LAS AMISTADES DE
BARTOLO
En las tardes inacabables de verano, aunque
lloviera, Bartolo y el almirante Zarandarena se juntaban en el almacén de Musa.
Como si dijéramos el agua y el aceite. Mario Nicolás Zarandarena había sido
retirado de la armada por ciertos comentarios inconvenientes cuando se negó a
sacar un viejo acorazado al mar y apuntar los cañones a la capital, en una de
aquellas revoluciones, que ya pocos recuerdan. Don Nicolás había dicho “Para
qué gastar pólvora en chimangos, si el mar es de los ingleses y van a seguir
pirateando mientras no los pongamos en caja, nuestros compatriotas no son el
enemigo”. Lo único que pusieron en caja fueron su gorra y sus galones y así
volvió un día a la estancia “Las Gallaretas” que en realidad pertenecía a su mujer,
una McTress Alburafeño. La señora venía de escoceses ovejeros llegados en la
época de Rosas, o sea que mucha simpatía tampoco tenía por los ingleses, y de
españoles nuevos, con cierto tufillo a moros de Andalucía. Cómo se hicieron
amigos el almirante y el muchacho criado a palo y mate cocido, era un secreto
para el pueblo, pero cuando el hacendado llegaba en su vetusto De Dion Bouton
pedorrero y asmático, estacionaba frente a lo de Musa y al ratito nomás
aparecía Bartolo, recién bañado y peinado al azúcar (el fijador de los pobres,
cuando había) y ambos se sentaban en la galería. Don Nicolás pedía su whisky y
una naranjada para Bartolo, que jamás tomó alcohol. Y mientras éste trituraba
galletitas como botones, por lo redondas y por lo duras, el hombre lo
deslumbraba con historias del mar y de los barcos, de ballenas, témpanos y
algunos cañonazos para impresionar. Cosa aparte aquellas galletitas de los
boliches, chiquitas y saladas, las servían para estimular la sed pero como
duraban meses y meses en la lata, casi nunca se las podía comer.
Volviendo a la charla, Bartolo de cuando en
cuando interrumpía con cara como quien anuncia un incendio, comentaba alguna
desmesura del almirante o simplemente pedía aclaraciones, todo lo cual divertía
a don Nicolás. El colmo de la felicidad para Bartolo era cuando el hombre lo
llevaba en el auto, joya en su época porque arrancaba a botón eléctrico, y lo
dejaba en la salida del pueblo ante de encarar el camino a la estancia.
Así pasaban el tiempo mientras Zarandarena
se hacía viejo y Bartolo más grande. Un niño, pero más grande.
Don Nicolás y doña Dolores tuvieron todos
los hijos que Dios quiso mandarles, pero sobrevivieron solo dos. El varón como
correspondía tuvo que elegir entre el Colegio Militar y el Seminario. Aceptó éste
último, pero apenas llegó a la mayoría de edad, anunció que no pensaba volver
al campo, se recibió de abogado y se radicó en una aldea muy nueva a orillas
del mar. En secreto doña Dolores se carteaba con el muchacho, y no entendió muy
bien cuando éste le contó que había elegido ese lugar cautivado y deslumbrado
por una mujer que reunía artistas en su casa – aunque no estuvieran los padres-
fumaba y ¡manejaba un auto!.
Pero la que nos llevará a esta historia será
Etelvina, hija única de María del Sagrado Corazón Zarandarena McTress. María
por supuesto era la hija de don Nicolás, muy desgraciada la pobrecita, porque
se casó, quedó embarazada y a poco de parir ella y su marido se mataron en un
accidente camino a la estancia. La pequeña Etelvina se salvó de milagro, y a
partir de ese día para sus abuelos fue el aire que respiraban.
Etelvina se crió libremente en la estancia,
todos vivían pendientes de ella, y aún así no era caprichosa ni pendenciera.
Parecía un chico, eso sí, cetrina, siempre sucia de tierra y pasto, montaba y
trepaba los árboles como un varón.
Ni qué decir que en cuanto tuvo edad para
acompañar al abuelo al pueblo, se hizo parte de las tardecitas en lo de Musa…un
whisky y dos naranjadas y charlas interminables. Bartolo se sintió transportado
al cielo con la compañía de Etelvina, no dejaba de sonreírle ni de traerle
regalos, frutas de las quintas, tomates frescos de la huerta de Desiderio o
algún cachorrito gimoteante.
Cosa rara, al mismo tiempo parecía ser el
único que, junto con don Nicolás, podía imponer respeto a la mocosa. Cuando
Bartolo hablaba, la chica lo miraba con tanta seriedad que don Nicolás tenía
que reprimir una carcajada. Algunas veces, doña Dolores le mandaba los chismes
a Bartolo de alguna travesura mayor, con la recomendación de pegarle una
reprimenda.
Claro que la reprimenda se reducía a menear
la cabeza: “Eso no se hace niña” o “Eso no está bien Etelvina, no hay que hacer
rabiar a la abuela”. La muchachita quedaba cariacontecida el resto de la tarde.
El gran momento llegó cuando Etelvina tuvo
que partir al internado en la capital, allí en el campo se le iba a poner
demasiado chúcara decía don Nicolás, para llanto de la abuela, rabieta de la
niña y pucheros de Bartolo. Finalmente Etelvina aceptó irse siempre y cuando
con el abuelo viajara también Bartolo. Esto le dio alivio a doña Dolores, que
no sabía cómo hacer para que el ya casi viejo Zarandarena no hiciera el viaje
solo.
Así conoció Bartolo la capital, las
avenidas, los tranvías, los grandes edificios de muchos pisos…una maravilla
tras otra.
Al regresar al pueblo no podía parar de
hablar de lo que había visto. Con cualquier excusa llamaba la atención de
alguien y se ponía a contar gesticulando y haciendo muecas y ruidos.
Cada vez que iban a buscar a Etelvina o la
llevaban de vuelta al internado, aquella dupla pintoresca hacía el viaje en
camaradería. Hasta que entre doña Dolores, Etelvina y el médico no dejaron
viajar más a don Nicolás. De todas maneras Etelvina ya tenía edad para viajar
en tren, y el encargado de acompañarla fue Bartolo.
Una vez tuvieron aviso que la niña ya estaba
con las monjas, pero Bartolo no aparecía por el pueblo. Esperaron un tren tras
otro, mandaron telegramas, movieron a la policía y los contactos del almirante
y nada.
Ya estaban todos muy preocupados y hasta
Desiderio y Leocadia, los padres adoptivos de Bartolo, habían cruzado unas
palabras con el perplejo don Nicolás, cuando hizo su entrada al pueblo, después
de varios años, el circo de los italianos.
Y con el circo, muy orondo sobre el camello,
apareció Bartolo…”El Hombre Más Fuerte del Mundo”. Matarlo era poco mire. ■
Humor e ironía para pintar con palabras una anécdota entrañable ocurrida entre personajes igual de queribles. El giro del final, casi contra la trama, realza el relato. Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarQue linda historias de pueblo. Dan ganas de poner la pava y, entre mate y mate, volverlo a leer... ¡Felicitaciones!
ResponderEliminarRoberto
Me consta que Gerardo Pennini, hombre de teatro radicado en Neuquén, ha sido un viajero impenitente. De todas maneras ,e resultan una gran incógnita su su sapiencia de pueblo chico tan verosímil y humana. Muy buen relato campestre.
ResponderEliminarandrés
Amigo Andrés, si bien soy porteñazo de Palermo he vivido en lugares como los que sirven de escenario a muchos de mis cuentos, me siento mas cómodo en Curuzú, Aluminé o aquél San Luis de antaño con calles de tierra y apellidos de granaderos - Un abrazo, gracias a todos por sus comentarios
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