Cuatro Días Distintos
La mujer lo miraba con insistencia. Por supuesto que Joaquín lo sabía porque él también la miraba y el lance de miradas se cruzaba en el bar. La primera vez que lo percibió pensó que ella buscaba al mozo pero pronto se dio cuenta que el hombre estaba fuera del espacio visual de ella.
Era una mujer joven, es decir, más joven que él, detalle que nada significaba al orillar Joaquín los setenta años, a esa edad, la mayoría son más jóvenes.
Joaquín buscó las gafas de ver de lejos, suspendió la lectura del diario y mudó de anteojos. La observó con disimulo. Varias veces le había sucedido el no saludar a alguien por no verlo bien y otras tantas disculparse por no ver sin anteojos. Ella pareció advertir la maniobra y se refugió en la lectura
Tendrá cincuenta años y definitivamente no la conozco, pensó Joaquín
Años atrás y no por sentirse observado le sucedía el hallar parecidos y el preguntarse ¿será o no será? Lo atribuía a la edad en el supuesto de que a mayor cantidad de años más gente se conocía. Ahora había abandonado esa disyuntiva, si me conocen que me lo hagan saber.
Notó que lo miraba de soslayo antes de llamar al mozo. De pronto ella se incorporó, tomó la cartera y se dirigió hacia él con la vista fija en un punto que Joaquín intuyó que sería el baño pero que no alcanzaba a disimular que en la periferia del enfoque estaba él. Pagó el café y aguardó a que la mujer regresara. Ella volvió a su mesa, Joaquín se paró y pasó indiferente, no cabía otra forma, por delante de ella y ganó la calle.
Al otro día, entró en el bar para cumplir con el rito del café y al verla recordó lo que todavía no tenía categoría de incidente. Fue como ver al vendedor de diarios por la ventana del bar o al mozo o a algunos de los habituales parroquianos de ese horario. Sin embargo, enseguida percibió esa mirada de fiera en cautiverio. Entonces tomó la decisión de pasar a la ofensiva, dobló el diario y lo apartó para dedicarse a observarla. Ella se percató del desafío y se revolvió en la silla con un espasmo nervioso. Joaquín supo que la incomodaba pero no dejó de hacerlo.
La mujer pagó su consumición y se fue sin darse vuelta. Joaquín abrió el diario y se internó en lo cotidiano no sin pensar que quizá se había extralimitado y se justificó al concluir que la vejez te hace codear fantasmas.
Ese mismo día a la noche, él, que era tan discreto, se permitió fantasear con la mujer del bar y se animó en la soledad que lo acompañaba a crear en su mente una serie de situaciones que culminaban con la mujer confesándole que se sentía atraída por él. Estos pensamientos le produjeron una sensación de felicidad parecida al recupero de un yo escondido en los pliegues de los años jóvenes. Quién hubiera sido yo de no permanecer oculto tras mi tarea.
Cuando despertó se sintió absurdo al recordar el motivo de sus fantasías pero por las dudas puso esmero en arreglarse mejor para ir a desayunar al bar.
Al empujar la puerta para entrar en el bar se enfrentó con la mujer que salía y le pareció percibir una velada sonrisa en la expresión de ella. Buscó una mesa aliviado de no tener que lidiar con el duelo de miradas.
Antes de regresar a su departamento y después de hacer unas compras volvió a verla. Ella también caminaba con unas bolsas pendientes de las manos. Con la ventaja de haberla visto primero centró la atención en el contenido de las bolsas, en una llevaba pan y en la otra frutas y concluyó que se trataba de una vecina por el simple razonamiento que nadie carga con esos mandados si no está cerca de su domicilio.
Esa noche la fantasía nacida el día anterior comenzó a crecer y abarcó diálogos y el antiguo deseo olvidado en años de viudez le arreboló las mejillas. Soy un viejo pelotudo, se dijo para sí. Sos un viejo solo, se respondió de igual manera.
Años habían transcurrido desde el accidente en que habían muerto su esposa Mabel y el hijo único de ambos. Parte de esos años los pasó entre la culpa de no haberlos acompañado en el auto y en el rencor hacia los muertos que se van así, de golpe y dejan, en ese tránsito veloz, una estela de desamparo. Luego se resignó, siempre había estado solo, su esposa jamás le preguntó por sus cosas, qué hacía, cómo se sentía. Su hijo eligió una manera de vivir que él no aprobaba y que, aún hoy, le parecía una estupidez de joven inmaduro.
Se convenció que debía encarar a la mujer y trazó un plan para el día siguiente y a pesar de no tener certeza de llevarlo a cabo el solo pensamiento le producía la sensación de algo nuevo.
Al otro día llegó al bar más temprano y ocupó una mesa del centro. Ella no estaba. Colocó sobre la mesa los dos pares de anteojos y se dispuso a esperar. Por su formación sabía hacerlo. Se atrevió a suponer que el saber esperar era una de sus mejores condiciones.
Ella llegó y está vez sí la vio sonreír de manera indubitable. La mujer se sentó a la mesa frente a la de él. Le ofrecía un perfil que no era casual ya que, teniendo dos posibles había elegido ése pensó Joaquín con extrema agudeza. Se mantuvo atento a la llegada del mozo a tomarle el pedido. Aquí el plan dependía de la acción siguiente, detenerlo al paso por su mesa y que el mozo lo hiciera.
-Por favor, dijo con firmeza marcial,-cuando le lleve a la señora lo que pidió digale que yo la invito.
-Como no, respondió el mozo.
Tomó los anteojos de ver de lejos y se los puso para apreciar los detalles. La mujer lo miraba de soslayo.
El mozo acercó la consumición, se produjo un conciliábulo, el hombre lo señaló con un ademán y Joaquín apreció como la mujer negaba con la cabeza y enseguida se incorporaba para retirarse.
-Lo siento, dijo el mozo de pasada con el pedido en la bandeja,-¿lo quiere usted?
-No, gracias, respondió, pagó, juntó sus cosas de manera atropellada y salió tras la mujer.
La ubicó a media cuadra de distancia y apuró el paso. Ella caminaba con aire distraído. A punto de alcanzarla alzó la voz:-¡Señora!
Ella se dio vuelta y él se le puso a la par.
Conturbado, luego del impulso inicial, tardó en hablar y cuando lo hizo solo pudo decir:-Discúlpeme, y después de un silencio ambiguo agregó:-No quise incomodarla, fui, al menos, imprudente.
La mujer lo miraba con su sonrisa de Gioconda y Joaquín pensó que la sonrisa no era para él, la sonrisa no existía, nada más era un gesto impreciso sin destinatario.
Cuando abatido por la circunstancia tomó la decisión de retirarse, ella lo detuvo con una pregunta tan directa como incómoda:-¿Qué pretendía lograr usted con eso?
Joaquín carraspeó y dijo:-Llamar su atención como usted logró la mía
-¿Yo llamé su atención? ¿Por qué?
-Es difícil de explicar, tal vez no sea otra cosa que mi soledad que me produce alucinaciones.
Ahora sí ella rió de manera explícita. A él también no le quedó otra opción que hacerlo y al escucharse, la risa le pareció novedosa, como si viniera de lejos y no le perteneciera y alzó el tono en un intento por reconocerse. Entonces la mujer hizo lo propio hasta que juntos, de a poco, regresaron al inicio.
-De nuevo, discúlpeme, me llamo Joaquín
-Está disculpado, soy Marina.
Se dieron la mano y cuando Joaquín se iba a retirar, ella dijo:-En la esquina de Piñeiro y Aldao hay una parrilla donde se come muy bien y no es caro ¿quiere que nos encontremos hoy a las nueve?
Joaquín tardaba en responder y Marina agregó:-Eso sí, cada uno paga lo suyo.
-Allí estaré con mi mejor hambre.
No supo si darle de nuevo la mano y prefirió despedirse:-Hasta la noche Marina.
-Hasta la noche Joaquín.
Notó que caminaba más ligero como si el hacerlo lograra apurar el tiempo. Qué haría las siguientes horas más que esperar que la vida lo aproxime al encuentro. Se contestó, ordenar el departamento, no fuera cosa que… qué que, se repitió en un cacareo que le pareció apropiado por creerse de nuevo gallo. Estaba orgulloso del manejo de la situación, pero acaso ¿no había sido ella la de la idea? No tenía importancia porque él era único e irrepetible ¿y si todo pasaba a mayores? Mayores eran ellos con lo que el riesgo al fracaso de quince años de abstinencia no semejaba un problema. Sí solo tuviera una de esas píldoras mágicas, pensó mientras ordenaba el departamento. Estás demasiado acelerado y podés fallar. Tenés razón, agregó en ese monólogo que mantenía en su interior. Al fin, podría suceder que ella no asistiera y todo hubiese sido una impostura ¿para qué? Encogió los hombros y decidió, dado que de todas maneras saldría a cenar, armar un sanguche a modo de almuerzo. Pero ¿podía una mujer ser tan farsante por nada? La gente lo es, concluyó. En su experiencia laboral lo había confirmado una y otra vez. Mienten por debilidad. Mienten por estupidez. Mienten porque no saben a quién tienen por interlocutor y los peores son aquellos que mienten porque no saben quiénes son ellos mismos. Seguro no era el caso de Marina.
Se lamentó no haberle pedido la dirección para pasar por ella y llegar juntos al restaurante pero concluyó que era mejor así, dejarle la iniciativa, no en vano la idea había sido de ella.
Tomó un té y se recostó en el sillón. Cerró los ojos, sorteó una serie de circunstancias y tuvo a Marina desnuda entre los brazos. La piel de la mujer le transmitía tibieza sobre la suya. La acariciaba y palpaba esa suavidad que le producía un ardor en el bajo vientre. La miraba y ella le sonreía. Estaban tan cerca que los ojos de ella se juntaban en un bizcar y después se besaban y ojos y sonrisa se apagaban un instante y solo crecía la tibieza. Eran de golpe sorprendidos por la presencia viva de la difunta que, con el rictus de la apatía propio de su condición, los interrumpía para aconsejar con voz distante no lo guíes, deja que él te descubra sino lo tomará a mal y te quedarás vacía con su impotencia. Dicho esto, Mabel lo apartó y se encaramó al cuerpo de Marina con un jadeo improcedente para un muerto mientras lamía el cuerpo desnudo…Se despertó sobresaltado, aún era temprano. No te hagas tantas ilusiones Joaquín, se dijo al contemplar una erección que no terminaba de definirse.
Cinco minutos antes de la hora pactada estaba sentado a una mesa en el restaurante. Camisa celeste, pantalón azul, pulóver salmón sobre los hombros y mocasines negros un atavío elegido y pensado para la ocasión. Lo primero que hizo desde su lugar fue ubicar las puertas de entrada al sitio así como el lugar de los baños. Siguió con el personal y el público, escaso por la hora y ser día laborable. Cerró los ojos, recreó las imágenes en el cerebro y los abrió, allí estaban, el mozo joven de aspecto descuidado, la camarera sin cintura, el hombre mayor tras la barra, la adicionista en la caja, seguro pareja del hombre. Un hombre solo como él con una botella de agua mineral y un plato empezado sentado a una mesa en el extremo opuesto del salón. Una pareja de gerontes en la mesa de la izquierda con una botella de vino blanco a medio acabar, una fuente de papas fritas diezmada y el infiernillo vacío en una mesa suplementaria. No continuó, no le hizo falta para corroborar la vigencia del entrenamiento adquirido en años de trabajo.
Diez minutos pasados del horario, no se inquietó, le parecieron lógicos como parte de una puesta en escena. La camarera sin cintura le dejó dos cartas con los menúes, una panera y unas cazuelas que contenían aderezos para untar. Joaquín no tocó nada.
La vio entrar y antes de observarla atisbó la hora, casi veinte minutos de demora, después la vio circular por entre las mesas con gracia de odalisca y la sonrisa de Gioconda fija en él.
Ella también había elegido con esmero el vestuario y a Joaquín le impactó la armonía del peinado, los accesorios, el maquillaje y la ropa. Por supuesto que lo que más le agradó fue Marina. Marina, la mujer de la sonrisa enigmática y la mirada sugerente la que, además, cumplía con la cita.
-Tardé un poco porque cuido a mi mamá y a último momento se le ocurrió que quería cenar y la tuve que atender.
Joaquín se cuidó de preguntar y no hizo comentario alguno sobre la demora.
La cena transcurrió como fondo de una conversación en la que comenzaron a tutearse y en la que, los dos, contaron partes de sus vidas. Marina le confesó que vivía recluida en la casa de la madre debido a una separación traumática de un marido golpeador. La madre no se valía por sí sola por lo que gran parte del tiempo se dedicaba a atenderla. No trabajaba para poder cumplir con la tarea y un hermano las ayudaba mensualmente con los gastos. No tenía hijos pero amaba a sus sobrinos como si fueran propios.
Joaquín no permitió que dividieran la cuenta y salieron, afuera corría un aire fresco.
-¿Querés que tomemos un taxi?
-Prefiero caminar.
Comenzaron a hacerlo y a poco ella sugirió:-Otro día podemos ir al cine.
El corazón de Joaquín dio un respingo:-Sí claro, podemos ir el próximo sábado.
-Dale, yo elijo la peli.
Luego lo tomó del brazo y él no pudo evitar un leve estremecimiento. Llegaron a la esquina de la calle en que vivía Joaquín:-Yo vivo allí ¿ves? Dijo y señaló el edificio a mitad de la calle y agregó:-Ahora guíame vos ¿falta mucho para tu casa?
-Unas siete cuadras.
Un instante de indecisión se plantó entre ellos.
-Salvo que quieras tomar algo en mi casa, tengo, café, té, whisky…
Ella lo miró, le soltó el brazo y le acarició la cara:-Sos tan caballero Joaquín.
Entonces él quiso besarla, ella esquivó el intento y Joaquín debió conformarse con rozarle el pómulo con los labios.
-Bueno, vamos pero después no quiero que me acompañes, me iré en un taxi.
En el ascensor repitieron las escenas del bar. Él la miraba y ella escondía la vista y le nacía la sonrisa.
En el departamento Joaquín no pudo evitar cumplir con sus ritos, llaves en el portallaves, billetera y documentos en el primer estante del aparador. Ella observaba con curiosidad, los cuadros, las fotos, los adornos.
-Este, vestido de militar,¿ sos vos?
-Sí, soy coronel retirado, mirá, estos son mi esposa y mi hijo, pero Marina seguía con la recorrida por la fila de porta retratos.
-¿Estuviste en la guerra?
El asintió con la cabeza y agregó:-En las dos.
-¿Cuáles dos? Inquirió Marina confundida.
-Malvinas contra los ingleses y aquí en el continente contra la subversión ¿qué queres tomar?
-Lo que tomes vos.
-Entonces whisky con hielo.
Marina se sentó en un sillón. Desde allí observaba a Joaquín en la cocina atareado con las cubiteras. Regresó con un balde colmado de hielos pálidos. Buscó en la parte de abajo del aparador y sacó la botella de whisky y dos vasos. Colocó todo sobre la bandeja que descansaba sobre la mesa ratona. Sirvió hasta la línea de un dedo que marcaba Marina por fuera del vaso. Él se sirvió una ración generosa. Brindaron, Joaquín bebió un trago y agitó el vaso, los hielos chocaron contra las paredes de vidrio. Ella apenas mojó los labios y preguntó:-¿Tenés soda?
Joaquín se incorporó y fue hacia la cocina, ella, sin dejar de mirarlo y sin la sonrisa de Gioconda, abrió la cartera y tomó de su interior un frasco similar a los que contienen muestras de perfume y volcó el contenido en el vaso de Joaquín.
Desde la cocina él alzo la voz:-¿Agua con gas es lo mismo?
-Sí.
Regresó con una botella, la destapó y ella le pidió que le llenara el vaso.
-¿Vos nunca tomás con soda?
Él negó y ella cruzó una pierna por encima de la otra, apoyó un codo en el respaldo del sillón, lo miró a los ojos y dijo:-Probá y hacemos fondo vacío.
Iba contra las normas del buen beber. Normas no escritas pero que formaban parte del orden de un hombre disciplinado. Ella insistió como una niña que pide encaprichada.
-Está bien, dijo Joaquín y ella le llenó el vaso con la soda.
-A la una, a las dos, a las…dijo Marina y empinó su vaso, por sobre la circunferencia de vidrio los ojos lo miraban a él y él hacia lo propio.
-¡Bieeenn! Gritó Marina, apoyó el vaso en la bandeja y agregó:-Ahora un pico.
Joaquín vio como los labios fruncidos de ella se acercaban y no alcanzó a apoyar su vaso. Recibió el beso con un chasquido que disipó el aroma de la bebida bajo sus narices. Ella acortó distancia y puso la cabeza sobre el hombro de Joaquín. Así estuvieron un instante en silencio. Él le alzó la barbilla y allí estaba el bizqueo del sueño deformado en una nebulosa que no acertaba a enfocar. La voz de ella sonó metálica como si le hablara por dentro de un tubo:-¿Tomamos otro?
Él no pudo articular y notó que no dominaba su cuello y la vista se le perdía en el techo que parecía al alcance de la mano. De manera instintiva quiso tocarlo pero el brazo cayó laxo por el costado del sillón.
Ella, la mujer que dijo llamarse Marina, esperó un poco más que el clorhidrato de ketamina hiciera su efecto, para desvalijar el departamento.■
Don Trinelli, usted es un maestro. La descripción de esos rasgos cotidianos de la vida, son maravillosos.
ResponderEliminarEl amor tiene sus riesgos y es preferible un departamento vacío, a dejar de soñar...
Roberto
Las constantes están, el bar , la mujer y el hombre y la bebida.
ResponderEliminarNo creo que valga pagar tanto por un sueño ¿O un engaño?
Para mi, marina es una bruja .
Saludos.
amelia
BUENO, PARECE QUE ESTA VEZ EL NARRADOR SE PUSO EN JUSTICIERO...Y LA JUEZA ES MARINA O ¿ES UNA BRUJA DE VERDAD? Como siempre, ameno, pero esta vez el valor agregado es el suspenso, muy bueno Arturo!!
ResponderEliminarMe engañó Marina, el protagonista masculino y el autor, lo cual significa que está logrado el cuento, luego de miradas,citas y expectativas.
ResponderEliminarLas fantasías no son para todos.
Felicitaciones, Carlos, me entretuvo mucho.
MARITA RAGOZZA
El sindrome del iceberg reflejo (para mí) de uno de tus mejores relatos.
ResponderEliminarFuera de la precisa ambientación la trama se desarrolla como una película lenta y fastidiosa pero con un eterno enganche.
Te felicito
Celmiro
Suspenso en todo el relato, descripciones que se ven, se sienten y un final inesperado; yo ya me había hecho ilusiones, te felicito, Carlos, con elementos cotidianos el cuento que atrae.
ResponderEliminarSaludos
Betty Badaui
Una historia chispeante con un final equívoco! Es que los que llevamos adentro la bronca petrificada de la Triple A y los militares asesinos queríamos la venganza, Y al final me puse a cantar como loco:CHORRA,... Anexo: ¿como se lastra en el restorán de Piñero y Aldao?
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