Lo mínimo, lo inmenso
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 16/07/2011
El buen lector es caprichoso, pero también ecuánime. Disfruta mucho algo y a continuación o simultáneamente disfruta igual lo que parece lo contrario. Disfruta el desvarío y el rigor de la ficción y disfruta la sensatez y el caos de los relatos crudos de la vida. Lo que quizás nunca haga un lector verdadero es no disfrutar: habiendo tantos libros buenos, qué pérdida de tiempo resignarse a uno malo o mediocre; habiendo obras maestras tan distintas entre sí, qué sufrimiento inútil empeñarse en remontar alguna que no nos dice nada, o a la que no nos acercamos en el momento adecuado de nuestra vida. No sé cuántas páginas llevaré leídas en la mía, pero no creo que haya terminado ni una sola por obligación. Ahora estoy leyendo a la vez dos libros que parecerían antagónicos: uno breve, el otro larguísimo; uno hecho a base de chispazos lacónicos de inteligencia y poesía, entrecortado, fragmentario, como escrito sobre la marcha: el otro de una sostenida amplitud que tiene algo de las larguísimas duraciones morosas de Wagner o de Richard Strauss. Uno lo llevo conmigo en el bolsillo de la americana, o en la pequeña mochila con la que voy ahora a todas partes, y aprovecho para leerlo en la espera en el dentista o en el trayecto en el metro, minutos breves pero suficientes para recibir la urgente descarga eléctrica de sus iluminaciones; el otro es un volumen macizo, compacto, de más de mil páginas, y por lo tanto requiere el sedentarismo lector del sillón o la cama, y será una compañía excelente en un largo vuelo o en un viaje en tren.
Leo al mismo tiempo La montaña mágica y El viajero y su sombra. La prosa de Thomas Mann la disfruto en la traducción de Isabel García Adánez, aunque el primer impacto de la novela lo recibí cuando era mucho más joven en otra edición de cuya calidad ahora no sé acordarme; a Nietzsche lo leo en español gracias a Carlos Vergara. Los dos libros tienen una parte de descubrimiento y otra de regreso. La montaña mágica me la recomendó el mismo amigo antiguo que en el último verano de la universidad me descubrió también El gran Gatsby y la primera sinfonía de Brahms. La había leído una sola vez, a los veinticuatro años: entonces resonó más en mí porque como Hans Castorp yo estaba en el umbral de la vida adulta y porque al ingresar en el Ejército me había visto encerrado en un mundo tan autosuficiente y tan ajeno a la realidad exterior como el sanatorio para tuberculosos de Davos. Treinta años después, la novela conserva su capacidad de hechizar y su recuerdo resulta ser extremadamente fiel. Me acordaba de todo. Me acordaba muy bien del escenario y de los personajes, y de la somnolencia y la monotonía del tiempo, pero en la novela hay algunas honduras que solo la experiencia de la edad permite comprender.
El viajero y su sombra lo descubrí más tarde, después de los treinta años. De joven era un lector tan entregado de ficción que apenas leí nada que no fueran libros de relatos, poemas o novelas. En todo este tiempo el libro siempre ha estado cerca de mí, porque es muy propicio para la lectura a rachas, la pepita de oro encontrada al abrir las páginas al azar. Empecé así también esta vez, por puro capricho, porque buscaba algo que no pesara, que cupiera en un bolsillo, eso que un amigo americano llama el quick fix, la dosis rápida de literatura que equivale casi al tiempo de un poema o de una canción. Pero esta vez me impresionaban tanto los breves pasajes numerados que iba leyendo que resolví empezar por el principio, y leer todo seguido. El efecto se ha multiplicado. En vez de rachas de clarividencia, una especie de embriaguez verdadera. No conozco un libro tan lleno de reflexiones infalibles sobre las artes o sobre la literatura, o sobre la serenidad y el gusto de vivir. Por ejemplo: No es ser el primero en ver algo nuevo, sino en ver, como si fueran nuevas, las cosas viejas y conocidas, vistas y revistas por todo el mundo, lo que distingue a los cerebros verdaderamente originales. Por ejemplo: Todas las cosas buenas son enérgicos estimulantes a favor de la vida; este es incluso el caso de todo buen libro, escrito contra la vida. Y donde hay más tristeza, o más sabiduría: Cuando dos viejos amigos vuelven a verse después de una larga separación, sucede a menudo que afectan tener interés por cosas que les han llegado a ser indiferentes: a veces se dan cuenta de ello los dos y no se atreven a descorrer el velo, a causa de una duda un poco triste. Así es como ciertas conversaciones parecen sostenerse en el reino de los muertos.
Ahora se dice que a causa de las nuevas tecnologías ha de prevalecer una escritura de la rapidez, de la fragmentariedad, de lo instantáneo. El presentismo es tan paleto como el localismo o el nacionalismo: es la idea de que el tiempo de uno es el centro y la cima del tiempo, igual que la tierra de uno es el centro del espacio y el lugar supremo. Más de un siglo antes de Twitter y de los blogs escritores como Baudelaire o Nietzsche habían intuido la hermosa libertad de escribir al instante sobre lo que les pasaba por la imaginación o lo que tenían delante de los ojos. Y parece que a Nietzsche la tecnología punta de la máquina de escribir le afectó al estilo tanto como a quien ahora se pasa el día mandando mensajes de texto.
Sucede algo equivalente con Thomas Mann. Uno lee por ahí a descubridores del Mediterráneo que aseguran que solo ellos han tenido la audacia de incluir en sus novelas lo último de la tecnología, de indagar el modo en que los saberes científicos y las revoluciones en la comunicación afectan a la conciencia humana y a las formas del relato. Lo que yo aprecio ahora en La montaña mágica es, precisamente, la irrupción en las normas poéticas de la novela de lo más aventurado que en los tiempos de su escritura estaba sucediendo en las ciencias: la descripción de los huesos fantasmales de una mano visto a través de los rayos X; el vértigo de la imaginación al enfrentarse a los hallazgos de la biología molecular y de la física cuántica. En su cama de enfermo Hans Castorp se interroga sobre lo que en 1924, el año de publicación de la novela, estaba aún muy lejos de ser comprendido, el salto de lo inorgánico a lo orgánico, de los compuestos químicos inanimados a la vida. Los ojos de un enamorado quieren ir más allá de las fronteras de la sensualidad situadas en la piel: ahondan en la fisiología de los tejidos, en el flujo de la sangre, en los gérmenes de muerte inoculados por la enfermedad.
Con Nietzsche voy por mi ciudad y mi presente, en la mesa de un café, en el vagón del metro. Con Thomas Mann me quedo duraderamente a vivir en una novela tan cerrada como un sanatorio. En cada libro intuyo una parte del secreto del otro.
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