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viernes, 9 de septiembre de 2011

LITERATURA AMERICANA



                                                            


LITERATURA AMERICANA: UNA SINOPSIS DE TIEMPO Y LUGAR


Estados Unidos surge ante nuestros ojos majestuoso. Descomunales extensiones de naturaleza a la vista, hombres curtidos al sol, obsesionados con una idea y un objetivo, cargados hasta los ojos de remordimientos y culpa, de religión, de un fanatismo y un silencio conmovedores. Cientos de miles, millones de Ahab pululando por esas tierras. El culto al individuo, algo que forma parte de la esencia espiritual de los USA, impregna su literatura. Todo Estados Unidos es una inmensa maquinaria de construir héroes solitarios, desde los grandes protagonistas de sus obras literarias o cinematográficas destacadas, hasta los aventureros que fundaron el país, pasando por los superhéroes valerosos o esos iconos de la televisión o el cómic, giran en torno a esa idea central del individuo como causante y vencedor (o perdedor en esa otra literatura norteamericana destacable, pero al fin y al cabo perdedores construidos con los mismos mimbres). Qué sería de las novelas de Henry Miller, de Hemingway o Fitzgerald sin ese culto extremo a la individualidad. El individuo es responsable de todos sus actos, tiene que enfrentarse a los hechos, resolverlos, se busca su destino y lo merece, sea donde sea, cambia de lugar, de vida, se reencuentra después de perderse. La primera contracultura norteamericana no dejó de mostrarse completamente seducida por ese hecho individual, no en vano lo utilizó como protesta contra el fin de la inocencia que percibía ante el celo del poder, las grietas y cierta oscuridad del sueño americano. Si para muchos de los defensores del famoso sueño la libertad económica individual y la propiedad privada bastaban para definir la esencia del país, para construir su religión y un motor de progreso, para los más críticos, para aquellos que establecieron otros lugares para la narrativa norteamericana, la oposición surgía en el fondo de un espacio similar. Piensen En el camino de Jack Kerouack si a este se le hubiera ocurrido renunciar a la individualidad como arma arrojadiza, en una novela sobre la libertad personal, casi una caricatura del sentido intransferible de esa experiencia humana.  El pudor que sobra en Europa, supongo a causa de nuestro aprendizaje o a la barbarie de nuestra historia, cobra auténtica forma en norteamérica en distintos ámbitos. Ya no es el ser lo que sostiene el trasunto de la novela, sino la acción del individuo, sus infinitas posibilidades de movimiento. Acción, violencia, aunque también profundidad, de nuevo el dibujo familiar de toda esa cultura que engloba a muchas en su seno.
Mientras Kafka, a comienzos del siglo XX, despojaba parte del sentido de la palabra individuo, y anticipaba de alguna forma el advenimiento de las grandes utopías antihumanistas, al supeditar a sus personajes a unas fuerzas aleatorias, incomprensibles e inexorables que empujaban la vida hacia lugares no deseados, llenos de puntos muertos y rincones de absurdo, fuera con el humor negro de sus formas narrativas o con la angustia de las encrucijadas inevitables, los norteamericanos siguen ensalzando la figura individual por encima de cualquier otra posible reflexión sobre el mundo, como si no hubieran perdido la esperanza en ese sueño, sea desde la literatura de esos autores adorados por la crítica y una buena parte del público europeo, o desde los peores libros imaginables que, sin embargo, venden como churros a lo largo y ancho de la tierra. Inspira confianza ese culto tan norteamericano al héroe. Siempre nos salvarán de alguna de nuestras desgracias.
El canon norteamericano, por más que lo desee Harold Bloom, salvo contadas excepciones, no parte de Shakespeare, sino de La Odisea de Homero. El país de la aventura constituye sus mitos desde el viaje, desde la carretera o el mar, de las altas finanzas o los suburbios, desde cualquier lugar susceptible de ser identificado como inicio de trayecto, rara vez desde la inmovilidad o la contemplación. 

jueves, 8 de septiembre de 2011

JAVIER MARÍAS


JAVIER MARÍAS 


Creo que la mayoría de los escritores tendemos a sentirnos aislados y además deseamos estarlo, sobre todo a partir de cierta edad. Quizá no sea así al principio -y para los que empiezan jóvenes-. En años tempranos se produce la ilusión de pertenecer a un nuevo grupo o generación, supuestamente renovadores. A menudo se desprecia a los autores que nos precedieron justo antes, principalmente a los del propio país o a los de la propia lengua. Se los juzga equivocados, desfasados, antiguos, no se tiene ninguna conmiseración por ellos y hay prisa por jubilarlos. De manera a veces injusta, se les niega toda valía y se los considera un tropiezo en la historia de la literatura, destinado a pasar pronto al olvido. Esos jóvenes saltan por encima de sus padres literarios y con frecuencia "recuperan" a sus abuelos, a los que ya ven débiles, poco amenazantes y en retirada. Pero esta sensación de compañía y combate, de formar parte de un grupo "innovador", no dura mucho. En el momento en que un escritor deja de mirar a su alrededor, deja de preocuparse por el "estado" o el "futuro de la literatura" en su país o en su lengua -descubre que eso es lo que menos le importa y que además no es responsabilidad suya-, y se dedica a lo que le toca dedicarse, es decir, a escribir su obra como si no hubiera ninguna otra en el mundo, en ese momento comienza a sentirse aislado. En parte por su propia voluntad, en parte porque no le queda más remedio si quiere sacar adelante sus escritos.
No se trata sólo, claro está, de la famosa -y cierta- soledad en que lleva a cabo su tarea, sobre la cual mucho se ha escrito y que no tiene mayor transcendencia: es la forma de pasar sus días que el novelista elige -el novelista más que el poeta, el dramaturgo o incluso el ensayista-, como otros individuos eligen o se ven obligados a pasarlos en una oficina o en una fábrica, en permanente acompañamiento. Se trata, más que nada, de la necesidad que siente de ser casi único, de no verse ya nunca más como mero miembro intercambiable de una generación o grupo, ni siquiera como "hijo de su tiempo". Nada molesta tanto al verdadero escritor como los críticos, los profesores y los periodistas culturales, que se empeñan en ponerle etiquetas y encuadrarlo, en establecer relaciones entre su obra y la de sus contemporáneos, en adscribirlo a tendencias a las que presuntamente pertenece, o a movimientos, o a modas, en calificarlo de "novelista realista" o "histórico" o de "autor literario" -esa gran estupidez y redundancia que ya ha adquirido carta de naturaleza en nuestra estúpida época-, o de cultivador de la "autoficción" -otra de las majaderías hoy reinantes-, o de "escritor postmoderno" -nunca he sabido lo que significaba ese adjetivo, que por suerte ya va cayendo en desuso-. También le revienta, al verdadero escritor, que se le busque y adjudique un "lugar" en la tradición de su país o de su lengua, que se lo "entronque" con esa tradición o con los viejos maestros. El escritor sabe que el país en que nació y la lengua en que se expresa son importantes, pero secundarios, algo hasta cierto punto accidental, azaroso y reversible. Sabe que Proust podría haber existido en italiano o inglés, Lampedusa en español o alemán, Thomas Mann en checo o en sueco, incluso Cervantes en francés o portugués: sabe que la lengua no es más que un vehículo, una herramienta, nunca un fin en sí mismo ni algo sagrado, en modo alguno superior a quienes se valen de ella. No determina nada, o si acaso sólo en los autores "ornamentales", aquellos que en español, por ejemplo, parecen querer oír "¡Olé!" tras cada frase castiza, primorosa o garbosa. De poco le sirve al escritor compartir el idioma con Shakespeare o Dante, Montaigne o Hölderlin, Conrad o Nabokov o Wittgenstein. Menos aún cuando recuerda que los tres últimos cambiaron de lengua en algún momento de sus vidas y eligieron en cuál deseaban expresarse.
Al escritor le fastidia todo esto, y es conveniente que le fastidie. Porque sólo si trabaja en la falsa creencia de que su libro es el único libro existente en el mundo, logrará sacarlo adelante y completarlo. Si levanta la cabeza de la máquina o del ordenador -yo escribo aún a máquina-, si mira hacia el pasado o hacia el futuro y ve su trabajo reducido a un nombre más en una inacabable lista; o si mira hacia el presente y se distrae preguntándose cómo les va a sus colegas, qué estarán haciendo y qué han conseguido y cuánta originalidad o profundidad hay en ellos; o si piensa en sus predecesores y no digamos si se deja aplastar por cuanto de maravilloso se ha escrito antes y seguramente se escribirá después de su vacilante paso por la tierra, entonces está perdido. Por eso el escritor precisa aislarse, mientras escribe. No hace falta decir que sólo entonces. En realidad sabe bien que su creencia, como acabo de decir, es falsa y además pasajera. Sabe que su obra, una vez que salga de su habitación y se exponga a otros ojos y sea publicada, se confundirá con centenares de millares de otras obras, y la verá como una gota en el océano que, como todas las demás, pedirá ser atendida. Tendrá la sensación de que, si algo es, es superflua.
Al escritor actual, además, no le cabe ya la posibilidad o consuelo de pensar en la posteridad, de refugiarse en lo venidero lejano, de confiar en que el tiempo haga su labor de selección misteriosa y lo señale un día en el que él ya estará presente. Pensar en la posteridad siempre fue un poco ridículo y un bastante patético. Hoy en día es grotesco, cuando la duración de las cosas se va reduciendo siempre más y más -y a velocidad de vértigo-; cuando la aparición de una película, una música, un libro, los convierte ya en "cosa pasada"; cuando da la impresión de que sólo existe lo que aún no existe y se anuncia, y de que la mera existencia de algo -la película que ya puede verse, la música que ya puede oírse, el libro que ya puede leerse- dictamina su caducidad, lo hace "pretérito". Esto ya está visto, oído, leído, venga ahora algo nuevo, es decir, que debamos aguardar todavía. Es como si la idea de perdurabilidad perteneciera ya sólo a otras épocas, y dicha perdurabilidad, por tanto, estuviera nada más al alcance de aquellos que ya la lograron -Shakespeare, Montaigne, Cervantes, incluso Conrad y Nabokov- en los tiempos en que tal idea tenía cabida o era posible. Como si ya no fuera alcanzable para ninguno de los que estamos vivos. Pensar hoy que se nos recordará está reñido con el hoy que vemos, en el que todo resulta "viejo" por el simple hecho de haber nacido. Es incompatible con cuanto nos rodea; es, en efecto, grotesco, y el escritor actual se siente por ello aún más aislado y fugitivo. "En realidad sólo existo mientras escribo", piensa. "Es decir, mientras nadie me ve y mientras nadie conoce lo que estoy haciendo. Paradójicamente, existo sólo mientras mi tarea y yo estamos ocultos, cuando para el mundo aún no somos. Dejaremos de existir, en cambio, y nos confundiremos con la turbamulta impaciente y veloz que todo lo engulle y digiere y expulsa, en cuanto aparezcamos". "Publication is the auction of the mind of man",escribió Emily Dickinson, y es una cita a la que recurro a menudo: "La publicación es la subasta de la mente del hombre", o "de la mente humana", como se prefiera. Es el infame contacto con lo exterior, con la muchedumbre, con los millones de páginas parecidas a las nuestras, animadas por semejante impulso. Es la obligación de vernos enmarcados en la tradición, sea la de nuestro país, la de nuestra lengua o la de la historia entera de la literatura (como nota a pie de página, probablemente). Es la evidencia de que, lejos de ser únicos, tenemos mucho que ver con nuestros predecesores y con nuestros contemporáneos: de que los primeros, a los que tal vez ni siquiera hemos leído, hicieron lo mismo que nosotros mucho antes; y de que los segundos, sin conocernos ni saber de nuestra existencia, escriben cosas enojosamente conectadas con las nuestras. Es el doloroso momento de aceptar que hay un Zeitgeist, y de que estamos involuntaria e inconscientemente a su servicio.
De vez en cuando hay un recordatorio aún mayor de que somos un nombre más que se añade a otros muchos, de que formamos parte de una lista. Esta ocasión es uno de esos recordatorios, aunque se revista de la forma más agradable posible. Creo que, entre los premios que he recibido (la mayoría extranjeros, rara vez españoles), nunca había sido honrado con uno tan antiguo como este Premio de Literatura Europea del Estado Austriaco, que comenzó a otorgarse, según he visto en su lista, en 1965. En ella encuentra uno nombres, por tanto, que no sólo admiró desde muy joven -cuando sólo era lector, y ni siquiera escritor oculto-, sino que le parece que estuvieron a tiempo de alcanzar la posteridad, puesto que su época admitía aún ese concepto: nombres como el del gran poeta Auden y el dramaturgo Ionesco, el magnífico Italo Calvino y Simone de Beauvoir, Dürrenmatt y Manganelli. Figuras que uno vio como extraterrestres, en algún caso desde la infancia, y con las que estuvo seguro de no tener nada que ver, inalcanzables, por la distancia de edad y por la distancia artística. Luego ve otros nombres admirables, pero de escritores aún vivos o recién muertos y pertenecientes, en consecuencia, a los tiempos confusos, desmemoriados y raudos en que nos movemos: Kundera y Rushdie, Esterházy y Lobo Antunes, Eco y Semprún, Barnes y Enquist y Magris. A alguno de ellos lo he conocido brevemente, incluso, pero -cómo decirlo- para mí siempre han sido "ellos", "los otros", aquellos a quienes leía y de quienes me sentía separado. De modo que al recibir este Premio de Literatura Europa del Estado Austriaco, no puedo evitar experimentar una gran perplejidad (a la vez que agradecimiento) al ver mi nombre añadido a una lista que me hace ser menos yo y existir menos. O tal vez me haga existir un poco más, quién sabe, cuando, como ahora, no estoy encerrado en mi habitación, o a escondidas, tecleando en mi vieja y anacrónica máquina (o "jugando en casa, como un niño, con papel", como dijo Stevenson), y en modo alguno puedo creer que mis libros estén aislados. Cuando con benevolencia y claridad se me muestra, por el contrario, que, me guste o no, forman parte de una muy larga y noble cadena llamada literatura europea. Muchas gracias.  ººº

miércoles, 6 de julio de 2011

ELEANOR RIGBY - LOS BEATLES

de izq.a der.: GEORGE, PAUL, RINGO, JOHN


"Eleanor Rigby" es una canción del grupo The Beatles lanzada simultáneamente en el álbum Revolver y como sencillo doble lado-A. La canción fue escrita principalmente por Paul McCartney pero acreditada a Lennon/McCartney. Con un doble cuarteto de cuerdas orquestado porGeorge Martin y la llamativa letra sobre la soledad, la canción hizo continuar la transformación del grupo, principalmente en el pop haciendo ver una banda de estudio más seria y experimental. Rolling Stone la puso en el puesto número 137 de su listado de las 500 mejores canciones de la historia
La canción fue escrita en la casa de John y el nombre original era "Ola Na Tungee" y el cura se iba a llamar Father McCartney, hasta que se dieron cuenta que todos iban a pensar que estaban hablando del padre de Paul, así que cambiaron el nombre a MacKenzie.
Paul siempre sostuvo que el nombre "Eleanor" lo tomó de la actriz Eleanor Bron (quien actuó en la película Help!) y el apellido "Rigby" era una tienda de abastos ubicada en la ciudad de Bristol. Pero durante la época de los 80, alguien encontró una tumba en el patio de la iglesia St. Peter (lugar donde se conocieron John y Paul), cuyo epitafio tenía grabado el nombre de "Eleanor Rigby" (muerta el 10 de octubre de1939 a la edad de 44 años).
En relación a este hecho, Paul se refiere diciendo:
"El patio de la iglesia St. Peter era un lugar que John y yo frecuentábamos regularmente, es posible que haya visto la tumba con el nombre y quizás inconscientemente lo haya recordado o relacionado; quizás mi memoria se clavó particularmente en ese recuerdo, o en el nombre, Eleanor. Pero el nombre no me resultaba suficiente, quería un apellido poco común, y recuerdo un día, caminando con Jane por la ciudad de Bristol, divisé una tienda con el nombre Rigby, y pensé -eso es, ya lo tengo-."
En la avenida Stanley Street, Liverpool, se encuentra una estatua representada por una mujer sentada en un banco, y que había sido diseñada por el artista Tommy Steele con una placa que reza "Donated to all the lonely People".
La canción fue grabada entre los días 28 y 29 de abril, y el 6 de junio de 1966, en los estudios 2 y 3 de EMI Studios, con Paul McCartney como voz principal y John Lennon y George Harrison haciendo los coros. Los demás músicos que participaron en la grabación de este tema son: Tony Gilbert, Sidney Sax, John Sharpe y Jurgen Hess en los violines; Stephen Shingles y John Underwood en las violas, y Derek Simpson y Norman Jones en los violonchelos.
En 2008, se subastó un documento acerca de Rigby. El manuscrito es un registro salarial del hospital de la ciudad de Liverpool y presenta el nombre y la firma de E. Rigby, una asistente de cocina que había firmado por su pago mensual. Sus ganancias anuales sumaban 14 libras. Este documento estaba en poder de Paul McCartney hasta que fue donado para una fundación de ayuda a los discapacitados. ■


ELEANOR RIGBY *(LennonMcCartney)

Ah, mira toda la gente solitaria
Ah, mira toda la gente solitaria
Eleanor Rigby
Recoge el arroz en la iglesia donde se ha celebrado una boda
Vive en un sueño
Espera en la ventana
Con una cara que guarda en una jarra junto a la puerta
¿Para quién es?
Toda la gente solitaria
¿De dónde viene?
Toda la gente solitaria
¿De dónde es?
El padre McKenzie
Escribe un sermón que nadie oirá
Nadie se acerca
Mírale trabajando
Zurciendo sus calcetines de noche cuando no hay nadie
¿Qué más le da?
Toda la gente solitaria
¿De dónde viene?
Toda la gente solitaria
¿De dónde es?
Ah, mira toda la gente solitaria
Ah, mira toda la gente solitaria
Eleanor Rigby
Murió en la iglesia y fue enterrada con su nombre
Nadie acudió
El padre McKenzie
Limpiándose el polvo de las manos mientras se aleja de la tumba
Nadie se salvó
Toda la gente solitaria
¿De dónde viene?
Toda la gente solitaria
¿De dónde es?.
* Artesanías no puede garantizar la calidad de la traducción, pero es lo que hay.