Recuerdos del Penal de Devoto
(1974-75)
Me detuvieron porque no estaba atenta a los signos de la
realidad que intentaron, sin éxito, despertarme del letargo en que estaba
sumida. Hoy podría decir que a dos semanas de mi último parto, las hormonas
danzaban en mi interior y confundían mi mente. Puede que si, puede que no…
Los hechos ocurrieron asi y no pude cambiarlos.
A lo largo de casi cuarenta años viví y reviví esos
momentos, muchas veces no quise resistir el pensamiento: "¿y si...?"
Pero los hubiera, podría, sería son inútiles y no
modifican la realidad. Solo clavan puñales en el corazón.
En definitiva estuve presa once meses y para nuestra
suerte, la buena estrella de mi familia
nos guió (no me volví creyente, lectores, es una metáfora) hasta este país
en el que vivimos desde entonces.
Hechas estas aclaraciones, retomo el hilo de lo que
quería relatar, o en lenguaje posmoderno, compartir….
Durante diez días, mi compañero y yo estuvimos
incomunicados, parte del tiempo encapuchados, sin hablar con nadie y escuchando
casi a toda hora los alaridos de las personas torturadas. Nos daban algo para
comer y nos llevaban al baño si lo pedíamos. Ese era el único contacto que
teníamos con otras personas. En esos díez días no vi a nadie, ni hablé con
nadie. En la pequeña celda donde traté de mantener la cordura no había ventanas
ni ningún objeto que pudiera distraerme de mí misma. Y esa política que supongo,
tendía a aterrorizar a los detenidos, a quitarles fuerza y determinación, por
el contrario, me llevó a mi primer momento de valentía.
Nunca había sufrido adversidades y esa primera vez pude
mantener mi calma y salir de allí ilesa.
Diez días más tarde nos trasladaron a una cárcel. Esa
primera noche aún estuve aislada, pero había una cama y un baño. Al poco tiempo
de estar allí, sentí gritos, me llamaban a mí. Voces cálidas, jóvenes
preguntaban mi nombre. Un rato más tarde la celadora me trajo comida caliente y
ropa que esas mujeres, totalmente desconocidas, me enviaron.
Tenía hambre, quería lavarme y cambiarme la ropa endurecida
de suciedad y sudor que me raspaba el cuerpo, pero no pude hacer nada. Todos
los muros y represas que había construído en esos díez días se destruyeron y
lloré largamente. Lloré por mi, por mis hijos, por mi compañero y por la vida
que ya sabía había perdido en forma irreparable.
Al día siguiente conocí a todas esas jóvenes mujeres que
durante once meses fueron mis amigas, mis hermanas, mi única familia.
Hoy, después de 40 años, las sigo recordando y queriendo.
Muchas están muertas, las fuerzas de seguridad, el cáncer y otras enfermedades
las fueron destruyendo y, aunque no recuerdo el nombre de todas, sus rostros
están grabados en mi alma.
Ester Mann