domingo, 13 de mayo de 2012

Julio Cortázar





Julio Cortázar

Desvestir A Lala

La  Noche  De  Lala (1)

                                                    
                                                Bajo un mismo techo
                                                    durmieron las cortesanas,
                                                    la luna y el trébol
                                                                                   Basho

Nunca sabré cómo vino a parar aquí un breve capítulo
desechado del Libro de Manuel, ni por qué lo deseché en
su día. Olvidado entre cuadernos y hojas sueltas entre
pameos y dibujos, lo releí por pura amistad con su autor,
un tal Andrés, y no había terminado de leerlo
cuando supo que su lugar estaba aquí y que no sólo por
error lo había guardado entre estos papeles.


    Anoche fui a dormir con Lala, a repetir la fiesta que poco a poco hemos ido perfeccionando y perfilando y puliendo, liviano juego en nuestra
doble vida tan sin juegos.
    Lala es una chica que trabaja en lo alto de la rue Blanche, muy cerca del circo a giorno de los cabarets de strip-tease y los tráficos más o menos previsibles. Nos conocimos en un café de esquina, un golpe de lluvia me sacó del itinerario que me llevaba a casa de un amigo, ella tomaba un jugo de frutas en el mostrador y tenía una pollera calculada para imaginar lo que seguía; me acuerdo que pedí un ron, que miré con una sorpresa deliberadamente falsa su jugo de frutas, y que ella me sonrió sin apuro, sin chantaje, dejándome venir. Fuimos a acostamos a un hotel de la roe Chaptal, increíblemente limpio y suave y silencioso, la camarera nos dio una pieza en el segundo
piso y cuando entramos le pregunté a Lala si ya conocía esa pieza, pregunta idiota, y ella me contestó que claro, que a veces le tocaba pero que era una pieza rara, con no sé qué. Sentí en seguida que el no sé qué estaba en que de la puerta se pasaba a un angosto pasillo con espejos a los lados, algo así como un mango de hacha ceremonial
desembocando en una cámara perfectamente circular donde la gran cama era como una entalladura del hacha. Todo se daba en curvas, la vasta ventana velada por cortinas azules que contorneaban la hoja del hacha como alguna vez la sangre azul de Carlos I (Remember!) (2), y salvo la cama en- talladura el resto había sido escamoteado por las cortinas que se adelantaban al lavabo y al bidé, al armario inútil. Las luces
eran tersas y bajas, se respiraba un aire diferente, se estaba bien. El no sé qué de Lala
podía ser en mi caso un poco de miedo, esa atmósfera entre rococó y Sheridan Le-Fanu, o ese absurdo de que los espejos tradicionalmente dispuestos en tomo a la cama se alinearan en el mango del hacha cretense. Bien mirado eso tenía algo de refinamiento secreto, la propuesta de buscarse desnudos en el pasillo, jugar con los reflejos desde todos los ángulos, para al fin llegar a la cama con todas las incitaciones ya elegidas y
deseadas, sin esa multiplicación artificial que acaso sustituye lo que a tantos les cuesta
encontrar por su cuenta.
    Gracias a todo eso sentimos que hubiéramos podido quedamos mucho más de la hora usual en la cámara redonda, y entonces Lala habló con madame Roland y yo le doblé la propina esa misma noche; desde entonces siempre tuvimos esa pieza, porque éramos capaces de volvemos al café o vagar por las calles mientras estaba ocupada y esperar a que madame Roland cambiara las sábanas y se ocupara del lavabo, tan de acuerdo en que esa pieza era nuestra pieza y que ahí podíamos jugar y hablar y hacer el amor como en ninguna otra parte de Montmartre.
    Por principio no conviene decirle a "una profesional que se la respeta y se la estima, e incluso entonces no es el vocabulario sino la conducta la que debe darlo a entender; nunca le dije a Lala cuánto me gustaba su manera de tratarme y cómo podíamos trascender –palabra que escribo con precisa conciencia- el hecho de encontramos cada tanto, yo un mero tiempo de sus muchos tiempos vespertinos o nocturnos, para beber juntos en el bar donde la llovizna nos había presentado y parlamentar luego con madame Roland para que nos diera la cámara circular. De Lala me gustaba, aparte de su cara y su cuerpo que tanto me recordaban a Anouk Aimée, la capacidad extraprofesional de sospechar mi especial locura, de plegarse sin las indagaciones, las minas y contraminas de mis amigas del lado diurno de la sociedad, dicho sea sin ofenderlas, y todo eso al margen de la tarifa que siempre indicó y cobró sin sacar ventaja de mi felino reposo junto a ella; casi indeciblemente todo se había decidido desde el comienzo, y el hecho de darle dinero cada vez que nos encontrábamos no era demasiado diferente que lIevarle flores a Francine o un juguete a Ludmilla; nunca sentí la diferencia entre ponerle en la mano los billetes o que ella me diera una flor que le había regalado la gorda del puesto de la me Pigalle, entre besarla por un derecho adquirido o que ella me recibiera en la calle o en el café con una risa que valía más que todo dinero, que me devolvía al territorio de la cámara circular, a la cena de medianoche cuando era posible, a la liviandad del hasta pronto y del que te vaya bien sin compromisos, sin pactos ni contratos. Ya sé que estoy dibujando una falsa felicidad preadamita, prematrimonial, precristiana, pre lo que te dé la gana; ya sé que era precario, convencional y falsamente anárquico. Pero en París, en eso que es la ciudad, vos en Arequipa o en Sidney o en Lisboa o en Bahía Blanca, en la ciudad hay que inventarse islas o es el bulldozer a plazo fijo, eso o la alineación conyugal que pocos perfeccionan y en todo caso yo no, por culpa mía sin duda pero en el capítulo de las culpas mejor no entrar porque entonces ni la Espasa. Claro que hablarle de islas a un tipo como Patricio, por ejemplo, hubiera sido lo mismo que ofrecerle una lechuga a un puma, la noción de que las prostitutas son una lacra social les hace ver todo rojo empezando por la lechuga, daltonismo de los prejuicios, y no es que estén equivocados porque algún día, speriamo bene, no habrá más putas; pero lo que Patricio no se toma el trabajo de pensar es que no bastará con la revolución para que entre otras cosas deje de haber putas, sino que las dialécticas sociales deberán volverse revolucionarias en una medida que ningún revolucionario que conozco hasta hoy ha tenido la osadía de postular, el triste coto de caza del erotismo heredado y malversado y compartimentado tendrá que darse vuelta como un guante y en ese guante dado vuelta, con su nueva piel por fuera, entrará un día la mano del hombre realmente nuevo y será otra mano que la de nuestro tiempo porque el guante de la derecha se vuelve el guante de la izquierda apenas se lo da vuelta, tengo entendido.
    De cosas así me gustaba hablarle sin exagerar a Lala, que había leído todas las novelas de Cristiane Rochefort y era viva como una ranita para los saltos mentales, sin contar que la iglesia no había podido con ella, cosa rara en el gremio, y que tampoco tenía un niño en el campo, de manera que Lala era una de las mujeres más libres que había encontrado en mi vida puesto que su macró no se mostraba demasiado exigente y hasta estaba enamorado de ella (versión de Lala). Valores falsos, desde luego, pero no más falsos que los diurnos que manejaban gentes como Patricio o Francine o Susana; y yo era entonces una especie de lanzadera que iba y venía de unos a otros sin ánimo de gravitar o de influimos recíprocamente porque hubiera sido perder el tiempo, simplemente encontraba una isla en Lala y la isla era circular y se entraba en ella pasando por un mango de hacha minoica con espejos, ceremonia de esas noches en que llegábamos después de beber en el café de la llovizna y comentar las noticias, todo un poco excepcional en la isla a ochenta francos, y esto lo digo porque también es hermoso aunque Patricio, aunque Francine, lo digo porque la verdadera Anouk Aimée también recibía en ese entonces sus ochenta francos multiplicados por diez mil para tirarles una isla por la cara, en pantalla alargada y tecnicolor, a los que iban a los cines para estar un rato con ella; y una vez que lo pensé en detalle, me gustó acordarme de que
Anouk Aimée se había llamado Lola en una película en la que hacía de puta, y ahora había Lala para mí y a Lala le encantaba la comparación y saltaba como una ranita de frase en frase, habíamos decidido ver juntos la película apenas la pasaran por ahí o en la cinemateca, yeso de ir a la cinemateca por primera vez era otra de las cosas que le daban una risa incontenible a Lala.
    (Ahora por qué cuento yo todo esto es algo que no entiendo demasiado, pero que seguramente tiene que ver con cuestiones de vocabulario axiológico, como tal vez hubiera dicho Lonstein. Desvestir a Lala, por ejemplo, que era como desvestir el lenguaje diurno, la terminología al uso de nueve a seis, los usos verbales como los usos de la corbata. y otras cosas, sin duda, pero lo dejamos así, capítulo inconcluso hasta vaya a saber cuándo, si hay un cuándo).

1-  De la serie “Salvo el crepúsculo” en la Antología poética del mismo nombre, de Julio Cortazar
2- Veinte años después, de Alejandro Dumas.












5 comentarios:

  1. "Desvestir a Lala, por ejemplo, que era como desvestir el lenguaje diurno,..."

    Ternura y sabiduría en el texto de Cortazar. Y el "hombre nuevo" desviste a Lala de su "ropaje diurno",sus velos de prejuicios, y encuentra su verdadero territorio.
    Gracias Artesanías

    Ofelia

    ResponderEliminar
  2. Solvencia narrativa para el tratamiento de un tema muchas veces abordado y que despliega como dice la señora Ofelia ternura y sabiduría, Carlos Arturo Trinelli

    ResponderEliminar
  3. Sin lugar a dudas,Cortázar, nos va ofreciendo cabos siempre sueltos y que, a su vez, van entretejiendo una trama difusa, sinuosa y escurridiza en la que nos perdemos y nos encontramos en una elucidación nunca demasiado clara. Pero es un desafío imposible de eludir. Susana Macció

    ResponderEliminar
  4. Hermoso relato del genio de Cortázar sobre la moralidad y las buenas costumbres. ¿Quien se atrevería a juzgar la conducta de aquél "Tiempo de Putas" que nos cuenta". ¿El Rey Minos?
    Graciela Ur.

    ResponderEliminar