Mucho después comprendería que entre la misteriosa afición de Jacinto Candén y el apellido, una sílaba le haría la diferencia. Tan sólo una. Para Jacinto, encender una cerilla y llevar al rojo vivo toda la caja, oir las rítmicas explosiones y solazarse con las llamas crujientes que abrasaban el adefesio rectangular era, más que un placer, una necesidad, un acto ineludible, como si Satanás estuviese detrás suyo guiándole en sus ígneas compulsiones.
En los preparativos barriales de la fogata de San Pedro y San Pablo, Jacinto siempre era el “as”, el naipe imprescindible, el artesano gestor de las ideas y los detalles que aseguraban la llama permanente, el espectáculo contemplado (u olido) desde una distancia considerable. Vocación, creatividad y el apellido (a no ser por aquella sílaba faltante...).
Él no buscaba la fama o llamar la atención: el suyo era el modo incendioso de hallar placer y disfrutar la llameante alegría, la vida incandescente: calor, oxígeno y la luz de natura incordiando al resto de los mortales. Apenas dormido iniciaba sus ensoñaciones obsesivas: veía al ángel negro y tuerto cuando llegaba al pórtico del infierno –me contaría Jacinto en una ocasión–. Después contemplaba –entre ronquido y ronquido– las lenguas de fuego que incineraban cuerpos agusanados, mientras el alma de esos pecadores se iba disolviendo en la hoguera de la culpa eterna. Archivaba el sueño en la memoria y se agitaba en el catre aguardando el próximo. Aun amodorrado no cesaba el éxtasis de sus fantasías recurrentes: fuego, llamas, quemazones, la pasión rojiza, la ignición y, por fin, las cenizas, el tormento resignado en ese polvo grisáceo tendido, semejante al silencio después de la tormenta. Como el ensamble entre el sueño y la calma, el fuego y las cenizas.
* * * * *
Conozco a Jacinto del barrio: muchacho cordial e inteligente, algo ingenuo, debió abandonar la escuela y buscar algún rebusque. Después de mucho andar encontró trabajo en la parrillería de un tal Sixto. En las noches de aquel verano húmedo y perverso el muchacho trajinaba sin descanso. Su espalda ancha y huesuda se pegoteaba a la camiseta, y las gotas de sudor se desplomaban desde la frente como una catarata filmada en cámara lenta, y se deslizaban por sus mejillas y los labios belfos. No sabía mucho de parrilla aunque lo bastante para correr, fregar, servir, agregar leños, preparar y levantar las mesas, llenar las fuentes con ensalada. Al final de la jornada hacía la limpieza, desarmaba las mesas y sillas plegadizas, ordenaba el lugar y apagaba las ültimas brasas de la parrilla, armada como una pérgola al aire libre. En una prefabricada guardaban toda la utilería: cubiertos, platos, fuentes, sillas, mesas, manteles. Noche tras noche, de domingo a domingo. “¡Qué sábado inglés ni que ocho cuartos! ¡Qué horas extras! ¡Qué trabajo nocturno! ¡Que ley del trabajo de menores!: ¡minga, minga, minga!”, le alertaba Sixto. Muerto de cansancio regresaba ya de madrugada al galpón.
Al poco tiempo aprendió a encender los leños sarmentosos de la parrilla. Permanecía hechizado frente al fuego. Los arabescos de las llamas imantaban sus ojos hasta hacerle perder la noción de realidad. Y el: ¡Eh, pibe, laburá que para eso te pago! le quebraba el embeleso. Jacinto retornaba de sus visiones y proseguía las corridas. Pasaba frente a la parrilla y le echaba una nostálgica mirada a las brasas, absorto en la recepción de candentes mensajes que sólo él, por lo visto, era capaz de captar. Haber hallado trabajo en la parrilla, me comentó una tarde, “fue una merced del destino”.
* * *
El atardecer se borraba. Sombras alargadas dibujaban imágenes chinescas sobre las medianeras abotargadas. Jacinto llevaba un mes en su trabajo y andaba sumido en pensamientos alegres: “Voy a cobrar mi primer sueldo en la parrilllería”, les dijo a los amigos de la barrita que hallaba a su paso.
Se acercó a la pérgola; había un par de mesas con gente y el Sixto se ocupaba de preparar los pedidos de achuras y asado.
–Buenas noches, don Sixto, ¿me puede pagar el sueldo? –preguntó inocente.
–¿Qué andás queriendo, vos? ¿sueldo? ¿qué sueldo? –El tipo lo miró con fijeza–: Quién te conoce a vos... ¡rajá antes de que te dé un fierrazo, atorrante, turrito! Andáte o llamo a la poli, guachito.
Jacinto lo ojeó con rabia, confundido, pero alcanzó a esbozar una mueca algo chúcara; meneó luego la cabeza y dándose media vuelta se fue caminando silencioso, las manos en los bolsillos; una sonrisa belfosa le pintaba la cara. “Disfrutá mi sueldo, hijo e‘puta”, pensó rabioso.
Pasaron algunos días. “Uno de estas noches voy a ir a ver las cenizas”. fantaseaba con fuego en la mirada. Estaba decidido; iría a consumar la vocación y, como suplemento, el desquite. Un desquite dulce, inefable. Decididamente cálido. Canden...te sin dudas.
A las cuatro de una madrugada calurosa y húmeda, en que la luna estaba sitiada por nubes acolchadas y las tinieblas cercaban ese pedazo de suburbio chato, Jacinto soñaba que sin enjuagarse la cara siquiera, sallía del galpón y yéndose para el fondo agarró la lata y los fósforos de madera alineados dentro de la caja rectangular. Enfiló hacia la pérgola apurando el paso. En su mente se apretujaban las imágenes del siniestro: el regocijo le provocaba carcajadas “...como si alguien me hiciera cosquillas en las patas”, pensó. Contemplaba el espectáculo: “El lugar rodeado por un fuego carmesí, el gentío disfrutando de la hoguera, los bomberos trabajando como monos para ahogar el incendio, ambulancias desparramando sus sirenas y yo, Jacinto Candén parado a un costado, gozando con mi obra maestra. Y el guacho que me negó el sueldo agarrándose la cabeza. ¡Qué placer, mi dios! ¡Es la purificación!”.
Llegó hasta la esquina de la parrillería. Una luz fastuosa, mezcla de escarlatas y anaranjados, alumbró la escena, y una humareda densa y volátil se iba elevando atolondrada e insolente. La carpa y la prefabricada parecían cubículos ardiendo en el pórtico del infierno. Un fuerte olor a plástico derretido iba anegando las calles aledañas. Jacinto Candén se despabiló, pegó media vuelta y se fue jubiloso, cumplido. “Lo que es la fuerza de voluntad –se le ocurrió con una sonrisa ancha–, qué poderes que tengo... qué bárbaro”.
Jacinto se durmió envuelto en celestiales ensoñaciones, donde escarmentaba con sus mágicos y crepitantes poderes a los puercos y malentrañas: “Con mi sola voluntad, desde lejos –se repetía en el sueño– puedo prenderle fuego a lo que quiera. Es como un milagro: cuando se enteren los muchachos, ¡mi madre! ¡Abracadabra! Fuego por aquí, fuego por allá, fuego a troche y moche”.
A la mañana siguiente Jacinto proseguía soñando con sus mágicos poderes... Hasta que dos policías lo levantaron del catre como a un carnero mientras él vociferaba ¡purificación!...¡purificación...!■
Candente, querido Andrés , candente. Lástima el final , pobre Jacinto , es que , me pregunto , Jacinto no tenía derecho a la purificación??
ResponderEliminarUn abrazo . amelia
Todavía me acuerdo que el dentista, en una época no tan lejana, tenía una llamita de gas en la que esterilizaba los instrumentos y ablandaba la pasta. El fuego es la vida: da alimento y calor pero destruye. Jacinto utilizó el fuego para hacer justicia, muy bien, Jacinto!
ResponderEliminarExcelente narración, en la cual el autor entrama el acontecer en la "parrillería de un tal Sixto", espacio real donde se le humilla a Jacinto, con un mundo onírico y simbólico: Jacinto, (el amado de los dioses)"aquel que asegura la llama permanente", que ve "un ángel negro y tuerto en el pórtico del infierno" (¿el ángel caído?)que le señala el camino de la purificación.
ResponderEliminarGracias Andrés
Ofelia
Un cuento lleno de pistas que son un símbolo, una trama urdida con la excelencia de un gran narrador que nos "purifica" con su escritura, saludos, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarJacinto, en la pluma de Andrés es digno y encendido hijo de Vulcano y como una tragedia griega nos hace vivir el desenlace.
ResponderEliminarCuál es la mecha, la de la justicia o la de la injusticia la que antes arde, si la mente del incendiario ya es pasto de las mismas llamas.
Especial ductilidad de lenguaje en párrafos elegidos que trasuntan el estilo peculiar de relato al que se sabe sacar todo el jugo de una historia.
Celmiro Koryto
Acostumbrada a otro tipo de entrega, esta narrativa me ha sorprendido gratamente pero, como dicen todos, cualquiera sea tema cuando el escritor tiene oficio, brilla. Un abrazo Andrés y perdón por no acercarme más frecuentemente, ahora que soy abuela tengo menos tiempo, ja ja.
ResponderEliminarLily Chavez
Me gustó el título porque luego se afirma en el final. Me digo por qué la culpa la pagó Jacinto , si fue Sixto con su injusticia quién encendió el primer fuego?
ResponderEliminarRealismo, me dirías, Andrés y tendrías razón.
Grandioso.Felicitaciones.
Andrés: un relato cautivante, mezcla de fantasía y realidad. Rodeado de una atmósfera cargada de suspenso... Aprovecho esta oportunidad para agradecerte que siempre me recuerdes y me transmitas alegría y entusismo; condimentos necesarios para la tarea del creador. Te mando un gran abrazo. Susana Macció
ResponderEliminarAgradezco a lectoras y lectores los comentarios a este relato que pretendió demostrar que el fuego todo lo purifica...
ResponderEliminarY agrego: a la abuelita cordobesa de Dean Funes felicitaciones por el hermoso y tan significativo nombre: Lautaro. Un abrazo por este flamante cordobesito.
Y agrego más: Susana Macció te publicamos en la revista porque tus poemas son excelentes.
Andrés