Julio Cortázar
Desvestir A Lala
Bajo un mismo techo
durmieron las cortesanas,
la luna y el trébol
Basho
Nunca sabré cómo vino a parar aquí un breve capítulo
desechado del Libro de Manuel, ni por qué lo deseché
en
su día. Olvidado entre cuadernos y hojas sueltas
entre
pameos y dibujos, lo releí por pura amistad con su
autor,
un tal Andrés, y no había terminado de leerlo
cuando supo que su lugar estaba aquí y que no sólo
por
error lo había guardado entre estos papeles.
Anoche fui a
dormir con Lala, a repetir la fiesta que poco a poco hemos ido perfeccionando y
perfilando y puliendo, liviano juego en nuestra
doble vida tan sin juegos.
Lala es una chica que trabaja
en lo alto de la rue Blanche, muy cerca del circo a giorno de los cabarets de
strip-tease y los tráficos más o menos previsibles. Nos conocimos en un café de
esquina, un golpe de lluvia me sacó del itinerario que me llevaba a casa de un
amigo, ella tomaba un jugo de frutas en el mostrador y tenía una pollera
calculada para imaginar lo que seguía; me acuerdo que pedí un ron, que miré con
una sorpresa deliberadamente falsa su jugo de frutas, y que ella me sonrió sin
apuro, sin chantaje, dejándome venir. Fuimos a acostamos a un hotel de la roe
Chaptal, increíblemente limpio y suave y silencioso, la camarera nos dio una
pieza en el segundo
piso y cuando entramos le pregunté a Lala si ya conocía esa pieza,
pregunta idiota, y ella me contestó que claro, que a veces le tocaba pero que
era una pieza rara, con no sé qué. Sentí en seguida que el no sé qué estaba en
que de la puerta se pasaba a un angosto pasillo con espejos a los lados, algo
así como un mango de hacha ceremonial
desembocando en una cámara perfectamente circular donde la gran cama era
como una entalladura del hacha. Todo se daba en curvas, la vasta ventana velada
por cortinas azules que contorneaban la hoja del hacha como alguna vez la
sangre azul de Carlos I (Remember!) (2), y salvo la cama en- talladura el resto
había sido escamoteado por las cortinas que se adelantaban al lavabo y al bidé,
al armario inútil. Las luces
eran tersas y bajas, se respiraba un aire diferente, se estaba bien. El
no sé qué de Lala
podía ser en mi caso un poco de miedo, esa atmósfera entre rococó y Sheridan
Le-Fanu, o ese absurdo de que los espejos tradicionalmente dispuestos en tomo a
la cama se alinearan en el mango del hacha cretense. Bien mirado eso tenía algo
de refinamiento secreto, la propuesta de buscarse desnudos en el pasillo, jugar
con los reflejos desde todos los ángulos, para al fin llegar a la cama con
todas las incitaciones ya elegidas y
deseadas, sin esa multiplicación artificial que acaso sustituye lo que a
tantos les cuesta
encontrar por su cuenta.
Gracias a todo eso sentimos que
hubiéramos podido quedamos mucho más de la hora usual en la cámara redonda, y
entonces Lala habló con madame Roland y yo le doblé la propina esa misma noche;
desde entonces siempre tuvimos esa pieza, porque éramos capaces de volvemos al
café o vagar por las calles mientras estaba ocupada y esperar a que madame
Roland cambiara las sábanas y se ocupara del lavabo, tan de acuerdo en que esa
pieza era nuestra pieza y que ahí podíamos jugar y hablar y hacer el amor como
en ninguna otra parte de Montmartre.
Por principio no conviene
decirle a "una profesional que se la respeta y se la estima, e incluso
entonces no es el vocabulario sino la conducta la que debe darlo a entender;
nunca le dije a Lala cuánto me gustaba su manera de tratarme y cómo podíamos
trascender –palabra que escribo con precisa conciencia- el hecho de encontramos
cada tanto, yo un mero tiempo de sus muchos tiempos vespertinos o nocturnos,
para beber juntos en el bar donde la llovizna nos había presentado y
parlamentar luego con madame Roland para que nos diera la cámara circular. De
Lala me gustaba, aparte de su cara y su cuerpo que tanto me recordaban a Anouk
Aimée, la capacidad extraprofesional de sospechar mi especial locura, de
plegarse sin las indagaciones, las minas y contraminas de mis amigas del lado
diurno de la sociedad, dicho sea sin ofenderlas, y todo eso al margen de la
tarifa que siempre indicó y cobró sin sacar ventaja de mi felino reposo junto a
ella; casi indeciblemente todo se había decidido desde el comienzo, y el hecho
de darle dinero cada vez que nos encontrábamos no era demasiado diferente que
lIevarle flores a Francine o un juguete a Ludmilla; nunca sentí la diferencia
entre ponerle en la mano los billetes o que ella me diera una flor que le había
regalado la gorda del puesto de la me Pigalle, entre besarla por un derecho
adquirido o que ella me recibiera en la calle o en el café con una risa que
valía más que todo dinero, que me devolvía al territorio de la cámara circular,
a la cena de medianoche cuando era posible, a la liviandad del hasta pronto y
del que te vaya bien sin compromisos, sin pactos ni contratos. Ya sé que estoy
dibujando una falsa felicidad preadamita, prematrimonial, precristiana, pre lo
que te dé la gana; ya sé que era precario, convencional y falsamente anárquico.
Pero en París, en eso que es la ciudad, vos en Arequipa o en Sidney o en Lisboa
o en Bahía Blanca, en la ciudad hay que inventarse islas o es el bulldozer a
plazo fijo, eso o la alineación conyugal que pocos perfeccionan y en todo caso
yo no, por culpa mía sin duda pero en el capítulo de las culpas mejor no entrar
porque entonces ni la
Espasa. Claro que hablarle de islas a un tipo como Patricio,
por ejemplo, hubiera sido lo mismo que ofrecerle una lechuga a un puma, la
noción de que las prostitutas son una lacra social les hace ver todo rojo
empezando por la lechuga, daltonismo de los prejuicios, y no es que estén
equivocados porque algún día, speriamo bene, no habrá más putas; pero lo que
Patricio no se toma el trabajo de pensar es que no bastará con la revolución
para que entre otras cosas deje de haber putas, sino que las dialécticas
sociales deberán volverse revolucionarias en una medida que ningún
revolucionario que conozco hasta hoy ha tenido la osadía de postular, el triste
coto de caza del erotismo heredado y malversado y compartimentado tendrá que
darse vuelta como un guante y en ese guante dado vuelta, con su nueva piel por
fuera, entrará un día la mano del hombre realmente nuevo y será otra mano que
la de nuestro tiempo porque el guante de la derecha se vuelve el guante de la
izquierda apenas se lo da vuelta, tengo entendido.
De cosas así me gustaba
hablarle sin exagerar a Lala, que había leído todas las novelas de Cristiane
Rochefort y era viva como una ranita para los saltos mentales, sin contar que
la iglesia no había podido con ella, cosa rara en el gremio, y que tampoco
tenía un niño en el campo, de manera que Lala era una de las mujeres más libres
que había encontrado en mi vida puesto que su macró no se mostraba demasiado
exigente y hasta estaba enamorado de ella (versión de Lala). Valores falsos,
desde luego, pero no más falsos que los diurnos que manejaban gentes como
Patricio o Francine o Susana; y yo era entonces una especie de lanzadera que
iba y venía de unos a otros sin ánimo de gravitar o de influimos recíprocamente
porque hubiera sido perder el tiempo, simplemente encontraba una isla en Lala y
la isla era circular y se entraba en ella pasando por un mango de hacha minoica
con espejos, ceremonia de esas noches en que llegábamos después de beber en el
café de la llovizna y comentar las noticias, todo un poco excepcional en la
isla a ochenta francos, y esto lo digo porque también es hermoso aunque
Patricio, aunque Francine, lo digo porque la verdadera Anouk Aimée también recibía
en ese entonces sus ochenta francos multiplicados por diez mil para tirarles
una isla por la cara, en pantalla alargada y tecnicolor, a los que iban a los
cines para estar un rato con ella; y una vez que lo pensé en detalle, me gustó
acordarme de que
Anouk Aimée se había llamado Lola en una película en la que hacía de
puta, y ahora había Lala para mí y a Lala le encantaba la comparación y saltaba
como una ranita de frase en frase, habíamos decidido ver juntos la película
apenas la pasaran por ahí o en la cinemateca, yeso de ir a la cinemateca por
primera vez era otra de las cosas que le daban una risa incontenible a Lala.
(Ahora por qué cuento yo todo
esto es algo que no entiendo demasiado, pero que seguramente tiene que ver con
cuestiones de vocabulario axiológico, como tal vez hubiera dicho Lonstein.
Desvestir a Lala, por ejemplo, que era como desvestir el lenguaje diurno, la
terminología al uso de nueve a seis, los usos verbales como los usos de la
corbata. y otras cosas, sin duda, pero lo dejamos así, capítulo inconcluso
hasta vaya a saber cuándo, si hay un cuándo). ■
1- De la serie “Salvo el crepúsculo” en la Antología poética del
mismo nombre, de Julio Cortazar
2- Veinte
años después, de Alejandro Dumas.
...
ResponderEliminar"Desvestir a Lala, por ejemplo, que era como desvestir el lenguaje diurno,..."
ResponderEliminarTernura y sabiduría en el texto de Cortazar. Y el "hombre nuevo" desviste a Lala de su "ropaje diurno",sus velos de prejuicios, y encuentra su verdadero territorio.
Gracias Artesanías
Ofelia
Solvencia narrativa para el tratamiento de un tema muchas veces abordado y que despliega como dice la señora Ofelia ternura y sabiduría, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarSin lugar a dudas,Cortázar, nos va ofreciendo cabos siempre sueltos y que, a su vez, van entretejiendo una trama difusa, sinuosa y escurridiza en la que nos perdemos y nos encontramos en una elucidación nunca demasiado clara. Pero es un desafío imposible de eludir. Susana Macció
ResponderEliminarHermoso relato del genio de Cortázar sobre la moralidad y las buenas costumbres. ¿Quien se atrevería a juzgar la conducta de aquél "Tiempo de Putas" que nos cuenta". ¿El Rey Minos?
ResponderEliminarGraciela Ur.