“Tal vez sea bueno que el sexo haya pasado
ser algo natural para el común de los mortales. Para mí nunca lo fue, no lo es.
Ver a una mujer desnuda en una cama ha sido siempre la más inquietante y
turbadora de las experiencias.”
Mario Vargas Llosa,
El pez en el agua
En aquellos años yo vivía en Lima, era joven, y, las
personas que me conocían, me consideraban apuesto e inteligente, con un futuro
prometedor —cosa que jamás llegué a creer—. Y ahora, con los embates del
tiempo, confieso que fue todo lo contrario. De apuesto no me queda ya un
recuerdo fijo. Sí, cómo verán, me clasifico como un perdedor, un escritor
fracasado, con miles de proyectos que se quedaron en el tintero.
Lima, durante el invierno, es una ciudad inapropiada para
las almas puras y para la melancolía. Y lo único que hacía era leer largas
novelas que me compraba con la ayuda de un pariente, que vivía al otro lado del
mundo. Tenía las cosas claras: sería escritor y, sobre todo, viviría en París,
escribiendo las historias que me harían famoso. No como ahora que me he
convertido en una carroña y ya unas canas blancas brotan de mi cabeza.
Después de terminar alguna lectura, me refugiaba en algún
café-internet, leía blogs literarios, portales noticiosos (sobre todo, la
sección cultural). Y los sábados por la mañana partía hacia el otro extremo de la ciudad, a la casa
de un notable escritor para que revisara mis manuscritos. Todo marchaba
perfecto, al menos eso creía yo.
Cuando, no recuerdo cómo, me topé con una extraña página
web (muy distinta las que solía frecuentar).
Se ofrecía muchachas de distintas nacionalidades y edades. Desde luego,
todas hermosas, blancas como copos de nieve, morenas como el color del pan
tostado. Esas imágenes sensuales me entusiasmaron y pensé que la chica de mis
sueños —en esos tiempos tenia sueños, ahora no— estaba ahí, refugiada en el
mundo del ciberespacio sexual, esperando que al hombre correcto, aquel que la
salvara (en este caso vendría hacer yo) para siempre.
Y en efecto la encontré, pues en la página estaban todos
sus datos, su número de teléfono y, por supuesto, sus medidas, que eran sin
exagerar, las medidas idóneas, perfectas.
Un viernes por la tarde decidí llamarla, recuerdo que estaba
nervioso, y un leve sudor nacía de mi frente. Ella tenía un dejo raro al
hablar, y a la vez noté que ese dejo le producía una cierta elegancia difícil
de definir. Pactamos la cita a las siete de la noche, en el hotel Pacífico de
Miraflores.
Siempre acostumbro llegar a las citas a la hora prevista.
Y aquella vez no fue la excepción. El hotel se mostraba acogedor. No tardé
mucho en registrarme, la recepcionista
me pareció tan cordial que llegué a pensar que se había enamorado de mí.
Un camarero de rasgos andinos, me condujo hasta la habitación. A pesar de estar
fría, era grande y espaciosa, había sobre la cama una pila de toallas, jabones
de baño junto a un rollo de papel higiénico. Una mesita en forma de óvalo,
acompañada de dos sillas.
Despaché al camarero, sin darle una propina (ya que en
ese tiempo yo también vivía de propinas y mi encuentro con esa criatura de
fábula se pudo gestar gracias al ahorro de varios meses). Fui al baño, me alisé
el cabello. Y reposé sobre una silla de madera esperando a que llegara la
muchacha del aviso sexual.
No pasó mucho tiempo y, en el pasillo, el sonido que
producían sus zapatos (tacos altos) con el piso me percató de su presencia.
Toco la puerta y, al abrirla, una leve ráfaga de aire
acarició mi cara.
—¡Oh, no puede ser!
—exclamó sorprendida, mientras pasó a la habitación.
—¿No puede ser qué? —pregunté de
inmediato.
—En esta habitación tuve mi primer
encuentro hace muchos años. Nunca he coincidido en la misma habitación. Creo
que es señal de buena suerte, ¿no?
—Tú no eres la chica del aviso —le
reclamé, algo furioso—. ¡No eres! Estás un poco gorda y no me gustas.
—Bueno, papito, no tengo todo el
tiempo. Decide tú, yo no me hago paltas…
Me quedé en silencio contemplando con
un inocultable asco sus formas.
—¿Vamos a acostarnos o no?
Asentí con la cabeza. Ella cerró la
puerta y se empezó a desnudar maquinalmente y se acostó en la cama.
—Ven —me llamó—. No te voy a defraudar.
Le hice caso y, al poner la cabeza
sobre la almohada, cerré los ojos. Ella me quitaba la ropa con paciencia y yo
trataba de pensar en otra cosa. Me hizo sexo oral y luego me dijo:
—Ya puedes subir, estoy lista.
Fue la peor relación sexual de mi vida.
Apenas terminamos me metí a la ducha y estuve como media hora allí. Salí cuando
el agua se enfrió demasiado y ya me resultaba intolerable.
Ella ya se había ido. Descubrí que dejó
una notita con su nombre: Soy Nadia, la chica de Buticelli. Mi correo
nadialove@hotmail.com y mi celular 954853546.
Rompí la tarjeta y me puse a llorar. El
mundo era muy injusto: hasta las putas se burlaban de mí.
Antes de irme, recogí del suelo los
pedazos de la tarjeta. Al llegar a casa, armé el pequeño rompecabezas y le
mandé un correo electrónico en donde le informaba que había sido el mejor polvo
de mi vida. “Te extraño”, le dije al final y me sentí un mentiroso profesional.
Creo que aún puedo ser escritor, a pesar de todo.
Y bueno ....la vida y las experiencias siempre enseñan!!
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