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jueves, 20 de marzo de 2014

Ester Mann


Recuerdos del Penal de Devoto

(1974-75)

Me detuvieron porque no estaba atenta a los signos de la realidad que intentaron, sin éxito, despertarme del letargo en que estaba sumida. Hoy podría decir que a dos semanas de mi último parto, las hormonas danzaban en mi interior y confundían mi mente. Puede que si, puede que no…

Los hechos ocurrieron asi y no pude cambiarlos.
A lo largo de casi cuarenta años viví y reviví esos momentos, muchas veces no quise resistir el pensamiento: "¿y si...?" Pero los hubiera, podría, sería son inútiles y no modifican la realidad. Solo clavan puñales en el corazón.

En definitiva estuve presa once meses y para nuestra suerte,  la buena estrella de mi familia nos guió (no me volví creyente, lectores, es una metáfora) hasta este país en el que vivimos desde entonces.

Hechas estas aclaraciones, retomo el hilo de lo que quería relatar, o en lenguaje posmoderno, compartir….

Durante diez días, mi compañero y yo estuvimos incomunicados, parte del tiempo encapuchados, sin hablar con nadie y escuchando casi a toda hora los alaridos de las personas torturadas. Nos daban algo para comer y nos llevaban al baño si lo pedíamos. Ese era el único contacto que teníamos con otras personas. En esos díez días no vi a nadie, ni hablé con nadie. En la pequeña celda donde traté de mantener la cordura no había ventanas ni ningún objeto que pudiera distraerme de mí misma. Y esa política que supongo, tendía a aterrorizar a los detenidos, a quitarles fuerza y determinación, por el contrario, me llevó a mi primer momento de valentía.
Nunca había sufrido adversidades y esa primera vez pude mantener mi calma y salir de allí ilesa.

Diez días más tarde nos trasladaron a una cárcel. Esa primera noche aún estuve aislada, pero había una cama y un baño. Al poco tiempo de estar allí, sentí gritos, me llamaban a mí. Voces cálidas, jóvenes preguntaban mi nombre. Un rato más tarde la celadora me trajo comida caliente y ropa que esas mujeres, totalmente desconocidas, me enviaron.

Tenía hambre, quería lavarme y cambiarme la ropa endurecida de suciedad y sudor que me raspaba el cuerpo, pero no pude hacer nada. Todos los muros y represas que había construído en esos díez días se destruyeron y lloré largamente. Lloré por mi, por mis hijos, por mi compañero y por la vida que ya sabía había perdido en forma irreparable.
Al día siguiente conocí a todas esas jóvenes mujeres que durante once meses fueron mis amigas, mis hermanas, mi única familia.

Hoy, después de 40 años, las sigo recordando y queriendo. Muchas están muertas, las fuerzas de seguridad, el cáncer y otras enfermedades las fueron destruyendo y, aunque no recuerdo el nombre de todas, sus rostros están grabados en mi alma.

Ester Mann