GERARDO PENNINI |
EL MONASTERIO DE LAS GUINDAS
“¡Échale guindas al pavo!” Un dicho español que supo ser muy común.
Fue lo primero que se me ocurrió al ver esas dos colinas bajas, suaves,
cubiertas de guindos, como dos agregados sin razón en medio de una campiña casi
plana. Separando las colinas, un arroyo plácido y distraído corría como reguero
de sudor entre dos pechos. Ya más cerca, la foresta que sombreaba las suaves
laderas se veía acribillada de pequeñas gotas rojas sobre las que bajaban
voraces pajaritos; y también se apreciaba una diferencia entre ambas
protuberancias; la del oeste –o sea a mi izquierda – era amesetada, sin el
perfil redondeado en la cima que destacaba a la de mi derecha.
Antes había un bosque de robles – dijo a mi lado una voz de
conejito – Cuando llegaron los monjes plantaron guindos.
Miré hacia abajo y descubrí al niño, muy serio y aplicado.
¿Primero hubo monjes por aquí? – le pregunté. Elevó un dedito
negador delante de mi nariz.
No, primero no, primero estaban los dueños de los robles y de muchos
caballos.
El chico hizo silencio cruzando las manos a la espalda. Sin duda
esperaba mi pregunta como precio de algún conocimiento importante.
¿Y cuándo llegaron los monjes?
Mucho después. Hubo un tiempo de guerras y todo esto quedó sin
gente, solamente estaban los robles. Tampoco quedaron los caballos porque se
los llevaron a la guerra.
El relato empezaba a llenarme de admiración, cuántas cosas cabían
en un conejito tan chiquito.
¿Cómo es que sabes tantas cosas antiguas?
Mi abuelo me contó. Debe haber sido en tiempos de su abuelo creo,
porque me dijo que lo traía acá, le mostraba todo y le iba contando historias.
Después mi papá trabajando en el campo encontró cosas enterradas y mi abuelo
dijo que son cosas de esos tiempos.
Ya me había interesado completamente de manera que me senté en el
césped cortado por las ovejas como un jardín y lo animé a que siguiera el
relato.
Fue cuando terminaron las guerras. Llegaron unos hombres y mujeres
en carros y comenzaron a cortar el bosque para hacer sus casas y para leña. Se
fueron acabando los robles.
¿Y los monjes?
Despacio, no se apure. Mi abuelo dice que las cosas apuradas no
salen bien.
Tendría que comerme las uñas y esperar los tiempos del abuelo.
La gente de casas de madera le tenía miedo a esas cosas – señaló
con un dedo las colinas- cortaban los árboles pero todo era a la luz del sol.
Mi abuelo dice que también hacían sacrificios. ¿Usted sabe qué son sacrificios?
Mataban algún animal antes de subir a talar con hachas.
Sacó del bolsillo una manzana y se puso a masticar con dedicación
mientras yo me balanceaba impaciente. Tragó un par de bocados y continuó:
Ya hacía tiempo que vivía esa gente acá, tenían ovejas y cazaban
jabalíes en invierno. Pero dice mi abuelo que como no había más robles, no
había bellotas y entonces los jabalíes se fueron a otra parte. Entonces
comenzaron a hacer más sacrificios en las piedras de las colinas. Mi papá
encontró algunas de esas piedras que tienen formas raras, muchos adornos raros.
¿Habrán llamado a los monjes para eso? - disparé al azar.
No, los monjes llegaron solos. Al principio se
pelearon mucho porque vieron los sacrificios, todos se enojaron y los monjes
salieron perdiendo.
¿Qué quiere decir eso?
Que la gente de acá mató algunos – dijo el
chico con cara de circunstancias- pero siguieron viniendo. Dice mi papá que fue
bueno, porque les enseñaron a los de las casas a sacar agua del arroyo, regar
los sembrados y muchas cosas útiles. Por ejemplo, hubo un gran incendio y se
quemaron muchas casas. Los monjes les enseñaron a fabricar ladrillos.
¡Qué bien! – dije por decir algo, porque había
dado otro mordisco a la manzana.
Entonces se hicieron amigos – continuó después
de un rato- y los monjes plantaron esos guindos. Dejó de caer tierra de las
colinas cuando llovía y dejaron de aparecer piedras raras. Fue lo que su abuelo
le contó a mi abuelo.
Pero eso debe haber
pasado mucho antes de que viviera ese señor.
No sé, así me contaban
el cuento. ¿No le interesa?
Me alarmé,
si conejito se ofendía me quedaría sin saber el final.
No, no, estoy muy entusiasmado con tu historia.
Bueno, la cosa es que una vez, cuando ya los
guindos daban frutos y el valle estaba lleno de granjas, vino el jefe de todos
los monjes. Él tuvo la culpa.
¿La culpa de qué?
Juntó a todos y les ordenó que construyeran un
monasterio en la cumbre de ésta colina ¿la ve? – señaló a del oeste, la más
chata – Ordenó a los granjeros que fabricaran ladrillos, que buscaran madera y
que acarrearan piedras desde lejos. El monasterio iba a ser algo grande. ¿Usted
conoce un monasterio?
Y…sí – la pregunta me sorprendió y empecé a
pensar a toda velocidad qué monasterio conocía yo, no quería mentirle, pero
siguió como si nada.
Es un edificio grande, lleno de ventanas, con
alguna torre. Allí pueden vivir muchos monjes porque también tiene una cocina
muy grande.
Tu papá te ha contado muy bien cómo es.
No, fue mi abuelo, él ha viajado mucho.
Impaciente
pregunté:
¿Y lo construyeron?
En eso estaban. Un día un chico como yo se paró
junto al que mandaba y le dijo que no siguieran poniendo cosas sobre la colina.
Lo llevaron al pobre chico con los monjes para que dejara de creer en esas
cosas antiguas. Pero después una mujer se paraba al pie de la cuesta y les
gritaba que pararan, que estaban haciendo mal. La apartaron, le dijeron al marido
que la encerrara y siguieron. Un día fue uno de los ancianos el que avisó que
no siguieran la obra allá en la cima. Nadie del valle se animaba a subir, los
mismos monjes trabajaban con las paredes y las columnas. La gente dejó de
colaborar con ladrillos, dejó de poner sus carros, todos se iban apartando.
Hizo
una pausa tan larga que me iba a romper los nervios.
¿Ve esas nubes? – señaló al sur.
Sí, las veo – dije
Si fueran más grises y pesadas quiere decir que
va a llover. Eso mismo le habían
enseñado a los monjes. Pero ocupados en su obra y apurados con las órdenes del
que mandaba se olvidaron. Cuando las nubes se hicieron oscuras se levantó
viento y los pájaros se asentaron en las ramas. Pero nadie avisó a los monjes.
El niño se puso de pie, sacudió sus manos en el
pantalón y me miró como esperando algo.
¿Terminó la historia? – pregunté asombrado
¡Y claro! Llovió tanto, tanto como llueve en
otoño. La construcción que ya casi llegaba al techo se cayó.
¿Cómo que se cayó? ¿Nada más?
Se cayó, se hundió en el suelo –señaló la cima incompleta
- ¿no ve que falta algo allí? Se lo tragó la tierra, junto con algunos monjes y
el que los mandaba.
¿Y los guindos?- dije haciendo la pregunta más
idiota de mi vida.
¡Ah, no! Los guindos no hicieron nada malo.
Un cuento que mantiene el suspenso y la curiosidad hasta el final que acontece con un remate de la mejor tradición cuentística, ameno y entretenido como siempre, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarHermoso cuento, Gerardo!!! Me adhiero a lo que escribió Trinelli pero no me resigno a quedarme sin saber como sobrevivieron los guindos si todo se hundió!!!
ResponderEliminarLa parte del cuento que deja la incógnita, es siempre para que nosotros, lectores, nos demos manija e imaginemos. Es grato leer a este autor, cuyas palabras e imágenes se deslizan con simpleza.
ResponderEliminarLily Chavez
Entretenido y con bonitas figuras literarias. Merece desafiar el dicho con una segunda parte.
ResponderEliminarSIMPLEMENTÉ ME ENCANTÓ, ESE NIÑO SABIONDÓN, PROLIJANTE DESCRIPTO Y COMO DICHE CHAVEZ QUE SE DESLIZA SIMPLE, SUAVE, COMO LA CREMAS SOBRE EL CUERPO (ESTO LO AGREGO yO), ENTRETIENE, NO COMPLEJIZA PARA NADA SU COMPRENSIÓN, Y NO ME IMPORTA SABER QUE PASÓ CON LOS GUINDOS PORQUE ASÍ, ESTÁ GENIAL. FELICITACIONES AL AUTOR. MARTA COMELLI
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