Está en llamas el jardín natal
(fragmentos)
1
Fui desde mi casa, a la casa de los abuelos, desde la chacra de mis padres a la chacra de los abuelos. Era una tarde gris, pero, suave, alegre. Como lo hacían las niñas de entonces, me disfracé para pasar desapercibida, me puse mi máscara de conejo, y así anduve entre los viejos peones y los nuevos peones, saltando crucé el prado y llegué a la antigua casa. Recorrí las habitaciones. Todos estaban felices. Era el cumpleaños de alguien. Por los cuatro lados habían puesto jarritas de almíbar y postales. En medio de la mesa, una exquisita ave, un muerto delicioso, rodeado de lucccillas. El abuelo que siempre estaba serio, esta vez se sonreía y se reía; y antes de que bajase la tarde, me dijo que fuera con él al jardín, y que iba a mostrarme algo. Ya allá arrojó al aire una moneda; yo la vi rebrillar, al caer se volvió un caramelo, del que, enseguida, salió una vara larga y florida como un gladiolo, a cuya sombra yo me erguí, y que creció aún más, después, y duró por varias semanas.
Yo soy de aquel tiempo,
los años dulces dela
Magia.
3
Una tarde en que llovía misteriosamente sobre las cosas, y
andaban por el jardín los cangrejos con su piel patética, y los hongos
venenosos echaban un humo gris, y habían venido las vecinas, al través de las
plantas todo mojadas, de los tártagos de ásperos perfumes, a visitar a mi
madre, y estaban, de pie, riéndose, cada una con una langosta en el hombro,
verde, brillante, recién caída del cielo, un caracol de azúcar; pero, sin darse
cuenta de nada, se reían, y mi madre les contestaba riendo. Las vecinas con sus
altas coronas de piedras de agua, parecían unas reinas salidas de la laguna, de
lo hondo del pastizal.
Y yo, sin rumbo, allí, avanzaba, retrocedía, iba hasta la casa, salía, mirando pasar la lluvia, las nubes, la historia del jardín.
9
Una noche desperté sentada en el lecho, helada, en esa casa donde me habían abandonado hacía tanto tiempo. Y él, ya estaba entrando, por tres ventanas, a la vez, su triple presencia; le vi el mantón como una cauda, un ala, un rostro desierto. Mi pequeña faz se congeló. Pensé en conjurarlo de algún modo, exorcisarlo; tal vez, algún efluvio de la infancia le detuviese, un grito, pensé en recuerdos, platos blancos, sábanas blancas, oréganos, violetas. Tal vez, pudiese fingir que era más grande y desafiarlo. Pero, él estaba allí, erguido, como tres caballos. Inmóvil, e impaciente; en sus tres lugares.
10
A veces, cuando el verano se volvía demasiado intenso —era todavía una niña, en la edad del huerto—, armábamos los lechos, fuera; entonces, todo parecía tan extraño. Mis familiares volaban un poco; pero, luego, se adormecían; yo quedaba escudriñando el cielo; por entre las estrellas, las antiguas naves seguían su lid. O me sobresaltaba el galope de un caballo a lo lejos, muy a lo lejos, el ladrido de los perros, en un lugar sin nombre, su eterno canto. Y estaban la hierba salvaje, el orégano, la violeta, la gallina blanca que pone un huevo negro, tal vez, desde allí —quizá— saldría un perrito, una criatura humana; un viejo pariente podría resucitar de allí.
Pero, más allá del hechizo familiar, todo se cumplía otra vez, la noche era infinita y azul y las naves partían. A la guerra de Troya.
11
El zapallo estaba allá, pesado, quieto. Parecía una luna antigua y perfumada. El mismo de cien años antes y el nacido ayer. Las luciérnagas, rompían a cada segundo el aire inmortal.
Salía humo de las dos casas. De la de él, con picos rojos; de la mía, con torres negras. Era la hora de los panes y de la lámpara. A veces, nos huíamos de nuestros padres —él y yo— y tomados de las manos íbamos al través del aire oscuro hacia el pie del huerto, a besarnos levemente, arriba de los labios.
El zapallo estaba allí, dormido a todo; pero, al vernos, daba un salto.
Fui desde mi casa, a la casa de los abuelos, desde la chacra de mis padres a la chacra de los abuelos. Era una tarde gris, pero, suave, alegre. Como lo hacían las niñas de entonces, me disfracé para pasar desapercibida, me puse mi máscara de conejo, y así anduve entre los viejos peones y los nuevos peones, saltando crucé el prado y llegué a la antigua casa. Recorrí las habitaciones. Todos estaban felices. Era el cumpleaños de alguien. Por los cuatro lados habían puesto jarritas de almíbar y postales. En medio de la mesa, una exquisita ave, un muerto delicioso, rodeado de lucccillas. El abuelo que siempre estaba serio, esta vez se sonreía y se reía; y antes de que bajase la tarde, me dijo que fuera con él al jardín, y que iba a mostrarme algo. Ya allá arrojó al aire una moneda; yo la vi rebrillar, al caer se volvió un caramelo, del que, enseguida, salió una vara larga y florida como un gladiolo, a cuya sombra yo me erguí, y que creció aún más, después, y duró por varias semanas.
Yo soy de aquel tiempo,
los años dulces de
3
Una
Y yo, sin rumbo, allí, avanzaba, retrocedía, iba hasta la casa, salía, mirando pasar la lluvia, las nubes, la historia del jardín.
9
Una noche desperté sentada en el lecho, helada, en esa casa donde me habían abandonado hacía tanto tiempo. Y él, ya estaba entrando, por tres ventanas, a la vez, su triple presencia; le vi el mantón como una cauda, un ala, un rostro desierto. Mi pequeña faz se congeló. Pensé en conjurarlo de algún modo, exorcisarlo; tal vez, algún efluvio de la infancia le detuviese, un grito, pensé en recuerdos, platos blancos, sábanas blancas, oréganos, violetas. Tal vez, pudiese fingir que era más grande y desafiarlo. Pero, él estaba allí, erguido, como tres caballos. Inmóvil, e impaciente; en sus tres lugares.
10
A veces, cuando el verano se volvía demasiado intenso —era todavía una niña, en la edad del huerto—, armábamos los lechos, fuera; entonces, todo parecía tan extraño. Mis familiares volaban un poco; pero, luego, se adormecían; yo quedaba escudriñando el cielo; por entre las estrellas, las antiguas naves seguían su lid. O me sobresaltaba el galope de un caballo a lo lejos, muy a lo lejos, el ladrido de los perros, en un lugar sin nombre, su eterno canto. Y estaban la hierba salvaje, el orégano, la violeta, la gallina blanca que pone un huevo negro, tal vez, desde allí —quizá— saldría un perrito, una criatura humana; un viejo pariente podría resucitar de allí.
Pero, más allá del hechizo familiar, todo se cumplía otra vez, la noche era infinita y azul y las naves partían. A la guerra de Troya.
11
El zapallo estaba allá, pesado, quieto. Parecía una luna antigua y perfumada. El mismo de cien años antes y el nacido ayer. Las luciérnagas, rompían a cada segundo el aire inmortal.
Salía humo de las dos casas. De la de él, con picos rojos; de la mía, con torres negras. Era la hora de los panes y de la lámpara. A veces, nos huíamos de nuestros padres —él y yo— y tomados de las manos íbamos al través del aire oscuro hacia el pie del huerto, a besarnos levemente, arriba de los labios.
El zapallo estaba allí, dormido a todo; pero, al vernos, daba un salto.
LA MAGIA CREATIVA DE ESTA EXTRAORDINARIA ESCRITORA, IMPOSIBLE AGREGAR SOBRE SUS TRABAJOS ALGUNA PONDERACIÓN QUE SUME. MAGA. GRACIAS POR PRESENTARNOS, TRAERNOS AL RECUERCO E INCENTIVAR SU RELECTURA. MARTA COMELLI
ResponderEliminarLa escritura de Marosa es tan firme, tan clara, que releerla es un verdadero placer. Gracias artesanías por la publicación
ResponderEliminarLily Chavez
Palabras que le hablan al alma, que dejan a un lado la razón y por eso me llegan sin que yo logre saber porqué y cómo. Despiertan esas ansias de belleza escondidas en cada espíritu...
ResponderEliminarEpisodios plenos de poesía como el trayecto de un sueño deseado, disfruté del placer de leer, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarPoeta excéntrica, audaz, con registros verbales únicos, libres. . .
ResponderEliminarFelicitaciones a Artesanías por traer a Marosa di Giorgio.
MARITA RAGOZZA