viernes, 26 de febrero de 2010

Héctor Tizón - Unos vecinos - CUENTO



LA CASA



Han escuchado un ruido inusual que seguramente proviene de la calle, la calle que está abajo y está fría, inhóspita y desierta. Alguien que da voces, tal vez. Un grito insólito en la noche. Pero hace mal tiempo y, quizá, por eso la gente grita, así como en el buen tiempo alguien puede silbar o cantar o estrellar una botella o un cascote en las vidrieras y gritar y divertirse y dar alaridos. Allí viven los dos -es un departamento discreto y con macetas-, aunque la paga de ambos, jubilados, sea escasa. No han tenido hijos, o si los tuvieron están lejos e indiferentes, como suelen ser los hijos con los viejos, y no sólo con los viejos propios sino también con los demás; están en Formosa o en Tucumán, o todo lo contrario, y se casaron y sólo envían tarjetas postales y cosas así. Pero antes del ruido inusual se oyeron rugir motores y estampidos y voces llamando. Está de noche oscura, las puertas bien cerradas y allí está tibio, e incluso pueden ser voces enemigas, no enemigas de ellos, claro, que sólo son inofensivos y cobran su jubilación -la que esperan de un momento a otro sea aumentada de acuerdo con el índice del costo de vida-, sino enemigas de otros enemigos. Y ellos no tienen ninguna culpa ni son ellos -ni siquiera sus hijos- los que llaman. Y además ahora llueve, o llovizna, y hace frío, y si encendieran las luces podrían, tal vez, ser después llamados como testigos y tendrían que salir vestidos como en domingo o para misa y prestar juramento y esperar horas delante de un suboficial frente a la máquina de escribir y volverían a ser citados ante los jueces, por una culpa ajena o por una equivocación, o porque alguien gritó clamando socorro. Y ellos no hicieron nada para que eso sucediera y eran ajenos y distintos de los perseguidores y de los acorralados. Y están cansados. Y, después de todo, ahora a punto de pasar la noche durmiendo. La noche anterior al día siguiente en que no habrá pasado nada, seguramente.

Horacio Quiroga - El almohadón de plumas


SIMBOLOS 3


El almohadón de plumas 

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho  -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma. 

Nadine Alemán - EL CORDERO - CUENTO


A MI PUEBLO


EL CORDERO pertenece a "17 Simples Cuentos".
- ¡Años, años viendo cómo se carnea un cordero y justo hoy se te ocurre que no puedes!
Mi padre rezongaba con razón, realmente yo tenía que reconocerlo. Había pasado la mayor parte de mi vida en el campo, recién a los dieciocho años había ido a la ciudad a buscar trabajo. Y hoy volvía sin pena ni gloria, vacío, con una bolsa de arpillera llena de cosas para mamá y mis hermanas, y con frustraciones, muchas frustraciones.

Papá me regañaba a la vista y oído de todos, incluso de los otros peones, gente de campo que se quedaba callada ante la irritabilidad de mi papá, ya un anciano. En otro momento, quizás de más chico, ante el reto de mi papá hubiera largado un insulto y me hubiese ido a sacarle la roña al caballo más arisco de los patrones, pero ahora no, yo sabía muy bien que de un tiempo a esta parte la sola cercanía de la muerte, ya fuera de un cristiano o un animal, me paralizaba. Pero no podía explicarle eso a papá. ¿Cómo explicarle que la vida en la ciudad había guardado para mí ribetes inconfesables? ¿Que los dos años lejos del campo me habían cambiado por completo? Prefería realmente que pensaran que estaba igual, que nada me había cambiado, que la ciudad no había sido nada más que una aventura juvenil y truncada por la falta de trabajo.

Mis hermanas me entendían, en el fondo me tenían lástima, creo. Mamá estaba feliz de tenerme de vuelta, siempre había sido el mayor y el más regalón. Papá seguía retándome y los otros peones seguían diciéndole que se calmara, que no le haría bien a su salud, y Darío, mi amigo de la infancia, mi hermano, quien de mirarme no más sabía lo que me pasaba, era incapaz de adivinar lo que me tenía tan paralizado. Y me llamaba, se reía: “¡Julián, vení, dale, que ya estamos listos y con el fuego prendido! ¡Vení y matá el primer cordero que este es un honor que no se lo damos a cualquiera, che!”. Darío, mi amigo, mi hermano.

Mientras veía afilar los cuchillos, traer el balde, a los perros que se acercaban esperando las sobras, el fuego lanzar chispas, y la estaca de fierro esperando ensartar tremendo manjar, me volvía loco por dentro. Mi corazón se sobresaltaba, cada movimiento que antecedía a la carneada, se hacía lento, como una vieja película, las del cine del pueblo que veíamos los domingos con mis hermanas.
Papá seguía, ya no lo escuchaba, solo veía sus idas y venidas, y miraba al cordero, que desde el corral parecía intuir lo que se aproximaba.

Juro que tuve el impulso de soltarlo, pero algo me dijo que no tenía que interferir en un ritual tan cotidiano y tan ligado a la vida de campo. Mis fantasmas internos no tenían por qué alterar una vida simple como la de mi familia, en la que la carneada no era un acto de muerte sino una actividad más.

Cuando el cordero baló por última vez y el cuchillo lo ahogó, quise vomitar pero me aguanté. Me quedé sentado a la sombra, unos metros mas allá, sobre los fardos, mientras todo seguía su curso, mientras mamá pasaba con la bandeja para las achuras frescas, mientras mis hermanas se peleaban por cocinar la cabeza de tal o cual manera, mientras mi papá y los peones se felicitaban entre ellos por la mucha grasa, y lo grande del cordero, mientras Darío extendía el cuero fresco en el palenque desnudo... y tuve la sensación de que justamente ahí empezaba mi historia de simulación, de simulación de todo lo que había pasado en la ciudad, de ocultamientos necesarios y sistemáticos para no matar de pena a mi papá, hombre de campo, de trabajo fuerte, un anciano, para quien no hubiese sido ni digno ni posible tener un hijo asesino.

Mientras escuchaba cómo mi papá, ya viejo y con justa razón, me retaba por no haber querido matar al primer cordero de la temporada, me quedé sentado pensando en los ojos traicioneros del miserable aquél que embarazó a la Leonor, mi hermana de trece años, un desgraciado que fui a buscar a la ciudad, que encontré en el baile medio borracho y que degollé sin pena en un baldío cercano y por el honor de mi hermana abandonada.

Miré para la casa y vi a la Leonor solita, mirando por la ventana, ocultando el crío en sus brazos. Mirándome, como entendiendo. O

Marguerite Yourcenar - Cuento azul

Mujer con dos ojos



Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado.
Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie de las grandes losas que antaño fueran revestimiento de templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era más alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía; su tonalidad, de un azul muy pálido, recordaba a la de las ojeras que se extienden por debajo de los párpados de una enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en cuando, una turquesa se desprendía por su propio peso del artesonado y caía con un ruido sordo sobre las alfombras de un azul muelle y descolorido.
Se levantó la luna y emprendió una danza errática, como un espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio. El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena, y el mercader griego encontraba en las montañas desnudas que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y rasas de los centauros.
Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior del palacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio de honor para resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres, asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron en vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes como la hoja de un sable.
Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió los cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputó los dedos de la mano derecha una tortuga que él había tomado, en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin, un negrazo salió del palacio llorando y les explicó que, noche tras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la piel suficientemente oscura. El mercader griego supo congraciarse con el negro merced al regalo de un talismán hecho de sangre seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujo en una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que no hablaran demasiado alto para que no despertaran los camellos en su establo y no se alterasen las serpientes que chupan la leche del claro de luna.
Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos de las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaron sus regalos. En una sala revestida de dorados, una china ataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores, pues las sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de su piel amarilla. Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestida de negro, sentada en el fondo de un corredor, y como le pisaran sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo invocando al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al sol en la lengua turca, e invocando la arena en la lengua del desierto. En una sala tapizada de telas de araña, los mercaderes no obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de gris, que sin cesar se palpaba para estar segura de que existía; en la siguiente sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer vestida de rojo que se desangraba por una ancha herida abierta en el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya que su vestido no estaba ni siquiera manchado.
Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinas y allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta la caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajín de los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñón azul del mercader italiano, el que había perdido los dedos. Al fin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava que llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio; lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de aire, para dejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta la frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellos azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus ojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas; y su boca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, de fina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado en las rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para rezar y lo hacía constantemente.
Poco importaba que no comprendiera la lengua de los mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravemente con la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el tesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalando luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor. El mercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazó como lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisa amarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendió un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegando con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue posible adivinar si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado rica para tales esplendores.
Luego, con una brizna de hierba levantó el picaporte de la puerta y se encontraron en un patio redondo como el interior de un pozal, lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La joven se sirvió de su dedo meñique para abrir la segunda puerta que daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia el interior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe. Las sombras de los mercaderes iban pegadas a sus talones, cual siete víboras pequeñas y negras, en tanto que la muchacha estaba desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar si no sería un fantasma.
Las colinas, azules a distancia, se volvían negras, pardas o grises a medida que se aproximaban; sin embargo, el mercader de la Turena no perdía el valor y para darse ánimos cantaba canciones de su tierra francesa. El mercader castellano recibió por dos veces la picadura de un escorpión y sus piernas se hincharon hasta las rodillas y cobraron un color de berenjena madura, pero no parecía sentir dolor alguno e incluso caminaba con el paso más seguro y más solemne que los otros, como si estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. El mercader irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálida perlaban los talones de la muchacha, que andaba descalza sobre cascos de porcelana y de vidrios rotos.
Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de rodillas para entrar a la caverna, que no abría al mundo más que una boca angosta y agrietada. La gruta era, sin embargo, más espaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, así que sus ojos hubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieron por doquier fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Un lago muy puro ocupaba el centro del subterráneo, y cuando el mercader italiano lanzó una guija para calcular la profundidad, no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie, como si una sirena bruscamente desesperada hubiera expelido todo el aire que llenaba sus pulmones. El mercader griego empapó sus manos ávidas en aquella agua y las sacó teñidas hasta las muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de una tintorera; mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cual flotillas de nautilos, por aquellas aguas más densas que las de los mares. Entonces, la joven deshizo sus largas trenzas y sumergió los cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en ellos como en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primero al mercader holandés, que se metió las piedras preciosas en las calzas; luego, al mercader francés, que se llenó el chapeo de zafiros; el mercader griego atiborró un odre que llevaba al mercader castellano, arrancándose los sudados guantes de cuero, los llenó y se los puso colgados al cuello, de tal suerte que parecía llevar dos manos cortadas. Cuando le llegó el turno al mercader irlandés, ya no quedaban zafiros en el lago; la joven esclava se quitó un colgante de abalorios que llevaba y por señas le ordenó que se lo pusiera sobre el corazón.
Salieron arrastrándose de la caverna y la muchacha pidió al mercader irlandés que la ayudara a rodar una gruesa piedra para cerrar la entrada. Luego, colocó un precinto confeccionado con un poco de arcilla y una hebra de sus cabellos.
El camino se les hizo más largo que a la ida por la mañana. El mercader castellano, que empezaba a sufrir a causa de sus piernas emponzoñadas, se tambaleaba y blasfemaba invocando el nombre de la madre de Dios. El mercader holandés, que estaba hambriento, trató de arrancar las azules brevas maduras, de una higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesura almibarada lo picaron profundamente en la garganta y en las manos.
Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo para evitar a los centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia el puerto de los pescadores de sirenas, que estaba siempre desierto, pues hacía largo tiempo que no se pescaban ya sirenas en aquel país. La barca flotaba blandamente en el agua, amarrada al dedo de un pie de bronce, único resto de una estatua colosal erigida antaño en honor a un dios del que ya nadie recordaba el nombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo intención de despedirse de los hombres, saludándolos con las manos puestas en el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecas y la arrastró hasta el barco, movido por el propósito de venderla al príncipe veneciano del Negroponto, de quien se sabía que le gustaban las mujeres heridas o afectadas de alguna invalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus lágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transformaban en bellas aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaron para darle motivos que la hicieran llorar.
La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo era tan blanco que servía de fanal al barco en aquella noche clara navegando entre las islas. Cuando hubieron terminado su partida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina para echarse a dormir. Hacia el alba, el holandés subió al puente aguijoneado por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto a violentarla. Mas he aquí que la niña había desaparecido: las ligaduras colgaban, vacías, del tronco negro del mástil, como un cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado sus pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que un mantoncito de hierbas aromáticas que exhalaban un humillo azul.
En los días que siguieron reinó una calma chicha, y los rayos del sol, que caían a plomo sobre la lisa superficie color de algas, producían un chirrido de hierro candente sumergido en agua fría. Las piernas gangrenadas del mercader castellano se habían puesto azules como las montañas que se columbraban en el horizonte y purulentos regueros se deslizaban desde las tablas del puente hasta el mar. Cuando el sufrimiento se hizo intolerable, el hombre sacó del cinturón una ancha daga triangular y se cercenó a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas. Murió agotado al despuntar la aurora, después de haber legado sus zafiros al mercader suizo, que era su enemigo mortal.
Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader de Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar, con intención de continuar su viaje a lomos de una buena mula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diez mil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente redondas y el francés cargó alegremente con ellas hasta trece mulos; pero, así que llegó a Angers, tras siete años de viaje, se encontró con la sorpresa de que las monedas del monarca-preste no tenían curso en su país.
En Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por una jarra de cerveza servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupir aquel insulso líquido aventado que no tenía el mismo gusto que la cerveza de las tabernas de Ámsterdam. El mercader italiano desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar Dogo, mas pereció asesinado al día siguiente de sus nupcias con la laguna. En cuanto al mercader griego, se le ocurrió atar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos en el costado de la barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéfico para su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron líquidas y apenas si añadieron al tesoro del mar unas pocas gotas de agua transparente. El hombre se consoló pescando peces y asándolos al rescoldo de la ceniza.
Un atardecer, al cabo de veintisiete días de navegación, el barco fue atacado por un corsario. El mercader de Basilea se tragó sus zafiros para sustraerlos de la avaricia de los piratas y murió de atroces dolores de entrañas. El griego se echó al mar y fue recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos. El irlandés, molido a golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre los cadáveres y los sacos vacíos; nadie se tomó la molestia de quitarle el colgante de falsas piedras azules, que no tenía ningún valor. Treinta días más tarde, la barca a la deriva entró por sí misma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra para mendigar un pedazo de pan.
Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas bajas sugerían grandes espejos destinados a captar los espectros de la luz muerta. La calzada desigual se encharcaba más y más; el cielo, de un parduzco sucio, parecía tan cenagoso que ni los ángeles se hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estaban desiertas; el puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetines de lana cruda y cordones para los zapatos, se veía abandonado al borde de una acera debajo de un paraguas abierto. Los reyes y los obispos esculpidos en el pórtico de la catedral no hacían nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o sus mitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos.
El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el pórtico junto a una joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulenco de frío, se veía a través de los desgarrones de su vestido gris. Sus rodillas se entrechocaban ligeramente; sus dedos cubiertos de sabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidió por el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto. El mercader hubiera querido regalarle el colgante de abalorios azules, puesto que no tenla ninguna otra cosa que ofrecer; más en vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su cuello, entre las cuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar desconsolado: no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cielo y la tonalidad del mar en donde había estado a punto de perecer.
Suspiró profundamente y, como el crepúsculo y la fría niebla se espesaban en derredor, la muchachita se apretujó contra él para darle calor. El hombre le hizo preguntas acerca del país y ella le contestó en el tosco dialecto del pueblo que dejara antaño, siendo aún muy chico. Entonces, apartó los cabellos desgreñados que cubrían el rostro de la mendiga, pero tan sucio estaba que la lluvia iba trazando en él regueritos blancos, y el mercader descubrió horrorizado que la niña era ciega y que una siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó por ello, sin embargo, de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de harapos y se durmió sosegado: el ojo derecho, que había visto privado de mirada, era milagrosamente azul. ■

Juan José Saer - Verde y Negro - CUENTO

NOCTURNO


a Raúl Beceyro


Palabra de honor, no la había visto en la perra vida. Eran |a como la una y media de la mañana, en pleno enero, y como el Gallego cierra el café a la una en punto, sea invierno o verano, yo me iba para mi casa, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, caminando despacio y silbando bajito bajo los árboles. Era sábado, y al otro día no laburaba. La mina arrimó el Falcon al cordón de la vereda y empezó a andar a la par mía, en segunda. Cómo habré ido de distraído que anduvimos así cosa de treinta metros y ella tuvo que frenar y llamarme en voz alta para que me diera vuelta. Lo primero que se me cruzó por la cabeza era que se había confundido, así que me quedé parado en medio de la vereda y ella tuvo que volverme a llamar. No sé qué cara habré puesto, pero ella se reía.
   -¿A mí, señora? -le digo, arrimándome.
   -Sí -dice ella-. ¿No sabe dónde se puede comprar un paquete de americanos?
   Se había inclinado sobre la ventanilla, pero yo no podía verla bien debido a la sombra de los árboles. Los ojos le echaban unas chispas amarillas, como los de un gato; se reía tanto que pensé que había alguno con ella en el auto y estaban tratando de agarrarme para la farra. Me incliné.
   -¿Americanos? ¿Cigarrillos americanos?
   -Sí -dijo la mina. Por la voz, le di unos treinta años.
   El Gallego sabe tener importados de contrabando, una o dos cajas guardadas en el dormitorio. Si uno de nosotros se quiere tirar una cana al aire, se lo dice y el Gallego le contesta en voz baja que vuelva a los quince minutos.
   -De aquí a tres cuadras hay un bar -le dije-. Sabe tener de vez en cuando. Tiene que ir hasta Crespo y la Avenida. ¿Conoce?
   -Más o menos -dijo.
   Me preguntó si estaba muy apurado y si quería acompañarla. "Zápate, pensé; una jovata alzada que quiere cargarme en el coche para tirarse conmigo en una zanj a cualquiera" . El corazón me empezó a golpear fuerte dentro del pecho. Pero después pensé que si por casualidad el Gallego no había cerrado todavía y me veía aparecer con semejante mina en un bote como el que manejaba, bajándome a comprar cigarrillos americanos, todo el barrio iba a decir al otro día que yo estaba dándome a la mala vida y que estaba por dejar de laburar para hacerme cafisio. Para colmo, en verano las viejas son capaces de amanecer sentadas en la vereda.
   -Ya debe de estar cerrado -le dije, y no sé en qué otra parte puede haber.
   La mina me tuteó de golpe.
   -¿Tenés miedo? -dijo, riéndose.
   Encendió la luz de adentro del coche.
   -¿No ves que estoy sola? -dijo.
   Mi viejo era del sur de Italia, y los muchachos me cargan en cuestión minas, porque dicen que yo, aparte de laburar y amarrocar para casarme, no pienso en otra cosa. Dicen que los que venimos de sicilianos tenemos la sangre caliente. No sé si será verdad, y no pude ver mi propia cara, pero por la risa de ella me di cuenta de que con uno solo de los muchachos que hubiese estado presente, en lo del Gallego me habrían agarrado de punto para toda la vida. Era rubia y tostada y llena por todas partes, que parecía una estrella de cine. "No me lo van a creer", pensé. "No me lo van a creer cuando se los cuente". Sentí calor en los brazos, en las piernas y en el estómago. Tragué saliva y me incliné más y ella me dio lugar para que me apoyara en el marco de la ventanilla. Tenía un vestido verde ajustado y alzado tan arriba de las rodillas, seguro que para manejar más cómoda, que poco más y le veo hasta el apellido. ¡Hay que ver cómo son las minas de ahora! ¡Y pensar que la hermana de uno es capaz de andar en semejante pomada, y uno ni siquiera enterarse!
   -No -le dije-, qué voy a tener miedo. ¿Miedo de qué?
   -Y, no sé -dijo ella-. Como no querés acompañarme...
   A las minas hay que hacerlas desear; cuando uno más se hace el desentendido, a ellas más les gusta la pierna, sobre todo si se avivan de que uno es piola. Ahí no más la traté de vos.
   -¿Acompañarte adónde? -le dije.
   -No te hagás el gil -me dijo ella, sonriendo. Después se puso seria-. Ando buscando gente para ir a una fiesta.
   Cosa curiosa: se reía con la mitad de la cara, con la boca nada más, porque los ojos amarillos no parecían ni verme cuando se topaban conmigo.
   -No estoy vestido -le dije.
Ahí sí me miró fijo, a los ojos.
   -Subí -me dijo.
   Abrí la puerta, despacio, mirándola; ella se corrió al volante, y yo me senté sobre el tapizado rojo protegido con una funda de nailon. Pensé que ver la vida desde un bote así, siempre, es algo que debe reconciliarlo a uno con todo: con la mala sangre del laburo, los gobiernos de porquería y lo traicionera que es la mujer. Le puse la mano sobre la gamba mientras lo pensaba: tenía la carne dura, caliente, musculosa, y yo sentía los músculos contraerse cuando apretaba el acelerador. "No me lo van a creer cuando se los cuente", pensé, y como vi que la mina me daba calce me apreté contra ella y le puse la mano en el hombro.
   -¿Dónde es la fiesta? -le pregunté.
   -En mi casa -dijo vigilando el camino, sin mirarme.
   Doblamos en la primera esquina y empezamos a correr en dirección a la Avenida. Dejamos atrás las calles oscuras y arboladas, y a las dos cuadras nos topamos con la Avenida iluminada con la luz blanca de las lámparas a gas de mercurio. Había bailes por todas partes, se ve, porque los coches corrían en todas direcciones y mucha gente bien vestida andaba en grupos por las veredas, hombres de traje azul o blanco o en mangas de camisa, y mujeres con vestidos floreados. De golpe me acordé que en Gimnasia y Esgrima estaban D'Arienzo y Varela-Varelita, y por un momento me dio bronca que se me hubiese pasado, pero cuando sentí la gamba de la mina moviéndose contra la mía para aplicar el freno, pensé: "Pobres de ellos". El Falcon entró en la Avenida y empezó a correr hacia el norte.
   -Separáte un poco hasta que pasemos la Avenida -me dijo la mina.
   Ibamos a noventa por la Avenida por lo menos. Se ve que a la mina le gustaba correr, cosa que no me gustó ni medio, porque había mucho tráfico a esa hora, y la Avenida no es para levantar tanta velocidad. Cuando la Avenida se acabó, doblamos por una calle oscura, llena de árboles, y la mina aminoró la marcha, para cuidar los elásticos por cuestión del empedrado. Yo volví a juntarme con ella y ella se rió. Se dejó besar el cuello y me pidió un cigarrillo.
   -Fumo negros -le dije.
   -No importa -dijo ella.
   Le puse el Particular con filtro en los labios y se lo encendí con la carucita. La llama le iluminó los ojos amarillos, que miraban fija la calle adelante, como si no la vieran. La luz de los faros hacía brillar las hojas de los paraísos. No se veía un alma por la zona. Cuando le toqué otra vez la pierna me pareció demasiado dura, como si fuera de piedra maciza, y ya no estaba caliente. No voy a decir que estaba fría, la verdad, pero le noté algo raro. A la mitad de la cuadra, en la calle oscura, aplicó los frenos y paró el coche al lado del cordón. La casa era chiquita y el frente bastante parecido al de mi casa, con una ventana a cada lado de la puerta. De una de las ventanas salían unos listones de luz a través de las persianas que apenas se alcanzaban a distinguir. La mina apagó todas las luces del auto y se echó contra el respaldar del asiento, suspirando y dándole dos o tres pitadas al cigarrillo. Después tiró el pucho a la vereda.
   -Llegamos -dijo.
   A mí me la iba hacer tragar, de que con semejante bote iba a vivir ahí. Era un bulín, clavado, pero no se lo dije, porque me fui al bofe en seguida, y ella me dejó hacer. Estuvimos como cinco minutos a los manotazos, y me dejó cancha libre; pero no sé, había algo que no funcionaba, me daba la impresión de que con todo, ella seguía mirando la calle por arriba de mi cabeza con sus ojos amarillos. Después me acarició y me dijo despacito:
   -Vení, vamos a bajar. No hagás ruido.
   Bajamos, y ella cerró la puerta sin hacer ruido. La puerta de calle del bulín estaba sin llave y el umbral estaba negro, no se veía nada. Al fondo nomás se alcanzaba a distinguir una lucecita, reflejo de la luz encendida de alguno de los cuartos, la que se veía desde la calle, seguro. Por un momento tuve miedo de que estuviera esperándome alguno para amasijarme, pero después pensé que una mina que aparecía en un Falcon no podía traer malas intenciones. En seguida se me borraron los pensamientos, porque la cosa me agarró la mano, se apoyó en la pared y me apretó contra ella, cerrando la puerta de calle. Me empezó a pedir que le dijera cosas, y yo le dije "corazón", o "tesoro", o algo así; pero ella me dijo con una especie de furia, sacudiendo la cabeza, que no era eso lo que quería escuchar, sino algo diferente. Era feo lo que quería, la verdad; para qué vamos a decir una cosa por otra. Y cuando empecé a decírselas -uno pierde la cabeza en esos casos, queda como ciego y hace lo que le piden- me pidió que se las dijera más fuerte. Yo estaba casi gritándoselas cuando ella dejó de escucharme, me agarró de la manga de la camisa y caminando rápido, casi corriendo, me arrastró hasta el dormitorio, que era la pieza que estaba con la luz encendida. No había más que la cama de dos plazas y una silla. Me dio la impresión de que no había un mueble más en toda la casa. Con ese coche, y un bulín tan desprovisto. Pensé que no le interesaba más que la cama y una silla cualquiera para dejar la ropa.
   Se desnudó rápido, y yo también. Nos metimos en la cama. Al inclinarme sobre la mina pensé que si no la hubiese encontrado en la vereda de mi barrio, en ese momento estaría durmiendo en mi cama, hecho una piedra, como muerto, porque yo nunca sueño. Quién la había hecho doblar por esa esquina, y quién me había hecho a mí ir al bar del Gallego, y quién me había hecho retirarme a la hora que me retiré para que ella me encontrara caminando despacio bajo los árboles, es algo que siempre pienso y nunca digo, para que no me tomen para la farra. Ahí nomás me le afirmé y empecé a serruchar y ella me fue respondiendo con todo, cada vez más. Las minas se ablandan a medida que el asunto empieza a avanzar; tienen varias marchas, como el Falcon: pasan de la primera a la segunda, y después a la tercera, y hasta a la cuarta, para la marcha de carretera. Uno, en cambio, se larga en primera y atodavelocidad, y a la mitad del camino queda fundido. Algo siguió funcionando dentro de ella después que yo terminé, porque todo el cuerpo se le puso duro y áspero como un tablón de madera y cerró los ojos, y agarrándome los hombros me apretó tan fuerte que al otro día cuando desperté en mi casa todavía sentía un ardor, y mirándome en el espejo vi que tenía todo colorado. Después la mina se aflojó y se puso a llorar bajito. Lloró sin decir palabra durante un rato y después empezó a hablar. "Siempre lo mismo", pensé. "Primero te hacen hacer cualquier locura, y después que te sacaron el jugo como a una naranja, se ponen a llorar".
   -¿Qué me hacés hacer? -dijo la mina, llorando bajito- . ¿Hasta cuándo vamos a seguir haciéndolo? ¿Todo esto en nombre del amor? ¿Para no separarnos? Es insoportable .
   Lloraba y sacudía la cabeza contra la almohada húmeda. Insoportable. Insoportable -decía, mirando siempre fijo por encima de mi cabeza con sus ojos amarillos.
   Yo no le dije nada, porque si uno se pone a discutir con una mina en esa situación, seguro que la mina termina cargándole el muerto. "Me he hecho llamar puta para vos en el umbral", dijo la mina. Ahí empezó a pegar un alarido que cortó por la mitad, como si se ahogara, y siguió llorando. No tuve tiempo de pensar nada, y no por falta de voluntad, porque en el momento en que la mina dijo eso y trató de pegar el alarido, ya había empezado a trabajarme el balero y a hacerme sentir que esa mirada amarilla que la mina no parecía fijar en ninguna parte, había estado siempre fija en algo que nadie más que ella veía; tanto me trabajó el balero que estuve a punto de pensar que yo no era más que la sombra de lo que ella veía. Pero el llanto del tipo sonó atrás mío antes de que yo empezara a carburar, y ése fue el momento en que salté de la cama, desnudo como estaba: justo cuando sonó su voz, entorpecida por el llanto.
   -Dios mío. Dios mío -dijo.
   Estaba parado en la puerta del dormitorio, en pantalón y camisa. Se tapaba la cara con la mano, y no paraba de llorar. Pensé que era el macho o el marido y que nos había pescado con las manos en la masa, y me vi fiambre. Pero ni se fijó en mí. La mina estaba desnuda sobre la cama y lloraba mirándolo al punto que seguía con la cara tapada con la mano y no paraba de llorar. Si antes yo había sentido que era como una sombra, ahora sentía que ni eso era. "Dios mío. Dios mío", era todo lo que decía el tipo. Y la mina lo miraba fijamente y lloraba sin hablar. Cuando terminé de vestirme me acerqué a la cama.
   -Señora -dije-.
   La mina ni me miró. Tenía los ojos amarillos clavados en el tipo y pareció no escucharme.
   -¿Estás satisfecho? -dijo-. ¿Estás satisfecho?
   -Amor mío -dijo el tipo, sin sacarse la mano de la cara.
   Salí abrochándome el cinto y tuve que ponerme de costado para pasar por la puerta, porque el tipo ni se movió. Tenía una camisa blanca desabrochada hasta más abajo del pecho y se le veía la piel tostada. Se notaba a la legua que estaba quedándole poco pelo en la cabeza, porque eso que la mano dejaba ver encima de las cejas medias levantadas, era más alto que una frente. Parecía recién bañado, por el olor que le sentí. Para mí que había estado todo el día al sol, en el río, tanta fue la sensación de salud que me dio cuando pasé al lado de él.
   Atravesé el umbral negro y salí a la calle. El Falcon estaba ahí, con las luces apagadas. Me paré un momento delante de las rayitas de luz que se colaban a la calle, y arrimando el oído a la persiana del dormitorio los oí llorar. Traté de espiar por las rendijas de la ventana, pero no vi una papa. Solamente escuché otra vez la voz de la mina, diciendo esta vez ella "Amor mío" y después cómo lloraban los dos, y después nada más. Me paré recién un par de cuadras más adelante, porque empezó a fallarme la carucita, y aunque no había viento me tuve que arrimar a la pared para poder encender el Particular con filtro que me temblaba apenas en los labios . Con el primer chorro de humo seguí caminando bajo los árboles oscuros, pero ni silbé nada, ni me puse las manos en los bolsillos del pantalón. Tenía la espalda pegada a la camisa, que estaba hecha sopa. Cuando tiré el Particular con filtro y encendí el otro, sobre el pucho, la carucita no me falló, y llegué a la Avenida. Pensé en el bar del Gallego y en los muchachos, y en la cara que hubiesen puesto si se me hubiese dado por contárselo. Había menos gente en la Avenida, pero seguro que al terminar todos los bailes las calles iban a llenarse otra vez . Miré y vi que estaba lejos del barrio, y sintiendo en la cara un aire fresco que estaba empezando a correr, me apuré un poco, cosa de no perder el último colectivo.



Manuel A. Alonso La linterna mágica - [Cuento costumbrista. Texto completo]


Kundalini - Serie entre Seres e Eros


 La linterna mágica - [Cuento costumbrista. Texto completo]

Manuel A. Alonso : Puerto Rico: 1822-1889

Una de las cosas que distinguen mi carácter, y que en él sirven de contraste a ciertos arranques impetuosos, es la grandísima flema con que muchas veces me detengo, aun en los parajes más públicos, a mirar objetos que son tenidos por la gente de frac y levita como indignos de llamar su atención; así no es extraño hallarme con tamaña boca abierta parado delante de una tienda de estampas contemplando una testa contrahecha de Napoleón, un Gonzalo de Córdoba patituerto o un Luis XIV jorobado, y allí me estoy largo rato para despedirme después con una sonrisa: tampoco es raro el verme detenido en medio de una calle, estorbando, si es menester, a los que pasan, para oír la ensarta de disparates con que un ciego publica el romance nuevo, donde se da razón de la batalla sangrienta de los doce Pares de Francia contra los moros mandados por don Juan de Austria.
Un día, no muy lejano de éste en que escribo, iba yo por una calle muy concurrida, cuando picó mi natural curiosidad un grupo de personas apiñadas alrededor de una especie de cajón pintado de verde y colocado sobre un trípode de cuatro palmos de elevación, y que tenía en el frente que daba a los espectadores un cristal de forma circular. Cada uno de los que se acercaban a mirar por él entregaba un par de cuartos a un hombre extravagantemente vestido, que tocaba el tamboril; mientras, un muchacho de unos doce años, cubierto de harapos y no tan limpio como cualquier cosa sucia, gritaba sin parar, diciendo:
-Vamos, señores; ¿quién por dos cuartos no ve todos los países de la tierra y de la luna? Reparen el ahorro de dinero que esto puede proporcionarles. Aquí, aquí, señores y señoras de ambos sexos, y verán, sin necesidad de estropearse corriendo en un carruaje, de marearse navegando, ni de morirse de hambre y de asco en las posadas, todo lo que pasa desde la isla del gigante Revientapanzas, situada en el cuerno izquierdo de la luna, hasta los trópicos del polo norte, y desde allí hasta la casa del Preste Juan de las Indias.
Los circunstantes pagaban e iban mirando uno después de otro por el cristal, retirándose después muy satisfechos; el muchacho gritaba más fuerte cuando disminuía el número, y así continuó por un largo rato; íbame yo a marchar, cuando le oí que decía entre varios otros despropósitos:
-Ea, señores, aprovechen el día, que esto no se logra sino una vez al año; saquen esos cuartejos que se les están pudriendo en los bolsillos, y prevengan otros por esta noche, que el maestro dará una gran función de magia en la calle de los Imposibles, número treinta, primera habitación bajando del cielo. Allí verán ustedes cómo se adivina lo que ha de venir, y se dice lo que cada prójimo piensa de los demás, y los demás de él.
Al escuchar esto me acerqué al que el muchacho llamaba maestro, y que en realidad le convenía este dictado en la ciencia de los embrollos y mentiras.
-Oiga, usted -le dije-, ¿sería usted capaz de alcanzar lo que pensarán de cierta obrita en cierto país que yo sé?
-Sí, señor, y por de pronto digo: que esa obrita se titula El jíbaro y usted es el autor.
Quédeme pasmado, y él añadió:
-No es extraño la turbación de usted; lo mismo sucede a todos; pero, perdone usted que no puedo entretenerme, y si quiere ver maravillas no deje de ir esta noche a mi casa.
En efecto, llegué a ella de los primeros, y después de aguardar cerca de dos horas, se corrió una cortina, y empezó la función por mi pregunta, que había sido la primera, después de un rato de música de pito y tamboril,
-Muchacho -dijo el charlatán-, métete dentro del diablo.
Así llamaba una cara disforme, mal pintada en un lienzo blanco, detrás del cual se metió el asqueroso muchacho.
-¿Estás ya listo?
-Sí, señor, ya estoy dentro.
-Vamos, pues; dime lo que ves; prosiguió el maestro, a guisa de magnetizador.
-Señor, veo una ciudad en que hay unos cuantos que oyen leer un libro: los unos ríen, los otros bostezan; qué bueno es esto, dicen unos; que malísimo, dicen otros; cada cual cree conocer mejor que los demás dónde está el mérito y dónde las faltas.
-Bueno, muchacho; y, ¿qué más?
-Hay uno que dice que el autor es rubio; otro que moreno, y otro que negro.
-Muchacho, sigue, ésos son unos tontos.
-Señor, hay una vieja que dice que es hereje.
-Chico, chico, deja esa vieja, que después de haber dado, como se dice, la carne al diablo, quiere dar ahora los huesos a Dios.
-Hay dos guapos mozos que en cada personaje ven un retrato de una persona que conocen.
-Pues dale un coscorrón a cada uno de esos guapos mozos, para que aprendan a ver la falta y no el culpable, y para que sean más nobles y no crean tan bajo al autor.
-Señor, señor, veo a dos que están a punto de desafiarse, porque el uno dice que el autor es frío, y el otro que demasiado caliente.
-Déjalos que se rompan las narices, que los dos piden peras al olmo.
Habló después el muchacho de infinidad de tipos, que no dejaron de servirme de diversión: poetas que jamás han escrito un verso, literatos que ¡Dios nos asista!, críticos ignorantes que hallaban un defecto en el perfil de cada letra, y amigos desconsiderados que todo lo aplaudían; finalmente dijo:
-Ahora alcanzo a ver unos señores muy comedidos que discuten sin enfadarse y que hacen con mucha calma sus observaciones.
-Pues sal de dentro del diablo, para que no digas algún despropósito contra esos señores, que deben ser hombres de talento.
Salió efectivamente de detrás de la cortina, y yo de la casa pensando en lo que había oído.
Al día siguiente fui a buscar al charlatán para que me dijera cómo supo todo aquello de ser yo el autor de El jíbaro.
-Muy sencillamente -me respondió-: días pasados estuve donde imprimen la obrita, allí le vi a usted y hasta leí una prueba vieja que me dio uno de los cajistas que es amigo mío. En cuanto a la opinión que de ella formarán, eso es cosa olvidada ya y poco más o menos de todas se forma la misma, según el caletre de cada uno de los que la leen.
¡Dichoso yo!, exclamé cuando me vi lejos de aquella buena pieza, dichoso yo que no seré juzgado según me ha predicho este perillán, porque en Puerto-Rico ni hay quien me crea de ninguno de los colores del iris, ni viejas que me tengan por hereje, ni guapos mozos que me consideren capaz de copiar a un individuo determinado para hacer públicos sus defectos, ni majaderos que me crean frío ni caliente; sino personas instruidas y juiciosas que me tienen por templado, cual conviene al escritor de costumbres, y ajeno a toda pasión mezquina, v lo que es más ni siquiera tengo un enemigo, y carezco de envidiosos émulos, porque carezco también del mérito que pudiera acarreármelos. ¡Dichoso yo! que estoy cierto de que al concluir de leer este libro dirán mis paisanos lo que yo dije al comenzarle: Es el fruto de muchas horas robadas al sueño y al descanso de una profesión noble y santa a que se dedica. ■

Liliana Chavez - DOS POEMAS S / T



pensar en ti

No entiendo. Esto
de hacerle hijos a la distancia
prolongar
la crueldad de su sombra
contar casi con satisfacción
los tumores que le crecen.

No entiendo. Esto
de exponer los pies del corazón
a un campo minado
agazaparnos
en el lugar más peligroso
sentir orgullo por todos los reversos

abrir un canal
que evite pasar el amor
darle una espina
inventar del abismo
un espejo de agua

Vuelo hacia atrás
donde sé que una flor
crece todavía.

'''''''''''''''''''''''''''''''''''''''

Empieza a prolongarse
         el suspiro

la distancia
es como una tensa
piel de precipicio

indefensas
lloran las horas
bajo el techo
de tu nombre

la lejanía es daga
que atraviesa el recuerdo
en un intento de vaciarlo

Me asusta
esa sombra tan apenas
esa historia que amaga
disolverse
a la que increpo
como un relámpago
durante el canto de la lluvia.

'''''''''''''''''''''''''''''''''''''''''''''''''