jueves, 21 de febrero de 2013

Yair Magrino,




Bajo la autopista

El negro Malfatti tenía el moco del bigote completamente congelado. Se frotaba las manos y se las ponía bajo los sobacos buscando conservar un poco el calor. Tenía toda su provisión de porquerías en un carrito de supermercado, que supervisaba con nervioso temple. En el carrito tenía algunas bolsas con ropa, unas escobas totalmente gastadas, pedazos de metal incomprensibles y dos ollas negras y abolladas. Sería imposible intentar adivinar qué es lo que esos latones formaron alguna vez. Había un sin fin de bolsas de residuo negras que abultaban la panza del carrito. El negro Malfatti vestía un saco negro, raído por las veredas y por el tiempo; y un pantalón a cuadros, arremangado a la altura de las pantorrillas. Tenía los tobillos cubiertos por unas medias de algodón comidas por las polillas y en los pies calzaba unos mocasines de cuero negro.
Sobre el carrito, la autopista y, sobre el negro Malfatti, un perrito con unas manchas enfermas cerca de su cola, que temblaba como las hojas amarillentas de los árboles. Aguante un poco más Chatito, aguante que prendo un fuego y no se caga más de frío.
En una pequeña latita, el negro tiró unos pedacitos de tela que saco de una de las bolsas de residuo, volcó un chorrito de alcohol y tiró la colilla del cigarro que estaba fumando. La lata brilló. Tomó un trago de alcohol puro y sus entrañas se calentaron en un instante. Fuego. El perrito se acurrucó cerca de la llamita y dejó de temblar.
En ese fueguito casi inexistente, Malfatti calentaba una ración de lentejas en conserva que devoraba con ciego apetito, y de tanto en tanto, convidaba al perrito que lamía la cucharita con avidez.
Acercó sus manos heladas a las últimas brasas que titilaban en un naranja que se moría y fue en ese instante en que oyó, sobre la autopista, el chillido de las gomas de un automóvil. Desde siempre, desde que vivía en la calle, había analizado con frecuencia estos sonidos y supo que, después de esas violentas frenadas, se encadenarían sonidos aun más oscuros.
Supo, desde antes que ocurriese, que un auto beige intentaría evitar el choque y que no lo lograría, que pegaría con su trompa sobre las luces traseras de un Ford recién sacado de la concesionaria. Y supo que el conductor de un tercer auto, un sedan familiar blanco, buscando evitar la colisión, daría un volantazo. Lo que Malfatti nunca supo fue que ese tercer auto atravesaría el guardaraíl de la autopista, que sobrevolaría su cabeza de nube y que caería a unos quince metros de donde engullía esas pocas legumbres completamente muerto de frío.
El golpe de aquel bólido sobre los adoquines de la calle Veinticuatro de Noviembre fue estridente y latoso. Las piezas metálicas del auto se doblaron como los cacharros que juntaba Malfatti en su carrito de supermercado. El auto rebotó en varias oportunidades contra la dureza del piso y fue a terminar su aérea carrera contra el paredón de un colegio de enseñanzas religiosas, quedando con sus ruedas aún girando y apuntando hacia el cielo. Un par de tuercas y unas chapitas volaron cerca de él y las guardó en uno de sus bolsillos. El Chatito ladraba sin parar, seguía temblando y corría nervioso entre los mocasines de cuero agujereados. El viento terminó por apagar las brasas de su latita.
En pocos segundos, se formó una mancha enorme y negra de aceite caliente en el piso. Malfatti se agachó e intentó mirar por la ventanilla pero dentro había una nube de humo blanco y espeso que lo nublaba todo. Solo alcanzó a verificar que había sangre, no tanta, pensó, como creía que habría en este tipo de accidentes. Y un enjambre de cuerpos y articulaciones que serpenteaban lentamente entre el techo y el apoya-cabezas. El negro Malfatti hizo el cálculo matemático y estimó la fuerza del golpe: la velocidad del bólido, el ángulo de caída, las consecuencias del golpe contra el paredón. La consecuencia de aquella caída no podía ser otra que la muerte de los pasajeros del vehículo. Hubo un chispazo. Y después otro. Y la mancha de aceite se encendió. Enzo Malfatti estaba ahí parado, a escasos metros de la chatarra incandescente, observando el fuego, contemplando las lenguas del color del sol, a unos metros nada más. De alguna forma, Malfatti se sentía protegido. Se sentía paralizado e incapaz de acercarse a ayudar a esa pobre gente que estaba incinerándose. Se preguntaba una y otra vez quiénes serían esas personas que se retorcían entre el hierro caliente, el humo y el olor a aceite. Y la respuesta lo sorprendía todas las veces: eran ellos, los mismos que pasaban cada mañana delante de él, que lo relojeaban con ese superficial respeto cuando les pedía esa moneda que necesitaba para comer. Cómo podía ser, se preguntaba, que no lo vieran morirse de hambre, que no notarán sus costillas ni su piel pegada al hueso. Ellos estaban en el fuego y Enzo simulaba el mismo respeto ciego que le regalaban todos los días en el cordón de la vereda. Mientras contemplaba la aleatoria inestabilidad de lo naranja, calentando sus mejillas en una noche tan fría de invierno, le susurró al Chatito que el infierno no estaba tan lejos. Los veía sufrir y sin embargo no era capaz de ir en su socorro. Aguzó su vista, entrecerrando las pestañas, intentando hacer foco en la ventana y los veía luchar, golpear el vidrio y patear las puertas. Nada cedía. Mucho menos el fuego que a cada gota de aceite se hacía más incandescente.
Se acercó unos pasos hacia aquella bola informe de llamas y el calor lo sorprendió sobre el pecho. El chatito se alejó unos pasos de sus mocasines, mordió unos pedacitos de metal y se los dejó a los pies llenos de baba. El negro Malfatti los tomó y estimó su peso, para luego morderlos y comprobar, si es que acaso sus dientes pudiesen hacerlo, la composición química de los mismos. Eran buenos, pensó y se los llevó al bolsillo. Por primera vez, observó que sobre los adoquines de la calle Veinticuatro de Noviembre se encontraban desparramados miles de pedacitos de chapa. Mientras el fuego ardía, el Negro Malfatti rellenaba sus bolsillos de lata y de plomo y, cuando ya no cupieron más en aquellos compartimentos, fue a buscar una de sus tantas bolsas de residuo negra de su carrito de porquerías. Y allí, comenzó a volcar todas las piezas de su bolsillo y todas las que su perro depositaba, húmedas, a sus pies. Siete pesos sacaría con esos kilos de chapa, e imaginó el vinito que se tomaría, uno blanco, dulce y en envase de cartón. Y un par de sándwiches de fiambrín.
Sacó del bolsillo pectoral izquierdo de su saco sucio, una colilla que conservaba la marca de la suela de la zapatilla que la había pisado. Se acercó con pasos lentos y la encendió con las brasas del vehículo estrellado y exhalando el humo cantó con su voz ronca, fijate de que lado de la mecha te encontrás, con tanto humo, el bello fiero fuego no se ve… Y mientras se alejaba, empujando su carrito de supermercado con una bolsa más de metal para cambiar, con el chatito corriendo entre sus pies, oía la sirena de los bomberos aproximarse a toda velocidad. O quizás de la policía, pensó. O quizás de la morgue.

Yair Magrino,

5 comentarios:

  1. Yair, qué buen relato. Detallado, minuciosamente real, me parecía estar viéndolo todo. Me gustó tu forma de decir algunas cosas: su cabeza de nube, "esas manchas enfermas cerca de la cola" y el contenido me invitó a más de una reflexión, el personaje principal se movió dentro de parámetros que le dictó su corazón, su vida pero? es así como actuarían todos? basta con ese superficial respeto con que lo relojeaban cada día para no ayudar, para no reaccionar como humanamente se espera? La verdad que me pareció super interesante. Felicitaciones!

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  2. El relato buenísimo, metáforas no caen en lo trillado, en el lugar común. Con respecto a la moraleja, no abro juicio. Es un relato, eso fue lo que pasó, no es así? Quién puede juzgar?

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  3. Sin analizar ni abrir juicio leer el estilo de Yair Magrido es refrescante y abre la sed de otras historias.
    Celmiro Koryto

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  4. Muy bueno!! Me gustó! Excelentes descripciones. Metáforas impecables!!
    gracias!!!

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  5. Testigo involuntario del accidente el personaje no reacciona compenetrado en resistir su propia tragedia. Un relato duro como la realidad, muy bueno, Carlos Arturo Trinelli

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