respondían y levantaban los
hombros”. Calló por unos segundos, sonrió levemente y continúo. “Al principio,
creí que la gente no sabía de colores de ojos. La verdá es que
nunca me miraron, por miedo, por asco… yo que sé. Estaba seguro que mis ojos
eran color miel. Tomá, Rosa, fui yo”.
Y al recordar aquel primer beso, los labios de ella
rozando suavemente los suyos, las manos limpias que eran, al tiempo, espejo de
su alma, apresuró el paso. “No, no es cierto. No es la única persona. Joao,
Joao también me ha mirado de forma diferente”. No como los demás, que lo veían
como augurando el desperdicio que sería poner esperanza en él, o peor aún, como
los que ni siquiera lo han mirado, porque lo han matado, prefieren creer que no
existe. “Joao podría ser mi primer mejor amigo. ¡Ojalá!!!!”, pensó.
Al apresurar el paso, desajustó el puñal que, antes de
salir, lo había limpiado y lo había ocultado entre uno de sus calcetines. Se
detuvo, se acuclilló, tomó el puñal y lo miró por unos segundos, como
despidiéndose de algo que lo había acompañado desde que tenía… “¿ocho, nueve,
diez años?”, escudriñó entre sus recuerdos sin encontrar respuesta. La noche
anterior, el arma fue cómplice de su último asesinato. Matar antes, cuando
alguien oponía resistencia ante un robo, parecía normal. Pero esta vez no.
“Será la última”, se advirtió. “Tal vez Joao me pueda conseguir ese trabajo”,
se esperanzó.
Estaba llegando a un puente maltrecho suspendido sobre
un río enfermo. El mismo que recogía los desechos de la ciudad y atravesaba el
suburbio donde vivía. Tomó aire, hediondo y malsano, y, con ímpetu, lanzó el
arma entre los despojos que arrastraba el río. Sintió alegría en el corazón.
Suspiró. Y tranquilizó su conciencia: “Tenía que comer, y tenía que pagar, si
no me los mataban”.
“La culpa no es de Dios, amigo”. Los ojos se le
humedecieron al evocar a Joao cuando dijo esta última palabra. Se contuvo y
continuó con sus recuerdos: “Uno de los muchos problemas es que nadie habla de
vos. Ni de tu padre, ni de tu madre, ni de las vidas de ustedes que son las de
miles. La gente de plata solo cuenta las historias en las que son
protagonistas. Y hacen más plata con ellas. Los pobres no existen, tampoco
existís vos. Para ellos es mejor así. Solo te usan para justificar sus leyes
cuando cometés algún crimen. Para acusarte. No, amigo. No es culpa de tu padre,
ni de tu madre, ni de Dios”. Mientras caminaban, sintió que la mano de Joao se
posaba sobre sus hombros. “Vos, yo, la gente de tu caserío, si es que hay casas
allí, los de las calles, los indígenas, los pobres, en fin; somos el pecado de
los millonarios. Este mundo, que ahora ves más bello gracias al amor de Rosa,
gracias, según vos, a nosotros que te queremos, es de todos; no de unos pocos”.
Joao subió el tono de voz, su entusiasmo le sudaba por los poros y lo descubría
sus ojos, que ahora saltaban de un punto a otro, como mirando escenas de lo que
vendría en aquella hora: “Pero llegará un día, sí querido amigo, llegará ese
día en que la leche puedan tomarla tanto los niños del norte como los del sur,
la buena salud sea tanto para los de la ciudad como para los de la montaña, en
que se llame “buenos” tanto a cristianos como a musulmanes, en que sean fuertes
tanto hombres como mujeres; sin excluidos, sin olvidados, sin ignorados … Un
día en que vos también podrás contar tu historia de amor… ¿Querés ayudarnos?”.
Sí quería. Sabe que había nacido. Ahora tiene algo que, le han dicho, se llama
esperanza.
Entusiasmado con estos recuerdos, ya no caminando sino
corriendo, terminó de cruzar los múltiples y estrechos caminillos que se abrían
paso entre incontables chozas, un tugurio que colindaba con la gigantesca
muralla del residencial más lujoso en el departamento, y el segundo en el país.
En el fin del mundo, el sol ya tenía sueño y la luna había madrugado, brillando
antes del anochecer.
Ya en la ciudad, cerca de su casa, estaba Rosa. Joao la
abrazaba compungido. Cuando los vio, los ojos de ella no eran los de siempre,
pero le parecían familiares: “Como los mi vieja, horas después de enterarse que
Andrés, el mayor de mis hermanos, había sido asesinado en una bronca entre
pandillas”
“Mataron a Toño, mi hermano”. La profunda y evidente
tristeza hizo que a Rosa se le dificultara terminar la frase. “Anoche, en el
parque”, completó Joao. A pesar de la noticia, esta vez el mundo no se tornó
gris. Las comisuras de sus labios temblaban. Otra vez una gota de sudor.
Meditabundo, mirándolos como si no lo hiciera, y después de un siglo de
silencio, musitó: “¿De qué color son mis ojos, Rosa?”. Al instante, involuntario
como un tic, sintió un levísimo movimiento en el pie que, por años, había
disimulado cuidadosamente su puñal.
Adrián Campos / Cartago,
Costa Rica
Muy bueno, Adrián. Me ha conmovido sin excesos melodramáticos. Gracias.
ResponderEliminarCoincido que no apela a golpes bajos, una pintura expresionista muy buena!
ResponderEliminarTal vez algo largo, pero una pintura realista de un momento dramático en la vida de un joven enamorado que ha descubierto la singularidad del amor.
ResponderEliminarandrés
En el relato el autor hace visible a los desposeídos, a los marginados del sistema y recorre el camino de la esperanza con el amor como rehén hasta que en el final pareciera que la redención es imposible, muy bueno. Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarAlguien tiene la biografía del autor de este cuento?
ResponderEliminarNo la encuentro por ningún lado!
Yo tambien necesito la biografia la haz encontrado?
EliminarNo sé si se habrá publicado mi comentario anterior. Soy el autor del cuento. Con humildad, fue mi primer relato corto. Si desean más información sobre el cuento o mi persona, con gusto. No soy escritor profesional. Lo hice para la página Servicios Koinonía. Me pueden escribir a adricamgue@gmail.com
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