Nacido en San Justo en 1977, inició su carrera
periodística en 1997 participando en diversos medios gráficos y radiales.
Amante de los libros de Dumas y el cine de John Ford, en el presente escribe
literatura…
APACHE
A los territorios
al norte de Nuevo México llegaron tres jinetes con sus monturas; marchaban
lentos, como si llegar no estuviera en sus planes. Con un solo vistazo, un
observador avezado habría notado que transitaban por un sendero cuya principal
cualidad era la de proteger de las miradas curiosas. Dos eran hombres, uno más
bien anciano, el otro de casi 40 años. La dama era, además, la esposa del
primero y marchaba a la cola del grupo, confiándose de cerca a la orientación
masculina.
El largo y viejo
vestido se le enredaba en la silla y limitaba sus movimientos, haciendo que el
caballo tuviera la responsabilidad de conducirla por aquel territorio: media
hectárea de arboledas que, combinados con los tonos rosados del horizonte daban
al lugar un aspecto sereno. El calor, constante en aquellos parajes, atraía
moscas y mosquitos. La mujer veía en los insectos una señal inequívoca de la
proximidad de las aguas. Y no se equivocaba, a pocos metros de esos territorios
corría el Río Grande, como una bendición para las tierras áridas. A esa fuente
de agua debía el bosque su existencia, sus altas copas, su colorido verde
profundo.
Viendo próxima la
llegada de la noche, el hombre joven, sin alejar el ala del sombrero de la
línea de los ojos, detuvo la marcha y anunció su deseo de acampar. El tiempo
era bueno y pasarían la noche bajo algunos de los árboles que los rodeaban. El
anciano le preguntó si sabía hacer algo, el hombre le contestó que sabía
encender el fuego y montar. Y contó una historia trágica sobre el último que
intentó vencerlo en una carrera. El anciano sabía que a esa clase de personajes
le gustaba exagerar o inventarse virtudes, pero entendió la respuesta y supo
que la responsabilidad de traer alimentos sería suya. La noche empezaba a hacerse
oscura y una leve neblina apesadumbraba el aire. La humedad de la vegetación
los rodeaba en aquellas tierras poco conocidas todavía. El viejo creyó percibir
algo como una señal entre las hojas y las ramas; imaginó que podría tratarse de
alguna liebre de cola negra. Con una rama y unas telas fabricó una antorcha,
tomó su rifle y se perdió en la espesura.
Bastó que se
dejaran de oír los pasos del anciano para que el hombre fijara su mirada en en
la mujer. Aquella figura, de la que el lector imaginará las intenciones, estaba
acostumbrada a tratar con pistoleros ariscos y a escapar de las garras de los
alguaciles de mano dura. Convivía desde hacía muchos años con la peor calaña de
tipos del oeste; un ato de insubordinados y hostiles a los que, en su mayoría,
había visto pendiendo de la horca. El hombre sabía que toda esa gente había
vivido y había muerto exactamente como le pasaría a él, en el mismo hoyo del
desierto, porque alli todos nacían con sus destinos trazados. Sus caminos nunca
habían mostrado grandes opciones. Sus pocas opciones dependían de su velocidad para
jalar el gatillo. Lo otro eran las barajas —que eran casi peor que jalar el
gatillo— pero los hombres como él no andaban por la vida satisfechos de su
fortuna. De una u otra forma, en aquella época la justicia descansaba en uno o
ambos costados de la cintura. El resultado era el triunfo del desamparo.
Ajeno a todo este
cuadro, un espectador que aún no se ha presentado al lector miraba el par de
personajes intuyendo lo que iba a suceder. Un nativo, de los que el hombre
blanco bautizaba como apaches, estaba en la copa del árbol inmediato al que
utilizaban los viajeros. Una camisa y un pantalón de cuero bien cosido, un
morral entre las piernas y un trapo en la frente para evitarle la caída de los
largos cabellos oscuros en la cara. ¿Qué hacía allí? Había salido de cacería y
rastro de un ciervo lo había llevado lejos del campamento. Se disponía a volver
cuando escuchó los cascos de los caballos y encontró refugio con gran agilidad
entre el follaje. La casualidad puso a los jinetes junto al tronco en cuya cima
se mantenía silencioso y expectante, confiándose a su destreza para ocultarse
en esas tierras y a la sabiduría de sus ancestros por los que nunca se habría
dado a conocer a un hombre blanco. La noche calurosa daba el resto del cuadro.
Todo sucedió tan
a prisa como una ráfaga de tiempo. El pistolero se lanzó contra la mujer
dejándola sin ninguna posibilidad de resistencia, le cruzó las manos por la
espalda hasta dejarla aprisionada, la besó para taparle la boca y rodaron al
piso. Desde la oscuridad del bosque sonó un golpe seco, un destello de piedra
filosa chilló cruzando el viento y se incrustó en la espalda del hombre
dejándolo inerte en pocos segundos. Cuando la mujer notó el peso inanimado del
cuerpo, gritó desde el más profundo horror y se lo quitó de encima como pudo.
Con pánico vio la flecha en la espalda del muerto, recta, triunfal, pero
también amenazante. Corrió hacia el fuego y buscó una rama, pero los nervios le
impedían concentrarse en encenderla. El anciano volvía hacia el resplandor
reconociendo los gritos de su esposa.
La encontró de
pié junto a las llamas. Vio el fuego, a su mujer, el cadáver y se acercó de
prisa. Le apartó las lágrimas del rostro que parecía todavía un tejido puro y
pálido y le consoló el llanto asustado que le había causado la presencia de la
muerte. Ella, quizás, íntimamente, había terminado encariñándose con ese
buscapleitos, el mismo que los había arrastrado a la frontera con la promesa de
nuevas y seguras tierras para el trabajo. El les había dado esperanzas. Así que
ahora allí, ante ellos, yacía también su futuro. ¿Acaso esa muerte no
representaba volver a conducir diligencias entre los áridos y peligrosos
senderos de postas del oeste, a escuchar la arrogancia de los pasajeros ricos y
la mendicidad de los pobres? ¿No acababan de sentenciarlos a una condena o
sería todavía peor caer en prisión por el homicidio del pistolero?
La mujer recordó
que el viejo se lo había dicho, la frontera era todavía más peligrosa que los
caminos. Se lo había dicho mugriento, dolorido y ensangrentado a la vuelta de
uno de sus tantos viajes atacados por hombres como ese, que ahora yacía a sus
pies. Volvió a detenerse en su camisa blanca manchada de tierra y el chaleco
negro que terminaba en una flecha. El marido le ofreció el hombro a la altura
de su rostro y se abrazaron.
El anciano temía
que le esperara la cárcel. Él, que nunca había pasado ni una hora tras las
rejas, siempre sostuvo que aquella era la peor de todas las calamidades. Al
maltrato y el hambre se le sumaría el encierro; la vida como una monótona
cuenta regresiva. Y si aquella de la flecha en la oscuridad no resultaba
convincente, lo aguardaba la condena. Se dijo que el alcalde no le creería que
ese matón había muerto a manos de otra persona. Cualquiera sabíra que esos dos
hombres solos en el desierto, con una dama en medio, parecían sentenciados a
matarse.
Cuando la mujer
alzó la mirada percibió movimientos en el follaje. Podía tratarse de un viento
fuerte pero igual se alejó y le señaló al anciano un punto en la penumbra de la
noche. Junto al tronco se hizo visible el cazador indio.
El viejo cargó un
nuevo cartucho rojo, apuntó su rifle, las hojas se agitaron y la estampida
barrió la figura junto al árbol. Se quebró el tiempo en la noche calurosa. Sonó
un chillido; un instante después, el cuerpo pesado empezó a deslizarse; buscó
en el morral, tomó un chuchillo afilado y cayó en el piso. Los esposos
esperaron un momento y después se acercaron mas tranquilos y lo vieron ya sin
vida, envuelto en pieles, hojas y sangre. No se movía. Retiraron de la mano el
cuchillo y le acercaron la fina cuerda que tensaba la vara con forma de arco.
Un sitio donde la vida vale poco da pie al drama que se resuelve sin remordimientos con la muerte del más débil. Amena y entretenida lectura, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarGracias por publicarme. Abrazo.
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