domingo, 24 de julio de 2011

ROBERTO PANIAGUA Estampita





       Don Antonio, mi patrón, salió de la trastienda arreglándose el pelo. Noté en su cara un gesto de inquietud. Se acercó lentamente a la vidriera y se mantuvo estático, pensativo, mirando hacia la avenida Santa Fe.
     Dejé la escoba en un rincón y me acerqué a él. Desde ahí pude observar que en la vereda había personas que se abrazaban con muestras de alegría. Era como un festejo social.
     El campanilleo de la puerta y la entrada de un cliente nos llevaron a recibirle. Mi patrón, con esa voz ibérica que lo caracterizaba dijo:   
     — ¿Como está usted, Don Álvaro?
     —Muy bien Antonio. Aquí me ve ¡disfrutando de éstas  noticias! contestó gesticuloso.
      El cliente, luego de echarme una mirada rápida, acercó su cara al oído de mi patrón, y así dieron comienzo a una charla íntima. De la conversación apenas pude captar la palabra “agoniza”.
     Continué con la limpieza del local y  me dediqué también al arreglo del maniquí de la vidriera; ocasión que me sirvió para  observar a varias  personas comprando claveles blancos y prenderlos de sus solapas. 
     El cliente, entretenido en la charla, se prestó a que Don Antonio le tomara  varias medidas de su talle y también se dio tiempo para elegir la tela de un nuevo traje. Al notar que se retiraba corrí al perchero y le ayudé a vestirse. Antes de cruzar la puerta lo escuché decir con voz alegre y llena de esperanza
     —Créame Antonio, ahora el negocio le irá mejor. ¡Solo hará trajes de buena calidad…, menos, pero caros!—  Dicho esto, sumó a su paso una risita burlona que lo acompañó hasta perderse entre la gente.
     —Hoy cerramos temprano Juanito, no quiero problemas. -dijo Don Antonio, con gesto de preocupación.
     Antes de retirarme arranqué la hoja del almanaque y en vez de tirarla, la guardé en mi bolsillo. Saludé, me puse la gorra y crucé un delgado echarpe marrón sobre mi cuello.
     Caminé hasta la parada del trole que me acercaba a casa. El frío mordió mis rodillas, parte, que no cubrían mis gastados pantalones cortos. Alcancé a leer sobre algunas paredes, expresiones que a mi edad desconocía. Palabras que recordaría por el resto de la vida.  
     Cierto aire pesado y destemplado acompañaba la tarde. Muchos comercios bajaban sus persianas. Entendí que la noche se adelantaba, robándole un espacio a la luz a nuestro día. Entre los pasajeros, en su mayoría trabajadores que volvían a sus casas, volví a escuchar  la palabra “agoniza”. Algunas mujeres, con sus pañuelos, enjugaban sus ojos.  No era de hablar con desconocidos, así que, con las manos en los bolsillos del saco, continué mirando por la ventanilla una ciudad que parecía ir enlutándose a cada instante.
     Llegando a los barrios alejados, comprobé que en algunas esquinas la gente se reunía a rezar y prender velas. Las mujeres tapaban sus cabezas con mantillas oscuras.
     Bajé a dos cuadras de casa. En el camino noté, que solo un par de viviendas tenían sus ventanales abiertos dejando ver sus festejos.
     Cuando llegué al conventillo advertí, que de una radio, habían suplantado los tangos por música triste.
     Encontré a mi madre que, acongojada, intentaba recortar con la tijera la figura de un libro de lectura.
     — ¿Dónde están mis hermanas, mamá? —pregunté, al notar las máquinas de coser en silencio.
     —Han ido a rezar por un milagro, hijo —contestó, atragantándose en un llanto.
     —Mamá, quiero preguntarle qué quiere decir “cáncer…” porque en algunas paredes del centro, leí que han escrito ¡viva el cáncer!
Al decirlo, note que su cuerpo acusó un golpe seco.
     Pensó un instante, que a mí me pareció interminable, para indicar en voz casi inaudible
     —Cáncer, hijo, es un dolor humano, que tienen que soportar algunas personas buenas, para convertirse en santas.
     Saqué de mi bolsillo la hoja del almanaque y, no se porqué, la leí en voz alta: “veintiséis de julio de mil novecientos cincuenta y dos”.
     Mamá se levantó, colocó la imagen sobre el aparador y a su lado, en un platito, encendió una vela blanca. Llama que iluminó para siempre, una nueva estampita en casa.

                                               Roberto Paniagua

3 comentarios:

  1. Gracias Roberto . Me trajiste el recuerdo de mi madre. Ella se horrorizaba cuando leía que había leyendas : !Viva el cáncer! También me recordaba que las mujeres votaron como reultado de su lucha.
    Mu bueno.
    amelia arellano

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  2. Si la memoria no me falla es el día qie murió Evita...Pero el relato es como siempre un viaje a una época que vivimos todos.
    Muy bien armado y con las palabras justas.
    Un gusto
    Celmiro

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  3. Gracias Roberto por tu colaboración, y siempre bienvenido a estas págínas.

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