jueves, 23 de mayo de 2013

Alejo Urdaneta



 


CRISTOFUE

“Este trinar
De un simple cristofué
Rotundo
Como el último primer pájaro”
                                        
      ( Armando Rojas Guardia)

 Entró al templo, oscuro a esta hora de la madrugada. El olor de incienso viejo y a moho de especies envitrinadas se quedó en los escaños, las paredes y los arcos encalados. Todo estaba envuelto en la bruma del amanecer y en el silencio del recinto. El hombre sabía que allí estaba el sacerdote que le daría la absolución, y a eso había venido a la iglesia. Quería decir su confesión con la misma brevedad del acto criminal que deseaba exponer al cura: pocas palabras que quizás se hicieran después un torrente entre las columnas en esta hora prima que ni el cura estaría dispuesto a soportar.
Adelantó los pasos hacia el interior, en busca de la sacristía en la que hallaría al sacerdote todavía dormido. Cada paso es una evocación del pecado que ha venido a confesar. Sentía todavía las manos del carcelero aprisionando las suyas, y en su angustia recuerda que huyó a la carrera y se internó en el bosque que bordea al pueblo, cerca de la cárcel donde quedó el castigo impune.
Quería dejar la culpa y recibir el perdón que buscaba en el cura que a esta hora dormía.
(¡Y mira qué impertinencia en esta hora de laudes que hace tiempo no veía llegar; y menos maitines… A nadie sensato se le ocurre despertar a un ministro de Dios a estas horas!.)
El fugitivo está a la puerta del cuarto privado y su culpa parece disminuir tan sólo por haber llegado a la casa de Dios.
 (“Es de noche: ¿por qué he de ser luz y sed de tinieblas y de soledad?”).
Es la canción de la noche, Zaratustra en busca de paz y que ahora lo reconviene.
 Voces de alquimia derretidas como cirios, con resplandores apenas. Porque el pecado se le había hecho grande y no podía llevarlo toda la noche. Fue entonces cuando pensó en el hombre consagrado que podría escucharlo, atender el balbuceo de su arrepentimiento en palabras extensas y terrosas. Allí en el confesionario se guardaría el secreto y tendría la absolución de la culpa que se confunde con la rabia en los devaneos de la conciencia y las omisiones del amor traicionado. Ya había purgado el delito y ahora era un fugitivo.
Los golpes de aldaba quebrantaron el silencio y la paz; sólo se escuchaba el canto del cristofué que cada día interrumpe la calma del conticinio.
(¡Hasta los santos proclamarán su descontento por esta impertinencia!).
No sabe el fugitivo que el carcelero lo ha seguido y ha visto cuando entraba al templo. Supondrá el perseguidor que el otro se entregará en los brazos del confesor, y que será recibido con el amor y la comprensión cuando diga su confesión y su llanto se prenda de las columnas y de los arcos que sostienen los fastos del templo.
(“¿Qué me sucede, amigos míos? Estoy trastornado, aturdido, obediente contra mi voluntad, dispuesto a marcharme muy lejos de vosotros”).
  Palabras sin eco, cirios apagados para siempre.
(Sí. Fuiste impertinente sin saber que yo te seguía con la orden de encarcelarte, para llevarte a la autoridad que te hará confesar la verdad, no con la falsedad de tu confesión de temor, tu atrición impenitente. No pensaste que  tengo una confesión más valiosa que tu voz de perdón. Pero sé también que no eres más culpable que yo mismo ni que el cura abismado en cantos de cristofué, indiferente a tu desesperación y tu miedo. Otro sin sus atributos pudiera darte la absolución, y no este hombre que ha despertado con la alarma de tu llegada y que vive pendiente de los goces sencillos del canto del pájaro en la madrugada.
Ven a mis manos de guardián del orden, piensa que sólo la voz natural del pájaro podrá decirte: Yo perdono, yo perdono, soy la única absolución, la que comprende el discurso de la naturaleza y anuncia que amanece de nuevo y que este día será igualmente indiferente a tu pecado o tu dolor, a lo que haces o has hecho. En esta penumbra y ante el desagrado que le ha producido tu irrupción, el presbítero no podrá concederte lo que buscas. Todo volverá a su acomodo de siglos.)
¿Huyó primero su cuerpo que su conciencia? Los pasos que lo trajeron a la iglesia hicieron eco en sombras temerosas de la luz, y en su mano colgaba el eslabón del castigo, como una huella de herrumbre. Su rostro congestionado por el temor y las lágrimas hablaba de su transgresión; y el pecado reconvenía:
 (“Por la noche volverás a encontrarme; estaré sentado en tu propia caverna, paciente y pesado como un tronco, sentado allí, esperándote”)
Enmudecía todo en el templo, salvo su voz. Un rodeo por los ribetes de la luz le hizo parpadear. Pensó que estaba redimido por algo que no era el gesto indiferente del sacerdote, y en la salmodia que dictaba su conciencia creyó escuchar el melisma del cristofué. Se levantó con brusquedad y dejó al cura perplejo al verlo huir por otra puerta.
 El carcelero vendría detrás.
Es la hora prima y todavía es posible obtener el perdón. Pero no volvería a la sacristía ni al oficiante. Ya no tiene nada que esperar.
No le dirá al cura:
No mires la ventana no escuches el canto del cristofué y permite que mi contrición sea verdadera. Estoy solo en la inmensidad de un rezo mientras tú no tendrás sosiego ni tus manos se cruzarán displicentes.
No le podrá decir:
Veo en tu rostro la sorpresa. Mi confesión es incomprensible y levantas la mirada y nuestros ojos se encuentran con asombro y el aturdimiento se rompe y te ves comprometido en la declaración de mi delito y mi dolor y el miedo y no ves el rosetón enrojecido por la llegada del día.
No lo dirá ahora porque no es necesario. El carcelero podrá venir y apresar al fugitivo que fue absuelto por la voz de un cristofué.



4 comentarios:

  1. El cristofue no es un ave que conozco y creo que en Argentina no vive, a lo sumo, el mayor parentesco podría ser el benteveo.
    El cuento pincela con maestría la culpa y la absolución, entre pasajes bastantes oscuros. La historia nos hace pensar si el canto del pájaro es un mal augurio o es el perdón que nos otorga la naturaleza.
    El pecado persigue al pecador. La mayor condena es la conciencia.
    Inquietante narración.
    Felicitaciones Alejo y un gran abrazo.
    MARITA RAGOZZA

    ResponderEliminar
  2. Creo que el autor nos dice que lo que en verdad redime es la naturaleza y el dolor, la culpa por cometer un delito. Me gustó.
    Graciela Urcullu

    ResponderEliminar
  3. La culpa en aras de su redención, huye hacia donde el hombre ha decretado credos. Angustiada, quebranta leyes, usos y costumbres de rezos y horarios. Un puñadito amarillo y negro bosteza su trino, despabilando al DIA. Entonces, obra la naturaleza: el cuerpo retorna a su conciencia – la conciencia recupera su físico. Junto al trino sostenido, el carcelero: uno mismo, ¿Dónde entonces la redención de una confesión? Nadie estará libre de si mismo, Y también mañana amanecerá. La culpa seguirá huyendo su destino.
    Muchas gracias por el relato, Alejo Urdaneta, me gusto mucho. ElsaJaná.

    ResponderEliminar
  4. La culpa en aras de redención huyendo hacia donde el hombre ha decretado credos. Angustiada, quebranta leyes, usos y costumbres. Un puñadito amarillo y negro bosteza su trinar y se activa la mente. Entonces, obra la naturaleza: el cuerpo retorna a su conciencia – la conciencia recupera su físico. Junto al trino sostenido, el carcelero: uno mismo, ¿Dónde entonces el sentido de una confesión? Nadie estará libre de si mismo, Y también mañana amanecerá. La culpa seguirá huyendo su destino.
    Muchas gracias por el relato, Alejo Urdaneta, me gusto mucho. ElsaJaná.

    ResponderEliminar