«Mi vida
querida»
En mi juventud parecía no haber nunca un
parto, o un apéndice reventado, o cualquier otro incidente drástico de salud
que no ocurriera mientras arreciaba una tormenta de nieve. Las carreteras
estarían cortadas, así que de todos modos no se podría pensar en sacar un
coche, y habría que enganchar varios caballos para llegar al pueblo e ir al
hospital. Por suerte aún había caballos: en circunstancias normales la gente se
habría deshecho de ellos, pero con la guerra y el racionamiento de combustible
las cosas habían cambiado, al menos por el momento.Por eso cuando me empezó el
dolor en el costado tenían que ser las once de la noche, y soplaba una ventisca
y, como en ese momento en nuestro establo no había caballos, tuvimos que pedir
el tiro de los vecinos para llevarme al hospital. Un trayecto de apenas una
milla y media, pero aun así una aventura. El médico estaba esperando, y nadie
se sorprendió cuando se preparó para extirparme el apéndice.¿Se extirpaban más
apéndices entonces? Sé que todavía se hace, y que es necesario, incluso sé de
alguien que murió por no intervenirlo a tiempo, pero en mi memoria ha quedado
como una especie de rito al que pocas personas de mi edad debían someterse, o
por lo menos no muchas, y no todas tan de improviso, o quizá sin tanta pena,
porque signifi caba unas vacaciones de la escuela y daba cierta categoría:
haber sido tocado por el ala de la mortalidad distinguía, aun fugazmente, del
resto, en una época de la vida en que tal cosa podía llegar a ser grata.Así
que, ya sin apéndice, pasé varios días viendo por la ventana del hospital la
nieve cernirse lóbregamente a través de unos árboles de hoja perenne. No creo
que se me pasara por la cabeza pensar cómo iba a pagar mi padre esta
distinción. (Creo que tuvo que desprenderse de una parcela de bosque que había
conservado al vender la granja de su padre. Quizá esperaba utilizarla para
poner trampas, o elaborar jarabe de arce. O quizá sentía una nostalgia
innombrable.)Luego volví a la escuela, y disfruté de que me dispensaran de
educación física más tiempo del necesario, y un sábado por la mañana que mi
madre y yo estábamos solas en la cocina, me contó que en el hospital me habían
extirpado el apéndice, tal y como yo pensaba, pero no fue lo único que me
quitaron. Al médico le había parecido conveniente extirparlo, ya que estaba
metido en faena, pero lo que más le preocupó fue un tumor. Un tumor, dijo mi
madre, del tamaño de un huevo de pava. Pero no te preocupes, dijo, ahora ya ha
pasado todo. La idea del cáncer en ningún momento se me ocurrió, y mi madre
tampoco la mencionó nunca. No creo que hoy en día pueda hacerse una revelación
como esa sin alguna clase de pregunta, alguna tentativa de esclarecer si lo era
o no lo era. Maligno o benigno, querríamos saber inmediatamente. La única razón
que se me ocurre para que no hablásemos de ello es que la palabra debía de estar
envuelta en un halo de misterio, similar al que envolvía la mención del sexo. O
incluso peor.
El sexo era vergonzoso, pero sin duda
encerraba algunas satisfacciones; desde luego nosotros las conocíamos, aunque
nuestras madres no estuvieran al corriente. En cambio, la mera palabra cáncer
evocaba una criatura oscura, putrefacta y hedionda, a la que no se miraba ni
siquiera al quitarla de en medio de una patada. De modo que no pregunté, ni
nadie me dijo nada, y solo puedo suponer que era benigno o que lo extirparon
con mucha destreza, porque aquí estoy. Y tan poco pienso en ello que toda la
vida, cuando me piden que enumere las intervenciones quirúrgicas que me han
hecho, automáticamente digo o escribo solo «Apendicitis».Esta conversación con
mi madre probablemente tuvo lugar en las vacaciones de Semana Santa, cuando las
ventiscas y la nieve de las montañas habían desaparecido y los arroyos se
desbordaban agarrándose a todo lo que encontraran a su paso, y el broncíneo
verano estaba ya a la vuelta de la esquina. Nuestro clima no se andaba con
devaneos, nada de clemencias. En los primeros días calurosos de junio terminé
la escuela, después de librarme de los exámenes finales con notas bastante
buenas. Tenía un aspecto saludable, hacía las tareas de la casa, leía libros
como de costumbre, nadie creía que me pasara nada raro.
Ahora tengo que describir el dormitorio que
ocupábamos mi hermana y yo. Era un cuarto pequeño en el que no cabían dos camas
individuales, una al lado de la otra, de manera que la solución fue poner
literas y colocar una escalerilla por la que trepaba la que dormía en la cama
de arriba. Que era yo. Cuando estaba en la edad de las tomaduras de pelo,
levantaba una de las esquinas del fino colchón y amenazaba con escupirle a mi
hermana pequeña, indefensa en la litera de abajo. Claro que mi hermana, que se
llamaba Catherine, no estaba indefensa del todo. Podía esconderse bajo las
mantas; pero mi juego consistía en acecharla hasta que la asfixia o la
curiosidad la hacían salir de nuevo, y en ese momento escupirle en plena cara,
o fingir que lo hacía y conseguir el efecto deseado, enfurecerla.A esas alturas
ya era mayor para esas tonterías; demasiado mayor, desde luego. Mi hermana
tenía nueve años y yo catorce. La relación entre nosotras siempre fue desigual.
Cuando no estaba atormentándola, fastidiándola con alguna necedad, adoptaba el
papel de sofisticada consejera o le contaba historias espeluznantes. La
disfrazaba con la ropa vieja que se guardaba en el arcón del ajuar de mi madre,
prendas demasiado buenas para cortarlas y hacer edredones, y demasiado
anticuadas para que nadie las usara. Le ponía el carmín endurecido de mi madre
en los labios, le empolvaba la cara y le decía que estaba preciosa. Era
preciosa, sin asomo de duda, pero cuando terminaba de maquillarla parecía una
muñeca extranjera estrafalaria.
No pretendo decir que ejercía sobre ella un
control total, ni siquiera que nuestras vidas se entrelazaran constantemente.
Ella tenía sus propios amigos, sus propios juegos. Juegos que tendían más a la domesticidad
que al glamour. Sacar de paseo a las muñecas en sus carricoches, o a veces, en
lugar de las muñecas, a algún gatito disfrazado que siempre desesperaba por
escapar. Además había sesiones de juego en las que alguien era la maestra y
podía pegar al resto en los antebrazos con una vara y hacerlos llorar de
mentirijillas, por infracciones y estupideces varias.
En el mes de junio, como he dicho, quedé
libre de ir a la escuela y me dejaron a mi aire, como no recuerdo haberlo
estado en ninguna otra época de mi juventud. Hacía algunas tareas de la casa,
pero mi madre aún debía de encontrarse con las fuerzas necesarias para ocuparse
de la mayor parte de ellas. O quizá entonces teníamos dinero para contratar a
alguna mujer a quien mi madre llamaría sirvienta, aunque todo el mundo las
llamara empleadas.
En cualquier caso no recuerdo haberme
enfrentado a ninguno de los trabajos que se me amontonaron los veranos
siguientes, cuando luché de buena gana por mantener la dignidad de nuestra
casa. Por lo visto el misterioso huevo de pava me concedía cierta condición de
inválida, así que a ratos podía pasearme por ahí como alguien de visita. Aunque
sin darme aires de ser especial. Nadie en nuestra familia se hubiera salido con
la suya en eso. Iban por dentro, la inutilidad y la extrañeza que sentía. Y
tampoco era una inutilidad constante. Recuerdo haberme agachado a entresacar
los brotes de zanahorias, igual que todas las primaveras, para que las raíces
alcanzaran un tamaño decente.
Debió de ser simplemente que no había cosas
por hacer a todas horas, como ocurrió los veranos de antes y después. Así que
quizá por eso me empezó a costar conciliar el sueño. Al principio creo que
simplemente me quedaba despierta en la cama hasta alrededor de medianoche,
extrañada de notarme tan despabilada, mientras el resto de la casa dormía.
Había leído, me cansaba como de costumbre, apagaba la luz y esperaba. Nadie
había venido a decirme que apagara la luz y me durmiera.
Por primera vez en la vida (y eso también
debió de marcar un estatus especial) dejaban que yo decidiera cuándo hacerlo.
La casa mudaba paulatinamente de la luz del día hasta que las luces de la casa
se encendían a última hora de la tarde. Al dejar atrás el trajín general de las
cosas por hacer, por tender y por terminar, se convertía en un lugar más
extraño, en el que las personas y el trabajo que gobernaba sus vidas
languidecían, las necesidades de cuanto les rodeaba languidecían, y los muebles
se retraían, al no depender de que nadie les prestara atención.Podría pensarse que
era un alivio. Al principio tal vez lo fuera. La libertad. La novedad. Sin
embargo, a medida que mi difi cultad para conciliar el sueño se prolongaba y fi
nalmente se apoderaba completamente de mí hasta el amanecer, se convirtió en
una creciente preocupación. Empecé a recitar rimas, luego poesía de verdad,
primero para obligarme a perder la conciencia, y ya después al margen de mi
voluntad. La actividad me frustraba. O era yo quien me frustraba a medida que
las palabras terminaban en el absurdo, en un discurso tonto sin pies ni cabeza.
No era yo.
Toda la vida había oído ese comentario
sobre otra gente, sin pensar qué podía signifi car. Entonces, ¿quién te crees
que eres? También había oído decir eso, sin atribuirle una verdadera amenaza al
comentario, tomándolo simplemente como una especie de mofa rutinaria. Piénsalo
de nuevo. A esas alturas ya no era dormir lo que quería. Sabía que de todos
modos lo más probable era que no me durmiera. Quizá dormir ni siquiera era
deseable. Algo se estaba apoderando de mí y tenía la obligación, la esperanza,
de vencerlo. No me faltaba sentido común para lograrlo, aunque al parecer
tampoco me sobraba.
Alice Munro, último Nóbel, es de una escritura que a veces molesta por lo descarnada. Sin duda la forma más acabada de actualidad en el arte. No pude abandonar, a pesar mío, un libro suyo de los 70 "la Vida de las Mujeres".
ResponderEliminarGraciela Urcullu
Resulta imposible que el lector no se involucre con la trama intimista del relato que se dosifica como si fueran capítulos, epifanías de una vida que de pronto sigue amenazada, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarUn lenguaje moderado, de estructura lineal, para un clásico relato autobiográfico. Lina
ResponderEliminarMaravilloso el tono suave y aparentemente tranquilo en que el personaje va desarrollando su historia, y el peso presente de lo que estuvo allí, y asusta. Me gusta como dice Lina ese pausado y moderado lenguaje que despliega una historia, inteligentemente. Gracias. marta comelli
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