Moscas
Era un mediodía caluroso de verano y solo se oía el insoportable zumbido que producían las alas de las moscas. El sol castigaba con toda su fuerza a los tres hombres de mediana edad que se encontraban sentados a la sombra de un toldo viejo, roído por el tiempo, sirviéndose vino barato de una damajuana polvorienta. Cientos de moscas - molestas, pegajosas, sucias – revoloteaban sin cesar, posándose sin vergüenza alguna sobre brazos, frentes, labios y cuellos. Los hombres las espantaban con movimientos lentos, casi sin ganas. Una mosca cayó dentro de un vaso de vino. El dueño del recipiente introdujo un dedo áspero, sucio, quitó el insecto y luego sorbió del vino como si nada.
De vez en cuando alguno de los tres soltaba una palabra, onomatopeyas, monosílabos en el mejor de los casos. Hacía demasiado calor para seguir más allá, para articular, terminar una oración. Del suelo se levantaba un extraño vaho, como si la mismísima tierra se estuviera evaporando y pronto los tres hombres quedarían suspendidos de la nada, rodeados de cientos de moscas pegajosas. En el aire reinaba aquel silencio tan particular que impone el calor, ese tedio solo quebrado por el sonido opaco de los vasos mugrientos, las onomatopeyas – monosílabos en el mejor de los casos -, y aquel terrible zumbido de cientos de alas. Alas de moscas. Insectos que se alimentan de muerte, seres cuya función es deshacer la materia, aquella que no sirve más. Y los hombres cual cresas en pleno desarrollo, a punto de estallar y dar nacimiento a algo oscuro, algo que viene preparándose subrepticiamente. Esperaban con la paciencia de aquellos que se alimentan de la morbosidad, como las moscas. Y ellas, iban en aumento. Como si el calor hiciera que se multipliquen. En su saliva, en sus patas, traían adheridas partículas de muerte, suciedad de otros lados, de un pueblo cercano. De allí tal vez provenían las moscas que hacían del calor un fenómeno más insoportable aun para los tres hombres allí sentados. Uno de ellos aun tenía los dedos manchados de sangre.
La sangre no era propia del hombre que bebía lánguidamente su vino tibio. Provenía, como las moscas, del pueblo. El cuerpo al cual aquella sangre pertenecía aun yacía en la puerta de un rancho, una expresión de horror impresa en su rostro sin vida. A su alrededor otros cuerpos en posiciones parecidas, tendidos en medio de humaredas provenientes de las casas calcinadas. Y allí también, las moscas estaban en todo, dándose un festín de muerte, carne chamuscada y sangre fresca, deshaciendo desesperadamente la materia, llenando sus diminutos vientres hasta reventar.
No muy lejos de allí, los hombres bebiendo aquel vino mediocre, uno de ellos con las manos aun ensangrentadas; otro mirando fijamente la nada, encandilado por el sol, repasando en su mente una escena que se había llevado a cabo unas horas antes de la llegada de las moscas al pueblo - atraídas por la cantidad de materia inerte que estaba comenzando su descomposición.
Los tres habían sido enviados para liquidar un asunto que tenía que ver con un pago retrasado y de nada sirvieron las súplicas de los habitantes. La cosa degeneró rápido y, cumpliendo las órdenes que habían recibido, arrasaron con todo, hasta el último de los aldeanos. Con la llegada de las primeras moscas ellos dejaron el lugar y se detuvieron en las afueras. Sentados bajo el toldo viejo de una casa en ruinas, decidieron vaciar una damajuana de vino mientras esperaban que amaine el calor. Uno de ellos llevaba las manos manchadas de sangre; otro repasaba en su mente una y otra vez cómo le quitó por la fuerza la virginidad a una jovencita de unos dieciséis años. Tal vez diecisiete. El tercer hombre, algo perplejo, se rascaba la cabeza. Posiblemente era el jefe de la pandilla. Intentaba recordar el instante en el que había recibido las órdenes del presidente del condado. Estaba comenzando a dudar si había registrado correctamente el nombre de la aldea que debían liquidar. Resulta muy difícil diferenciar una aldea de otra en aquella remota región. Tomó la damajuana en su mano, llenó por quinta vez su vaso mugriento y siguió observando cansadamente el revoloteo nervioso de las moscas.
Era un mediodía caluroso de verano y solo se oía el insoportable zumbido que producían las alas de las moscas. El sol castigaba con toda su fuerza a los tres hombres de mediana edad que se encontraban sentados a la sombra de un toldo viejo, roído por el tiempo, sirviéndose vino barato de una damajuana polvorienta. Cientos de moscas - molestas, pegajosas, sucias – revoloteaban sin cesar, posándose sin vergüenza alguna sobre brazos, frentes, labios y cuellos. Los hombres las espantaban con movimientos lentos, casi sin ganas. Una mosca cayó dentro de un vaso de vino. El dueño del recipiente introdujo un dedo áspero, sucio, quitó el insecto y luego sorbió del vino como si nada.
De vez en cuando alguno de los tres soltaba una palabra, onomatopeyas, monosílabos en el mejor de los casos. Hacía demasiado calor para seguir más allá, para articular, terminar una oración. Del suelo se levantaba un extraño vaho, como si la mismísima tierra se estuviera evaporando y pronto los tres hombres quedarían suspendidos de la nada, rodeados de cientos de moscas pegajosas. En el aire reinaba aquel silencio tan particular que impone el calor, ese tedio solo quebrado por el sonido opaco de los vasos mugrientos, las onomatopeyas – monosílabos en el mejor de los casos -, y aquel terrible zumbido de cientos de alas. Alas de moscas. Insectos que se alimentan de muerte, seres cuya función es deshacer la materia, aquella que no sirve más. Y los hombres cual cresas en pleno desarrollo, a punto de estallar y dar nacimiento a algo oscuro, algo que viene preparándose subrepticiamente. Esperaban con la paciencia de aquellos que se alimentan de la morbosidad, como las moscas. Y ellas, iban en aumento. Como si el calor hiciera que se multipliquen. En su saliva, en sus patas, traían adheridas partículas de muerte, suciedad de otros lados, de un pueblo cercano. De allí tal vez provenían las moscas que hacían del calor un fenómeno más insoportable aun para los tres hombres allí sentados. Uno de ellos aun tenía los dedos manchados de sangre.
La sangre no era propia del hombre que bebía lánguidamente su vino tibio. Provenía, como las moscas, del pueblo. El cuerpo al cual aquella sangre pertenecía aun yacía en la puerta de un rancho, una expresión de horror impresa en su rostro sin vida. A su alrededor otros cuerpos en posiciones parecidas, tendidos en medio de humaredas provenientes de las casas calcinadas. Y allí también, las moscas estaban en todo, dándose un festín de muerte, carne chamuscada y sangre fresca, deshaciendo desesperadamente la materia, llenando sus diminutos vientres hasta reventar.
No muy lejos de allí, los hombres bebiendo aquel vino mediocre, uno de ellos con las manos aun ensangrentadas; otro mirando fijamente la nada, encandilado por el sol, repasando en su mente una escena que se había llevado a cabo unas horas antes de la llegada de las moscas al pueblo - atraídas por la cantidad de materia inerte que estaba comenzando su descomposición.
Los tres habían sido enviados para liquidar un asunto que tenía que ver con un pago retrasado y de nada sirvieron las súplicas de los habitantes. La cosa degeneró rápido y, cumpliendo las órdenes que habían recibido, arrasaron con todo, hasta el último de los aldeanos. Con la llegada de las primeras moscas ellos dejaron el lugar y se detuvieron en las afueras. Sentados bajo el toldo viejo de una casa en ruinas, decidieron vaciar una damajuana de vino mientras esperaban que amaine el calor. Uno de ellos llevaba las manos manchadas de sangre; otro repasaba en su mente una y otra vez cómo le quitó por la fuerza la virginidad a una jovencita de unos dieciséis años. Tal vez diecisiete. El tercer hombre, algo perplejo, se rascaba la cabeza. Posiblemente era el jefe de la pandilla. Intentaba recordar el instante en el que había recibido las órdenes del presidente del condado. Estaba comenzando a dudar si había registrado correctamente el nombre de la aldea que debían liquidar. Resulta muy difícil diferenciar una aldea de otra en aquella remota región. Tomó la damajuana en su mano, llenó por quinta vez su vaso mugriento y siguió observando cansadamente el revoloteo nervioso de las moscas.
Desde Pehuajóncon un clima de verano subtropical, aumentó la molestia que se siente, y el sopor del calor y las moscas. Un cuento de horror real, distinto a los que nos tiene acostumbrados el autor.
ResponderEliminarFelicitaciones.
MARITA RAGOZZA
Con las moscas en primer plano de a poco el autor pone foco en el horror de la muerte que quizá hayan sido equivocadas lo que suma una pizca más de truculencia, muy bueno, Carlos Arturo Trinelli
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