El vibrante roce de la realidad
Toda mi vida es una pura concesión. Me despierto cerca de las siete de la
mañana porque tengo una hora de viaje hasta el trabajo y entro a las nueve en
punto, clavado. Cualquier minuto de retraso debe estar acompañado de excusa
relevante: suicidio colectivo en medio de transporte público, episodio de
violencia a la Columbine
(en caso de haber tomado el subte), muerte súbita bajo rodado de varios
cuerpos, o similar. No es raro que antes de enganchar la bici en el poste del
semáforo tamborilee con los dedos sobre los postigos de la ventana para avisar
que ya llegué; así evito tener que jugar a la salida en el tiempo de descuento.
La empresita funciona en un ph de tres ambientes (todos dan a la calle) y
patio cubierto. Baño y cocina quedan frente a la puerta de entrada, de madera
centenaria, y hay además un pequeño depósito oscuro y húmedo, usado para
acumular trastos viejos. En total, somos cinco y dos jefes. Yo entré con cargo
de administrativa, pero la (concesiva) realidad es que hago un poco de todo.
A la mañana no bien llego pongo en orden la cocina, que por lo general es
un chiquero. Se desayuna, se almuerza y se merienda, pero no se lava. Desde que
trabajo acá, odio la pizza: la muzzarella derretida de ayer es una especie de
chicle con anfetaminas. Imposible de remover. Lo otro que no soporto es el
cigarrillo. Mi jefe el mayor, ocupado en salvar vidas, así dice él, se
desentiende de las normas más elementales de la higiene. Para él, cenicero es
todo: vaso, tasa, botella, cuchara o platito. La semana pasada hubo un
principio de incendio porque tiró un pucho encendido en el tacho. El episodio
nos dejó mal, sobre todo porque tuvimos que comprar un tacho nuevo con los
fonditos de La Coope. Mi
jefe el mayor nos explicó que los bienes muebles perecederos son más de todos
que de la empresa y que por eso tenemos que bancarlos con el fondito común.
A mi jefe el menor lo veo poco. Casi nunca va por el ph, así que cuando lo
veo charlamos más que nada de la vida. De la suya, porque es un gran viajero y
siempre nos trae noticias del mundo y de sus novias. Yo me limito a escuchar,
sé que no corresponde que me aproveche de la supuesta reciprocidad del diálogo
para agobiarlo con la larga retahíla de concesiones que engarzo día tras noche
tras día. Mi psicóloga no entiende esta manera que tengo yo de ver las cosas.
Siempre me dice que lo mío es que no puedo con la vibrante. No digo que no,
pero creo que lo mío es algo más global.
Mis tareas en la empresita son sencillas. Sobre mi escritorio hay una
computadora y tres bandejas. En la primera hay pedidos, en la segunda reclamos
y en la tercera envíos. Un pedido puede ser que vaya hasta el banco a pagar la
luz o hasta Dispita a compararle pañales a la nena de mi jefe el mayor. A esa
bandeja le temo, nunca sé qué me va a deparar. Me acuerdo la vez que, tras
lavar y ordenar en la cocina, me acomodé frente a la máquina sorbiendo el
primer café de la mañana y al levantar una A4 agujereada, leo: “9:00 tomate un
taxi y pasá a buscar a Ivette. Acompañala donde quiera ir”. Fue una patada de
adrenalina. Primero, porque yo era administrativa y no personal para todo
servicio. Segundo, porque no me había dejado plata para el taxi. Tercero,
porque las nueve eran pretérito pluscuamperfecto.
Todo el tiempo es así. Voy, no voy, qué hago. Tal como yo lo veo,
desobedecer una orden es causal de despido, pero ir era gastar mi propia plata
sin saber a qué hora iba a terminar, ni dónde. Además, a esa hora todavía no
había nadie, ¿quién iba a atender el teléfono? Migue, Lore, Juancho y Liso (se
llama Lisandro, pero le quitamos una sílaba para que no desentone con nosotros,
todos bi) llegaban a las diez. No tendría que haber ido, pero fui. Concesiones,
concesiones, siempre.
Por ese tipo de cosas, prefiero la bandeja 2. Los reclamos son por lo
general de proveedores o clientes descontentos, con lo cual mi función es
clasificarlos por tema y mandar el mail “automático” de recibimos su consulta y
estamos trabajando para usted. Después cuando mi jefe el mayor tiene un momento
le comento más o menos de qué se trata como para que esté al tanto. La mayoría
de las veces prescriben y nadie hace nada.
Los envíos también me gustan. Cuando toca el servicio mensual, Ramón me
pasa a buscar con la combi. Tomamos mate, charlamos y mientras vamos haciendo
las entregas. A veces la cana jode porque Ramón no tiene los papeles en orden,
por eso su flete es más barato, y hay que cometearla para poder seguir. Yo
pasaba la coima como “viáticos” hasta que mi jefe el menor me indicó que mejor
lo pasara como “insumos”. De esa manera se puede descontar de los impuestos.
Como el lugar es chico, cuando estamos todos me cuesta concentrarme. Sobre
todo porque Lore es una máquina de hablar. No para. Se cuelga del teléfono y te
enterás hasta del color de bombacha que eligió para que combine con la funda
del celu. Por eso detesto los días que no están ni mi jefe el mayor ni mi jefe
el menor, son ocho horas que me tengo que tragar de interiorización radical en
la vida de Lore y, la verdad, me satura. Menos mal que Migue es callado. Cuando
no está, Juancho dice que tiene un retraso, pero no creo que sea verdad. Pasa
que es tranquilo, nada más. Y come como un elefante. La otra vez se compró una
pizza para él solo. Menos mal que al final Liso lo convenció para que compartieran.
Yo los miraba tragar y pensaba en el baño, otra de mis ocupaciones tácitas,
pero obligatorias. Hace un año que mi jefe el mayor decidió prescindir de los
servicios de Mónica, que antes venía una vez por semana. El tamaño de la
empresa no lo permite, no hay superávit como para que siga viniendo, así que
hubo que repartirse sus tareas. Yo no tengo problema en limpiar el baño, el
tema es que nunca hay con qué. La semana pasada traje el Mr. Músculo de casa
porque el detergente lo guardo para los platos. Desde que Migue encontró una
rata muerta entre las cajas del patio, todos coincidimos en que tenemos que
extremar las medidas de higiene.
En realidad, además de administrativa, en la empresita también cumplo
funciones de secretaria. Llego primero que todo el mundo y me voy última,
almuerzo siempre en el escritorio para poder atender el teléfono y le llevo la
agenda a mi jefe el mayor. Sirvo café cuando tenemos visitas, me encargo de que
no falten galletas dulces ni té, y me encargo de la coordinación general de las
tareas de Migue, Lore, Juancho y Liso para que los tiempos se cumplan. Hago
mucho y me gustaría ganar un poco más, sobre todo porque con la inflación, mi
sueldo quedó desactualizado. Hace tres años, cuando empecé, la situación del
país era otra. También me gustaría que me pusiera en blanco, para tener
vacaciones y obra social. Quiero pedir un aumento o un ajuste, pero no lo hago
porque Juancho se lo pidió el otro día y mi jefe el mayor le dijo que la
empresa daba aumentos cuando la situación estaba como para dar aumentos. Que él
no iba a soportar que le fuéramos con la huevada sindicalista ni mucho menos y
que al que no le gustara, que se mandara mudar.
Como lo que facturo en la empresita me alcanza solo para el alquiler, ayer
agarré viaje en un ciber de mi barrio que buscaba personal para el turno noche.
Levantarme a la mañana me cuesta un triunfo y mi jefe el mayor ya me llamó la
atención porque nota que no estoy dejando todo en el laburo como antes. Yo le
dije que estaba equivocado y que ando mal dormida, pero no me gustó que su
respuesta fuera encajarme a la beba de Mariana para que me hiciera cargo
mientras ellos se iban a almorzar. Tendría que haberle dicho que no. ¿Y si se
lastimaba? ¿Y si no paraba de llorar? Yo soy administrativa, no tengo porqué
contar con conocimientos de baby-sitter. Además de que yo también quería
almorzar y no pude porque la nena era un demonio que se metía todo en la boca,
dos segundos la dejabas sola y ya te había localizado un tomacorrientes para ir
a enchufar sus deditos babeados. Al final, terminé comiendo dos empanaditas a
las cinco y media de la tarde, mientras esperaba el colectivo. Ni hambre tenía
para esa hora porque el almuerzo se alargó y al final Mariana pasó a recoger a
la nena a las cuatro y yo en la hora que me quedaba tuve que resolver las tres
bandejas corriendo como una loca porque mi jefe el mayor me avisó que a partir
del jueves hacíamos inventario.
Quisiera irme de la empresita pero no lo hago porque tengo miedo de no
encontrar nada más. ¿Cómo pagaría el alquiler? Con lo del ciber apenas me
alcanza para la comida. Mi fonoaudióloga dice que es un problema en la
vibrante, pero yo sé que hay algo más. Yo siento que tengo una vida de perro. ■
Tal cual, el ambiente creado es de "una vida de perros" toda una vida. Me gustó cómo está creado un cuento a partir de un personaje que "no es nada" y sin embargo lleva hasta el final
ResponderEliminarTantas vidas de perro , tantas cárceles cotidianas,
ResponderEliminarEl autor lo pinta magistralmente.
Ay ay Gracias.
Es vida en cautiverio , con círculos que cierran más prietos cada día a la protagonista y a miles de personas verdaderas que experimentan esa asfixia que no tiene fin.
ResponderEliminarExcelente crónica ficcional de la realidad.
Felicitaciones a la autora.
MARITA RAGOZZA