domingo, 17 de marzo de 2013

Gerardo Pennini





LAS AMISTADES DE BARTOLO

En las tardes inacabables de verano, aunque lloviera, Bartolo y el almirante Zarandarena se juntaban en el almacén de Musa. Como si dijéramos el agua y el aceite. Mario Nicolás Zarandarena había sido retirado de la armada por ciertos comentarios inconvenientes cuando se negó a sacar un viejo acorazado al mar y apuntar los cañones a la capital, en una de aquellas revoluciones, que ya pocos recuerdan. Don Nicolás había dicho “Para qué gastar pólvora en chimangos, si el mar es de los ingleses y van a seguir pirateando mientras no los pongamos en caja, nuestros compatriotas no son el enemigo”. Lo único que pusieron en caja fueron su gorra y sus galones y así volvió un día a la estancia “Las Gallaretas” que en realidad pertenecía a su mujer, una McTress Alburafeño. La señora venía de escoceses ovejeros llegados en la época de Rosas, o sea que mucha simpatía tampoco tenía por los ingleses, y de españoles nuevos, con cierto tufillo a moros de Andalucía. Cómo se hicieron amigos el almirante y el muchacho criado a palo y mate cocido, era un secreto para el pueblo, pero cuando el hacendado llegaba en su vetusto De Dion Bouton pedorrero y asmático, estacionaba frente a lo de Musa y al ratito nomás aparecía Bartolo, recién bañado y peinado al azúcar (el fijador de los pobres, cuando había) y ambos se sentaban en la galería. Don Nicolás pedía su whisky y una naranjada para Bartolo, que jamás tomó alcohol. Y mientras éste trituraba galletitas como botones, por lo redondas y por lo duras, el hombre lo deslumbraba con historias del mar y de los barcos, de ballenas, témpanos y algunos cañonazos para impresionar. Cosa aparte aquellas galletitas de los boliches, chiquitas y saladas, las servían para estimular la sed pero como duraban meses y meses en la lata, casi nunca se las podía comer.
Volviendo a la charla, Bartolo de cuando en cuando interrumpía con cara como quien anuncia un incendio, comentaba alguna desmesura del almirante o simplemente pedía aclaraciones, todo lo cual divertía a don Nicolás. El colmo de la felicidad para Bartolo era cuando el hombre lo llevaba en el auto, joya en su época porque arrancaba a botón eléctrico, y lo dejaba en la salida del pueblo ante de encarar el camino a la estancia.
Así pasaban el tiempo mientras Zarandarena se hacía viejo y Bartolo más grande. Un niño, pero más grande.
Don Nicolás y doña Dolores tuvieron todos los hijos que Dios quiso mandarles, pero sobrevivieron solo dos. El varón como correspondía tuvo que elegir entre el Colegio Militar y el Seminario. Aceptó éste último, pero apenas llegó a la mayoría de edad, anunció que no pensaba volver al campo, se recibió de abogado y se radicó en una aldea muy nueva a orillas del mar. En secreto doña Dolores se carteaba con el muchacho, y no entendió muy bien cuando éste le contó que había elegido ese lugar cautivado y deslumbrado por una mujer que reunía artistas en su casa – aunque no estuvieran los padres- fumaba y ¡manejaba un auto!.
Pero la que nos llevará a esta historia será Etelvina, hija única de María del Sagrado Corazón Zarandarena McTress. María por supuesto era la hija de don Nicolás, muy desgraciada la pobrecita, porque se casó, quedó embarazada y a poco de parir ella y su marido se mataron en un accidente camino a la estancia. La pequeña Etelvina se salvó de milagro, y a partir de ese día para sus abuelos fue el aire que respiraban.
Etelvina se crió libremente en la estancia, todos vivían pendientes de ella, y aún así no era caprichosa ni pendenciera. Parecía un chico, eso sí, cetrina, siempre sucia de tierra y pasto, montaba y trepaba los árboles como un varón.
Ni qué decir que en cuanto tuvo edad para acompañar al abuelo al pueblo, se hizo parte de las tardecitas en lo de Musa…un whisky y dos naranjadas y charlas interminables. Bartolo se sintió transportado al cielo con la compañía de Etelvina, no dejaba de sonreírle ni de traerle regalos, frutas de las quintas, tomates frescos de la huerta de Desiderio o algún cachorrito gimoteante.
Cosa rara, al mismo tiempo parecía ser el único que, junto con don Nicolás, podía imponer respeto a la mocosa. Cuando Bartolo hablaba, la chica lo miraba con tanta seriedad que don Nicolás tenía que reprimir una carcajada. Algunas veces, doña Dolores le mandaba los chismes a Bartolo de alguna travesura mayor, con la recomendación de pegarle una reprimenda.
Claro que la reprimenda se reducía a menear la cabeza: “Eso no se hace niña” o “Eso no está bien Etelvina, no hay que hacer rabiar a la abuela”. La muchachita quedaba cariacontecida el resto de la tarde.
El gran momento llegó cuando Etelvina tuvo que partir al internado en la capital, allí en el campo se le iba a poner demasiado chúcara decía don Nicolás, para llanto de la abuela, rabieta de la niña y pucheros de Bartolo. Finalmente Etelvina aceptó irse siempre y cuando con el abuelo viajara también Bartolo. Esto le dio alivio a doña Dolores, que no sabía cómo hacer para que el ya casi viejo Zarandarena no hiciera el viaje solo.
Así conoció Bartolo la capital, las avenidas, los tranvías, los grandes edificios de muchos pisos…una maravilla tras otra.
Al regresar al pueblo no podía parar de hablar de lo que había visto. Con cualquier excusa llamaba la atención de alguien y se ponía a contar gesticulando y haciendo muecas y ruidos.
Cada vez que iban a buscar a Etelvina o la llevaban de vuelta al internado, aquella dupla pintoresca hacía el viaje en camaradería. Hasta que entre doña Dolores, Etelvina y el médico no dejaron viajar más a don Nicolás. De todas maneras Etelvina ya tenía edad para viajar en tren, y el encargado de acompañarla fue Bartolo.
Una vez tuvieron aviso que la niña ya estaba con las monjas, pero Bartolo no aparecía por el pueblo. Esperaron un tren tras otro, mandaron telegramas, movieron a la policía y los contactos del almirante y nada.
Ya estaban todos muy preocupados y hasta Desiderio y Leocadia, los padres adoptivos de Bartolo, habían cruzado unas palabras con el perplejo don Nicolás, cuando hizo su entrada al pueblo, después de varios años, el circo de los italianos.
Y con el circo, muy orondo sobre el camello, apareció Bartolo…”El Hombre Más Fuerte del Mundo”. Matarlo era poco mire.

4 comentarios:

  1. Humor e ironía para pintar con palabras una anécdota entrañable ocurrida entre personajes igual de queribles. El giro del final, casi contra la trama, realza el relato. Carlos Arturo Trinelli

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  2. Que linda historias de pueblo. Dan ganas de poner la pava y, entre mate y mate, volverlo a leer... ¡Felicitaciones!

    Roberto

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  3. Me consta que Gerardo Pennini, hombre de teatro radicado en Neuquén, ha sido un viajero impenitente. De todas maneras ,e resultan una gran incógnita su su sapiencia de pueblo chico tan verosímil y humana. Muy buen relato campestre.
    andrés

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  4. Amigo Andrés, si bien soy porteñazo de Palermo he vivido en lugares como los que sirven de escenario a muchos de mis cuentos, me siento mas cómodo en Curuzú, Aluminé o aquél San Luis de antaño con calles de tierra y apellidos de granaderos - Un abrazo, gracias a todos por sus comentarios

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