Roberto Bolaño
Fragmento de BuBa – Cuento de
Roberto Bolaño
Roberto
Bolaño 1953 – La eternidad…
La ciudad de la sensatez. La ciudad del sentido común. Así
llamaban a Barcelona sus habitantes. A mí me gustaba. Era una ciudad bonita y
yo creo que me acostumbré a ella desde el segundo día ( decir el primer día
sería una exageración), pero los resultados no acompañaban al club y la gente
como que te empezaba a mirar raro, eso siempre pasa, hablo por experiencia, al
principio los aficionados te piden autógrafos, te esperan en las puertas del
hotel para saludarte, no te dejan en paz de tan cariñosos que son, pero luego
enhebras una racha de mala suerte con otra y ahí mismo te empiezan a torcer el
gesto, que si eres un flojo, que si te pasas las noches en las discotecas, que
si te vas de putas, ustedes ya me entienden, la gente empieza a interesarse por
lo que cobras, se especula, se sacan cuentas, y nunca falta el gracioso que
públicamente te llama ladrón o algo mil veces peor. En fin, estas cosas pasan
en todas partes, a mí personalmente ya me había sucedido algo parecido, pero
entonces mi condición era la de nacional, jugador de la casa, y ahora mi
condición era la de extranjero, y la prensa y los aficionados siempre esperan
un plus extra de los extranjeros, para eso los han traído, ¿no?
Yo, por ejemplo, como todo el mundo sabe, soy extremo izquierdo.
Cuando jugaba en Latinoamérica (en Chile y después en Argentina) marcaba una
media de diez goles cada temporada. Aquí por el contrario, mi debut fue
asqueroso, al tecer partido me lesionaron, tuvieron que operarme de ligamentos
y mi recuperación, que en teoría tenía que ser rápida, fue lenta y trabajosa,
para qué les voy a contar. De golpe volví a sentirme más solo que la una. Ésa
es la verdad. Gastaba una fortuna en llamadas a Santiago y lo único que
conseguía era preocupar a mi mamá y a mi papá, que no entendían nada. Así que
un día decidí irme de putas. No lo voy a negar. Ésa es la verdad. En realidad
lo único que hice fue seguir el consejo que un día me dio Cerrone, el arquero
argentino. Cerrone me dijo: chico, si no tienes nada mejor que hacer y los
problemas te están matando, consulta a las putas. Qué buena persona era
Cerrone. Por aquella época yo debía de tener diecinueve años a lo más y acababa
de llegar al Gimnasia y Esgrima. Cerrone ya andaba por los treintaicinco o por
los cuarenta, su edad era un misterio, y entre los veteranos era el único que
todavía estaba soltero. Algunos decían que Cerrone era raro. Eso me retrajo al
principio en mi trato con él. Yo era un muchacho más bien tirado a tímido y
pensaba que si conocía a un homosexual éste iba a querer acostarse conmigo al
tiro. En fin, puede que lo fuera, puede que no lo fuera, lo único cierto es que
una tarde en que yo estaba más deprimido que nunca, me cogió aparte, era la
primera vez que hablábamos, podría decirse, y me dijo que esa noche me iba a
llevar a conocer algunas muchachas de Buenos Aires. Nunca me olvidaré de esa
salida. El departamento estaba en el centro y mientras Cerrone se quedaba en el
living tomando unas copas y viendo un programa nocturno en la tele, yo me
acosté por primera vez con una argentina y la depresión comenzó a amainar. A la
mañana siguiente, mientras volvía a mi casa, supe que todo mejoraría y que mi
carrera en el fútbol argentino aún me iba a deparar muchas tardes de gloria.
Las depresiones eran inevitables, me dije, pero Cerrone me había dado el
remedio para atenuarlas.
Y eso fue lo que hice en mi primer club europeo: salí de putas y
así fui capeando la lesión, el periodo de recuperación, la soledad. ¿Que si me
acostumbré? Puede que sí, puede que no, no soy quién para emitir un juicio tan
rotundo. Allí las putas son unos verdaderos bombones, las putas de categoría,
quiero decir, además de ser en líneas generale unas chicas bastantes
inteligentes y preparadas, así que aficionarse a ellas, lo que se dice
aficionarse, pues tampoco es tan difícil.
En resumen, que me dio por salir de noche, incluso los domingos,
cuando había partido y lo que se esperaba de nosostros, los lesionados, era que
estuviéramos allí, en las gradas, convertidos en hinchas de lujo. Pero así uno
no se cura de las lesiones y yo prefería pasarme las tardes de los domingos en
alguna sala de masaje, con mi whisky y una o dos amigas a cada lado, hablando
de cosas más serias. Al principio, por supuesto, nadie se dio cuenta. No era yo
el único que estaba lesionado, debíamos de ser unos seis o siete los que
estábamos en el dique seco, la mala racha parecía cebarse con nuestro club.
Pero luego, claro, nunca falta el periodista culiado que te ve salir de una
discoteca a las cuatro de la mañana y ahí se acabó el asunto. En Barcelona, que
parece tan grande y tan civilizada, las noticias vuelan. Quiero decir: las
noticias futbolísticas.
Una mañana me llamó el entrenador y me dijo que se había
enterado de que estaba llevando un ritmo de vida impropio de un deportista y
que eso se tenía que acabar. Yo, por supuesto, le dije que sí, que sólo había
sido una canita al aire, y seguí con mis asuntos, porque, a ver, ¿qué otra cosa
podía hacer mientras duraba la lesión y el equipo bajaba en la tabla que daba
pena abrir el periódico los lunes para repasar las clasificaciones? Además,
como es lógico, yo pensaba que lo que me había servido en Argentina me tenía
por fuerza que servir en España, y lo peor era que tenía razón: me servía. Pero
entonces entraron los burócratas del club y me dijeron: oiga, Acevedo, esto
tiene que acabar, usted está resultando un mal ejemplo para la juventud y una
pésima inversión de nuestra sociedad, en donde sólo trabajan hombres serios, así
que a partir de ahora se acabaron las salidas nocturnas, usted verá. Y luego,
sin decir agua va, me encontré de golpe con una multa que podá pagar, claro,
pero que puestos a perder dinero hubiera preferido enviarlo a Chile, no sé, a
mi tío Julio, por ejemplo, para que se lo gastara arreglando su casa.
Pero estas cosas pasan y hay que aguantarse. Así que me aguanté
y me hice el firme propósito de salir menos, digamos una vez cada quince días,
pero entonces llegó Buba y los del club decidieron que lo mejor para mí era que
dejara el hotel y que compartiera el departamento que habían puesto a
disposición de Buba, un departamento bastante coqueto, con dos habitaciones y
una terraza pequeñita pero con una buena vista, justo al lado de nuestros
campos de entrenamiento. Y eso fue lo que tuve que hacer. Así que cogí mis
maletas y me fui con un administrativo del club al departamento y como no
estaba Buba, pues escogí yo mismo el dormitorio que quería para mí y saqué mis
cosas y las metí en el closet y entonces el administrativo me dio mis llaves y
se marchó y yo me puse a dormir la siesta.
Eran las cinco de la tarde, aproximadamente, y antes me había
echado entre pecho y espalda una fideuà, un plato típico de Barcelona que ya
había probado y que me encanta, aunque no es un plato fácil de digerir, y
cuando me dejé caer en mi nueva cama me entró un sopor tan grande que sólo tuve
fuerzas para sacarme los zapatos y ya estaba dormido. Tuve entonces un sueño
rarísimo. Soñé que estaba en Santiago otra vez, en mi barrio de La Cisterna , y que estaba
recorriendo con mi padre la plaza esa en donde estuvo la estatua del Che, la
primera estatua del Che que hubo en América, exceptuendo Cuba, y eso era lo que
me iba contando mi padre en medio del sueño, la historia de la estatua y de
todos los atentados que sufrió la estatua hasta que llegaron los milicos y la
volaron definitivamente, y mientras caminábamos yo miraba hacia todas partes y
era como si camináramos por en medio de la selva, y mi padre decía por aquí
debe estar la estatua, pero no se veía nada, las hierbas eran altas y los
árboles apenas dejaban pasar unos rayitos de sol, suficientes para ver, para
darnos cuenta de que era de día, y nosotros íbamos por un sendero de tierra y
de piedras, pero a los lados hasta lianas había, y no se veía nada, sólo
sombras, hasta que de pronto llegábamos como a una especie de claro, un claro
rodeado de selva, y mi padre entonces se detenía y me ponía una mano en el
hombro y con la otra señalaba algo que se levantaba en medio del claro, un pedestal
de cemento de color gris clarito, y sobre el pedestal no había nada, ni rastros
de la estatua del Che, pero eso mi padre y yo lo sabíamos y lo esperábamos, al
Che lo habían quitado de allí hacía mucho tiempo, eso no nos sorprendía, lo
importante era que estábamos juntos mi viejo y yo y que habíamos encontrado el
lugar exacto en donde antes se levantaba la estatua, pero mientras
contemplábamos el claro sin movernos, como embebidos en nuestro hallazgo, yo me
fijé en que bajo el pedestal, al otro lado, había algo, una cosa oscura que se
movía, y me solté de la mano de mi padre (me tenía cogido de la mano) y empecé
a rodear lentamente el pedestal. ■
cuento del libro Putas Asesinas - Anagrama. 2001
Un fragmento de uno de los cuentos que me gustaron de Bolaños -acabamos de comprarlos-. Aunque no me interesa el fútbol,me resultó ameno, bien escrito y profundo en su descripción de la naturaleza humana.
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