viernes, 21 de diciembre de 2012

Andrés Aldao


Cajitas de música

Y entonces, cuando el vecindario ya estaba sustituyendo
su capacidad de asombro y de leyenda por la resignación
y el olvido, y el asfalto ya había enterrado
para siempre el castigado mapa de nuestros juegos
de navaja en el arroyo de tierra apelmazada,
y algunos coches, en las aceras ya empezaban a desplazar
a los mayores que se sentaban a tomar el fresco por la noche...

Juan Marsé



La cosa comenzó de repente. Como pasar de un sí a un no. Del frío al calor. O de todo a nada. Pues me puse a chamuyar con la “Nostalgia”. No, no es el nombre de alguna mina. Esla nostalgia, no sé como explicarte. Mirá, es algo que te cacha cuando empezás a arrugarte. A ponerte viejo. Cuando tenés que preparar tus cosas para el último paseo. Pero no quiero irme en aprontes. Lo que te voy a contar son algunas viñetas de los tiempos de la superheterodino (¡ufa: la radio a válvulas!). Son pedazos de la vida; son cosas que vi, que escuché, que recuerdo, que generaron mi heliotropismo hacia el Febo Buenos Aires. Son vivencias e impresiones que están metidas muy adentro. Prendidas en los sentimientos como una hiedra melancólica. ¿Entendés?

Vivía en Caballito. Un largo pasillo con seis “derpas” separados por unas paredes tísicas. Sucuchos sórdidos disfrazados de viviendas, con el piletón en el patiecito, dos piezas, el baño y la cocinita. A cielo abierto. Horizontales; como una planicie medio gibosa, agrietada. No voy a engrupirte: era un conventillo con medianeras. Un corralón venido a menos, jubilado, aún con el olor a bosta y alfalfa; y las cucarachas, que compartían nuestras casas sin pagar el alquiler.
Te explico: eran como cajitas de música. En cada una tocaban una melodía distinta. Pero se oían al unísono. También los olores y aromas. Allí se mezclaban el puchero con coliflor y el guiso insolente de repollo; no faltaban el humo “cantito de sirena” del asado al carbón, y la corrosiva saladez de los arenques con cebolla y aceitunas al por mayor. Gallegos, tanos, judíos y toda la cofradía internacional, metidos en aquellas latas de sardinas de ladrillo y revoque.
¿Pero sabés una cosa? En esos tiempos levantabas la cabeza y allí, en el cenit, bien de noche, las estrellas se deslizaban por la pasarela del cielo exhibiendo cenefas fascinantes. Hoy, para ver las estrellas tenés que alquilar un helicóptero o treparte a una torre de treinta pisos.
Todo era abierto, simple. Los ladridos de perros a la luna, como dice el tango; el trino de los pájaros, las broncas de las parejas y las biabas que recibíamos de nuestros viejos. La vida era otra cosa. Más linda, pucha digo. ¿La verdad? Te estoy macaneando: es nostalgia por los días de la infancia, por el pasado que se fue; por la pérdida de nuestros viejos. Y ahora, cuando ya somos veteranos de la vida, nos duele lo que no pudimos, no supimos o no alcanzamos a decirles. Lo que tal vez nuestros hijos querrán decirnos cuando ya no estemos para oírlos.

En aquellos tiempos las mismas circunstancias te llevaban a asociar tu vida con la de los demás; los juegos eran compartidos. No había “legos” ni computadoras. La televisión y el video no existían, no se escuchaban wokmen’s, ni transistores ni teléfonos celulares. ¿Te das cuenta? Hoy los pibes pueden arreglarse solos dentro de sus cuatro paredes. Con la computadora y los play station no necesitan amigos.

En los 30 y los 40 los pibes éramos tirifilos gilunes, nos entreteníamos con la pelota de goma, y si no teníamos las chirolas, fabricábamos la de trapo atada con piolín. Cuando pienso en aquellos juegos de antaño, la escondida, el rango, el vigi−ladrón, las bolitas, el balero, el tinenti, te juro que me digo: ¡qué inocentes que éramos, madre mía! ¡Un asco de giles!
¡Ah, eso sí!. ¿Sabés para qué éramos vivos, piolas, pasados de revoluciones? Para jugar con las nenas al “doctor y la enfermera”. Claro, las viejas no eran chitrulas y minga de dejarlas “toquetearse” con los varones: “Que las nenas jueguen a las figuritas, a la rayuela, a la ‘mamá’. pero con las muñecas solamente”.
¿Sabés qué? Uno ya debe nacer con esa ligereza de manos, con ese manejo crapuliento de los deditos hurgando en esas cositas chiquititas que tienen las nenas; y esas ganas locas que teníamos de violarlas, como si nos vinieran “desde el fondo de la historia”; como un ancestro heredado de nuestros abuelitos antropopitecos.
Tené paciencia; tengo para contarte más historias que las de “Las mil y una noches”. Por ejemplo, las chácharas mañaneras que ocupaban a las matronas de aquellos años. Las mujeres de Caballito eran inagotables. Los secretos, voceados de casa a casa, parecían el código Morse vecinal; o burbujas que atravesaban el éter y llegaban a todo el barrio. Como globos de muchos colores y tamaños, que volaban y volaban y luego se desinflaban solitos. Aquellas cajitas de música, resonancia del pasado y veta de tantos recuerdos guardados en el arcón de la vida.

Jugaba a menudo en el patiecito. Recuerdo una vez que presté atención al parloteo de las cotorras: “Eh, doña Rosa, ¿qué va a cocinar hoy?”. Y la doña Rosa esa, mientras arrastraba sus pesadas piernas varicosas, respondió con abulia mañanera: “Hoy no tengo ganas de hacer nada, doña Tita, tengo una fiaca”. Y bajando la voz (aunque todas las chusmas escuchaban), añadió: “Es que anoche tuvimos ‘guerra’ con el Juan. ¡Qué le va a hacer, de vez en cuando hay que darles el gusto a los hombres! ¿no le parece?” Al decir esto se rió como una bataraza, y supongo que sus pechos, pródigos y desaforados, debieron vibrar en un floreo convulsivo.
El coloquio continuó imperturbable: “¿Se enteró, doña Rosa? la hermana más chica del Cholo está... mmm, como le diría. un poco gordita, ¿usted lo notó?”, anunció la Tita con su vozarrón desafinado de contralto venida a menos. “¿También usted se dió cuenta? Qué me dice de esa mocosa, revolcándose por ahí. Y bueno, cuando falta la madre esto es lo que pasa.”, aprobó la Rosa regocijada. De tanto en tanto, groseras y concupiscentes, las dos mujeres se reían a carcajadas. Sus cabecitas aburridas llevaban un relevamiento completo del barrio. Una especie de archivo vecinal que renovaban día tras día..
Tiempo después, cuando la inocencia se me fue quedando en el camino, empecé a descifrar aquellas imágenes ingenuas y esópicas; a recordarlas con melancolía, enternecido por el candor de aquellas minas. ¡Vaya a saber por qué!

Las sillas de paja y los banquitos de madera, con las asentaderas redondas ornamentando la puerta de calle, preanunciaban la asamblea de la tarde. Era la sesión preparatoria, el vermú sin platitos, los chismes de apuro que se cuchicheaban al pasar. La escena aún perdura en mi retina...
Por lo general, las mujeres de la casa (Rosa, Tita, la Chocha, Angela, Porota, la Morocha, la Cocó y otras cuyos nombres se me borraron), eran las principales animadoras de los eventos. Luego de la cena ya no había localidades para la tertulia. Sólo quedaba el “gallinero”. Las rezagadas tenían que ir corriéndose hacia el cordón. Desde allí escuchaban mal y veían peor. Además, por la orilla de la calle adoquinada corrían las aguas podridas y malolientes. El zumbido infernal de los mosquitos y sus picadas letales, dejaban una ronchas malparidas en las piernas y brazos, que provocaban la furiosa rascada de los participantes.
Los vecinos estaban sentados en semicírculo, con el primus, la pava y un par de porongos que pasaban de mano en mano. Nosotros, que merodeábamos sin hacernos notar, esperábamos el dichoso momento de rajarnos y armar un picadito. Los chismes iban y venían. Historias de adulterios; de hijos bastardos; de amores prohibidos o de jovencitas “haciendo eso” a espaldas de los padres; de fulana y mengana que le debían guita al carnicero; de zutana que siempre se vestía como una atorranta; o comentando que el marido de la modista desapareció; o que hacía mucho que no veían a la mujer del vigilante: (“¿Qué habrá pasado?” insinuaban con malicia). Los hombres, agotados y con algunos vinitos encima, cabeceaban. Los párpados parecían la Torre de Pisa a punto de confirmar la ley de Newton. Los más exhaustos roncaban. El calor húmedo, la brisa caliente, el sudor pringoso, no hacían mella en la energía vocal de las ñatas.
Nosotros, aprovechábamos los blablás de las mujeres y la modorra de los hombres para entretenernos con la redonda de trapo. Pero no perdíamos una sola palabra: algo pescábamos y lo que no, lo fuimos aprendiendo en el tiovivo de la vida. Nunca faltaba la lechuza buchona que daba la alarma: ”¡Pero estos chicos! ¿Qué hacen levantados a estas horas?” Y el coro de gordas y flacas nos amenazaba con los dedazos estropeados de tanto jabón pinche y lavandina: “¡A la cama, a dormir!” Aterrizábamos en los catres y al rato soñábamos con Pedernera y Cherrito, o con la vecinita del cinco, desnuda, la piel suavecita y blanca −como las sábanas que nuestras viejas lavaban con “azul y lavandina”− invitándonos a compartir su cueva encantada.
Al poco tiempo, también cansadas, las cotorras se ensobraban en los lechos de matrimonio mientras oían a los maridos albañiles, carpinteros, peones o sastres roncar, gemir, soñar. La noche les abría sus brazos y ellas, maltrechas, ataviadas con aquellos camisones baratieri, mofletudas y engrudadas al cuerpo de los “bellos durmientes” (que no querían saber nada de guerras nocturnas), se entregaban en los brazos de Eros y Morfeo. También ellas tenían su pedigrí: que las compras, la cocina, la limpieza, el cuidado de los críos, el lavado y planchado de la ropa. Y el cotorreo ¡Minas guapas, ¡te lo juro!

*****
En todos los inviernos, de marzo a septiembre, las tertulias gozaban de unas largas vacaciones.. Con el verano pisándole los talones, se reiniciaban los coloquios vecinales. Las cotorras ensayaban el nuevo repertorio, coleccionaban flamantes habladurías. Las campanas de las comadres tocaban a rebato; se refaccionaban las sillas y todo se ponía a punto: las funciones asomaban en levante, todo listo para la cercana temporada.

Casorios, velorios, bautismos, noviazgos, traiciones, peleas, enojos, mudanzas, abuelos, bebés, biógrafo, radio, milonga, mishiadura, quiniela: fueron parte de la vida que pasaba y se iba yendo. En ese mundo nací yo, che. Allí me crié, me embebí de este porteñismo que penetró en mi caracú encandilado de tango y esgunfia. Buenos Aires, bardo y colifa; casa grande, patria chica.
Cajitas de música tan distantes en el tiempo. Refugio de gringos, taperas ciudadanas de aquel Buenos Aires medio urbe y medio campaña. Aún se las ve por ahí cayéndose a pedazos; o recicladas por algún arquitecto irrespetuoso y medio canalla. Pinceladas del Buenos Aires que era. Viñetas del Caballito que fue. Reino maravilloso de los purretes... donde todo fue magia, estupor y éxtasis; en el que descubrimos los primeros códigos de la candidez y la amistad.
¿Ahora me podés entender, gurrumín? ■

Publicado en Cuentos Desde Lejos 

10 comentarios:

  1. Los barrios de un Buenos Aires que se va de a poquito, quizás ya se fue...Sus calles, sus barrios, las cajitas de música, sus habitantes, el "rusito", "pajarito", Olga "la gallegita", Mabel, su majestad "el profe", Ale, Samuel, la Tota: mi preferida, pues junto a su ojo extraviado penetra una ráfaga de aire fresco. Un universo de ficción que se abastece y se recrea así mísmo y que ya nos pertenece.
    Gracias Andrés

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  2. Si , SI entiendo Pibe!!! Aunque diste de ser gurrumina!! La nostalgia , como su nombre lo indica es dolor por adiós. Un adiós que no es tal porque para eso nos acompaña nuestra fiel MEMORIA.
    ABRAZO PIBITO!!!

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  3. Y Nurit??? No me digas que se fue con el novio mutante de ojos claros!!! Te busqué para leer lo tuyo ....

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  4. Lindísima descripción de un conventillo. La asocio a "El Choclo". Olor a tango se respira en tus escritos, Andrés. Me gustan mucho. Como el tango. Como tu vida, tal vez.

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  5. Qué sería del gurrumín sin la nostalgia del narrador. Un fresco de aquel Buenos Aires que es una pieza de colección, una fotografía que se lleva en el alma, un abrazo, Carlos Arturo Trinelli

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  6. La nostalgia, esa que se esconde en un rincon, a pesar de los brindis, de comer, tomar , festejar, es el recuerdo de lo que ya no podra ser, como el hogar de la infancia, el hogar que le dimos a los hijos, con los mismos gestos heredados por la memoria del amor. Con el primer pan dulce que sale de la panaderia, la primera tajada con mate mama inauguraba, la Navidad en diciembre, y esa costumbre es el mejor recuerdo de mi vida
    Carmen Passano

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  7. Un maestro para prestarnos sensaciones intensas y vívidas que algunos conocemos por otros relatos, por el cine , el tango y en novelas y que sentimos como nuestras porque desde otros barrios, otros lugares en el interior, siempre sentimos nuestra la experiencia de nuestros ancestros, y nos gusta conocer el proceso en el que se les fue tangueando la vida. Muy bueno, como siempre
    Cristina Pailos

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  8. NOSTALGIOSOS SOMOS LOS QUE LO SOMOS NO IMPORTA LA EDAD. Y ARRASTRAMOS ESA COSA DE QUERER AHOGARNOS CON ELLA, AUNQUE NOS DUELA. COMO SIEMPRE TUS TEXTOS ANDRES HABLAN DE UN BUENOS AIRES GLORIOSO PARA SU ÉPOCA Y FELIZ, DIFERENTE E IRRECUPERABLE, PERO LA NOSTALGIA NO DA RESPIRO. UN ABRAZO. ME GUSTÓ MUCHO. MARTA COMELLI

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  9. Ya la palabra indica que en la nostalgia hay dolor ( algia), pero con el cuento de Andrés experimento más que nada " añoranza", con la virtud de un lenguaje espontáneo, coloquial que no baja de nivel, al contrario, le agrega un valor más a lo literario.
    Este cuento es como un viaje en la máquina del tiempo hacia el pasado, vuelve con la misma fuerza de quien lo ha vivido, tiene el poder de traerlo al presente y encantarnos.
    Felicitaciones, Andrés, y un gran abrazo.
    MARITA RAGOZZA

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  10. Me gratifica compartir con los buenos lectores este tuco de emociones, recuerdos, melancolías por el tiempo que fue y rescatarlo para reverenciar la memoria de un Buenos Aires que se ha marchado definitivamente.
    andrés

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