lunes, 1 de abril de 2013

Jordan Martín Jáuregui Meza




 

 Miembro del Colectivo Sabotaje. Participó del Taller “Las sombras de las palabras: la escritura como confesión” (2013).

Freno de mano

«Mi propia ley es el roce de tu piel.»
Andrés Calamaro

 

Estaba fumando de espaldas al suelo, en el techo, mirando las estrellas. Pensaba una y otra vez en mi «lista de cosas por hacer»: uno, olvidar a Fiorella; dos, dejar de pensar en ella; tres, dejar de soñar con ella; cuatro, dejar de masturbarme pensando en su mirada, aquella tarde, a media luz; cinco, dejar de fumar; seis, escribir algo. Ahora que soy un cenicero humano, creo que puedo comenzar.
No quería ir a la facultad, me hastiaba fingir ante mi padre. Me regaló una moto cuando ingresé, luego esta laptop, en la que suelo refugiarme. «Quiero ser escritor», me repetía tontamente. No quería ir a ningún lado, así que un día me encerré en el hotel Florentino, frente a la universidad. Salía de casa y me iba directo allí, buscaba algunas putas en el periódico y las esperaba, una a una, hora a hora, billete a billete, sueño a sueño. Llamaba a María en la tarde y salía a pasear con ella. Así pasé varios meses. 
Ella todavía estaba en el colegio. Yo le inventaba alguna anécdota exagerada sobre la vida universitaria. Me creía. Todo iba bien hasta que comenzó a contarme cómo sus compañeros la manoseaban, cómo le gustaba y cuánto quería que yo estuviera en clases con ella. Un día le dije: «Ya basta, carajo, deja de contarme esas huevadas». Desde entonces dejó de hacerlo. Pasaba el día en el hotel, pensando en las manos de algún chico bajo su falda, en sus nalgas frotándose contra el pantalón de alguno de ellos, en sus labios en los de algún imbécil de ésos. De todas formas, la llamaba a las seis y nos veíamos. Siempre lo hicimos en mi cuarto. 
Con mucha cautela, sacaba la tarjeta de la cartera de mi madre. Doscientos soles al día, rompía de prisa el ticket de la transacción apenas salía del cajero (ni siquiera quería verlo). Con el dinero en el bolsillo, comenzaba la rutina. Alondra era mi favorita. «Quiero ser tu mujer», me decía: «no importa si algún día me caso, quiero estar contigo siempre», y yo, sin pensarlo, le prometía amor incondicional. Le dejaba el dinero dentro de un libro, sobre la mesa de la habitación. Así perdí todos los de Cortázar. Las demás no fueron muy memorables. Cierta vez casi me quedo dormido mientras la mujer de turno se agitaba sobre mí. Se enojó un poco, no pude venirme —quizá por la droga—, después de diez minutos se fue. 
Los sábados salíamos en la moto, sin casco ni condones. Lo que no me gustaba de María es que no la sabía chupar, sentía sus dientes, me hacía doler y me retorcía como un gusano, haciendo gestos de placer e incomodidad. El exceso de Postinores le produjo retrasos en el ciclo menstrual que poco nos importaban. Nos besábamos en cada semáforo, si es que era necesario detenerse. Cuando iba a mucha velocidad, comenzaba a bajar sus manos desde mi pecho, hacía mi falo. Lo sujetaba fuertemente, yo aceleraba más, y ella lo apretaba aún más. A veces, cuando iba despacio, se me antojaba decirle: «Jala el freno de mano, que quiero detenerme para besarte». A pesar de todo, aquellos fueron los peores días de mi vida. 
Nunca estuve enamorado de María, sin embargo, entre los amigos era requisito tener enamorada. Nos encontrábamos en la casa de Alfredo, entre cervezas y Calamaro. Intercambiábamos nuestros celulares y leíamos los mensajes morbosos que ellas nos mandaban. Nunca les conté lo de mis putas (tampoco hablábamos de la universidad, pues creo que a todos nos llegaba al pincho). Un buen día, dejé de verlos. Yo era el único que iba a la UNSA. Bastó con decirles «Mariátegui» y «marihuana», para que dejaran de tratarme igual. Así que comencé a tomar solo, con la «Alta Suciedad» en los audífonos, sentado en algún parque. 
María tampoco estaba enamorada de mí, quizá porque nunca entendí bien los códigos de su entorno. Un mal día supo lo de Fiorella, fue la primera vez que dijo que me quería. Dejamos de vernos. La última vez que estuvimos juntos, lloraba mucho, por los ojos y la vagina. Yo escupí adentro suyo; y ella lo hizo también, meses después, cuando lloraba por Fiore en algún parque que ya no quiero recordar.
Nunca supe ponerle freno de mano a la melancolía. Quizá por eso quiero ser escritor.
 


4 comentarios:

  1. Existe un vértigo en el relato que desnuda el vacío del protagonista que es enfrentado a su propio abismo entre sexo y sustancias después la melancolía. Carlos Arturo Trinelli

    ResponderEliminar
  2. Me gustó, por esa sucesión de imagenes, que creo es el vértigo del que habla Arturo. Felicitaciones Jordan

    Lily Chavez

    ResponderEliminar
  3. Si, muy buen narrador, sumerge al lector en la vorágine de la vida de un varón adolescente ya en el umbral de la vida adulta, aunque tal vez él no lo sepa.

    ResponderEliminar
  4. El autor tiene un estilo propio de narrar, de describir la vida que puja abriendo cerrojos, con autenticidad y una manera de revelarse y revelarnos sin falsos prejuicios.
    Felicitaciones al autor.
    MARITA RAGOZZA

    ResponderEliminar