lunes, 29 de octubre de 2012

Ernesto Ramírez



Utilidad

Como en un mecedor el gesto oscila. Se acerca y aleja de la ventana hasta quedar detenido en la blandura de la tarde. Los pies acompañan en el mismo sentido y secuencia las variantes de un ángulo que lentamente va perdiendo su abertura. Sin voluntad los ojos del hombre parecen seguir con asombro, por sobre la boca rebosada de espuma, esa suerte de coreografía conferida a la penumbra de la sala por la sombra pendular. Péndola que a medida que aminora su vaivén avanza hacia la oscuridad total. El gesto en cuestión entraña una mezcla de sonrisa encurtida y de grito que nunca sabrá de su eco. Como si algo, superior a su ser, se le hubiera atascado entre el paladar y la desinhibida lengua.
Amparo, sucintamente y evitando esos ojos, recorrió entre el pesar y el vértigo secuencias de su vida. Unas, dulces secuencias; las más, pasajes amargos. Hacía una semana la vida le había regalado su año número setenta y cinco. Los cuales se resumían en ocho de viudez, cuarenta y siete de un matrimonio en cierta forma feliz, y veinte años repartidos entre una niñez muy pobre y una juventud desojando privaciones. Crió dos hijos. A Isabel, la primogénita, se la desvaneció la dictadura y Lucas, llevaba décadas zozobrando en ese cuerpo adulto jugando entre el psiquiátrico y el hogar. Desde que tiene memoria es ama de casa y costurera, en los inicios en grado de ayudante. Hacía pequeños arreglos en ropas que no ajustaban del todo al cuerpo de quienes las compraban o recibían: un dobladillo por acá, una sisa por allá; un zurcido otrora casi invisible, pegar botones, abrir ojales. Muy de tanto en tanto le encargaban confeccionar una prenda.
Donato trabajó hasta jubilarse en la compañía del agua. Pero debió seguir con las changas de jardinería hasta su último día. La jubilación era una miseria, más de lo que fue el salario durante esos largos años. Nunca lograron alcanzar la utopía de los que viven con lo mínimo. Por lo que siempre alquilaron. Llevaban treinta años arrendando la misma casita modesta en ese barrio cercano al centro de la ciudad. La antigüedad y el pago puntual conseguían mantener un precio relativamente bajo. Y a pesar de la muerte del marido ella lograba, administrando con austeridad el dinero, pagar el alquiler y sustentar lo que quedaba de la familia. Pero los tiempos cambian. Las ciudades crecen en vertical y la ambición y las torres compiten en altura. Y un edificio de propiedad horizontal es mucho más rentable que esa humilde y molesta vivienda.
Por eso no pudo mirar a los ojos desmesurados de Lucas que ya no entendería por qué ese día el médico mandó decir se tomara todo el frasco de pastillas. Por eso seguidamente Amparo optó por ese balanceo parsimonioso que, como un péndulo quedo, marca la hora de la renovación para dar paso a la utilidad. En tanto asoma de su delantal el telegrama del juzgado intimándola en un plazo de treinta días…
                                                                Ernesto Ramírez 05/02

3 comentarios:

  1. Doloroso , para despertar conciencias...para despertar la muerte.Cariños.

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  2. Y , don Ramirez escribe así, dice las cosas como un cachetazo o varios pero claro, no pasa desapercibido, queda dando vueltas todo lo que dice...
    Y esa foto? vaya, vaya, que pintón!!

    Lily Chavez

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  3. Un fresco costumbrista narrado con agilidad y un desenlace sin golpe bajo, saludos, Carlos Arturo Trinelli

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