Vértigo
Mis peleas con Palacios eran tema de conversación en todo el pueblo, es
decir, en esa parte del pueblo en la que había anclado yo hacía más de 20 años.
El Bajo, una barriada humilde donde convivían trabajadores, narcos, tratantes y
chorritos de poca monta.
Palacios era un nyc (nacido y
criado) su formación para el combate
superaba a la mía y además desde adolescente que trabajaba de albañil por lo
que su físico modelado a balde y ladrillo era tan compacto como el hormigón
armado. Otra diferencia a su favor era el peso. A mis escasos 72 kilos el
oponía más de cien. Mis ventajas eran una lengua filosa y una inteligencia para
la pelea pero ninguna de las dos cosas servían luego que me acertaba la primera
piña.
Éramos amigos cuando estábamos sobrios y es que Palacios era una persona
noble y servicial. Bebíamos juntos en el bar La Raba, un tugurio cuyos fondos
daban a los médanos, lugar este elegido para nuestros lances que podían comenzar luego de un cambio de
opiniones sobre cualquier tema, mujeres, fútbol, política, trabajo o perjodere como decía el Tano del
corralón de materiales.
Haceme caso Palacios, callate
porque te voy a hacer comer los mocos. No empeces Julito que vas a salir
lastimado. Y quién me va a lastimar ¿vos gordo trolo?
Así sabían comenzar las peleas que se dirimían en el fondo rodeados del
público fantasmal de La Raba que no podían entender la constancia que tenía yo
para recibir palizas. Palizas moderadas por la nobleza de Palacios que era
capaz de fajarme con una mano atada.
Mirá como quedaste, me decía
al otro día los dos sobrios. Es que el
que se acostumbra a perder no se cansa de pelear, ya te voy a ganar algún día,
le respondía.
El problema comenzó cuando Palacios apareció muerto en la playa. Esa
noche no vino a La Raba, claro, estaba muerto y nadie lo sabía y tampoco nadie
se atrevió a discutir conmigo por lo que percibí que a pesar de mis continuas
derrotas había ganado un prestigio.
Al primero que detuvo la policía fue a mí. Me dieron una biaba para que
confiese el crimen y no lo hice, una, porque estaba más que entrenado para
cobrar y otra, porque yo no lo había matado pero la policía no entiende de
códigos y si un pobre es asesinado seguro es porque lo mató otro pobre. Estuve
dos días en ablande hasta que me dejaron hablar por teléfono. Lo llamé al turco
Elías.
El turco Elías era el dueño de la casa de artículos del hogar Al Ver Verás de El Bajo la que además
funcionaba como fachada para la usura. Mi relación con el turco era buena,
cimentada en años de trabajar para él manejando la camioneta de la firma para
retirar y entregar mercadería y por cierto respeto que profesaba por mi sentido
común cada vez que era llamado a opinar sobre algún tema. El turco me puso un
abogado, Danielito Alero, un tránsfuga que le manejaba sus asuntos judiciales
al que yo conocía del negocio y con el que compartíamos la pasión por el
fútbol. También el turco se ocupó de mandarme todos los días una vianda durante
el tiempo que duró mi estadía en la comisaría.
Cuando salí estaba imputado por homicidio, endeudado con el turco y
triste por la muerte de Palacios. También me afligía que pensaran que yo lo
había matado, un San Benito que llevaría colgado para siempre porque nadie
investigaría nada. Además el abogado basaría la estrategia en que me declarara
culpable de homicidio en riña con el atenuante de que tanto el occiso como yo
estábamos borrachos y el antecedente de que Palacios se cansó de cagarme a palos
para lo que sobraban testigos.
El primer día libre pasé por lo del turco a poner la cara, agradecer y
negociar cómo pagarle los honorarios de Alero. El Turco Elías era más vil que
Pecos y solo dijo que no me preocupara que ya veríamos de que manera devolvería
el dinero o acaso a tu amigo Elías le
queda alguna deuda sin cobrar remató su monserga de buenas intenciones.
Sabía a qué se refería y como actuaba con los incobrables por lo que obtuve
poco consuelo.
Con el correr de los días una idea fantasiosa comenzó a instalarse en mi
cabeza, sencilla, práctica, estaba allí y tomaba forma de a poco, huir.
Otra situación difícil fue reaparecer por La Raba. El recibimiento fue
frío tanto como el que había en el invierno de afuera con el viento que venía
del este, del mar que rugía oscuro y martillaba con arena las paredes del bar.
Los habitues me saludaron a la distancia, nadie se me acercó a preguntarme nada, bebí unos vinos en solitario y me fui sin
saludar, era un culpable más de los tantos que pululaban en el pueblo salvo que
muchos no lo sabían y otros no lo asumían en cambio yo, debido a la estrategia
del abogado, lo era y no vivía en una película en donde el protagonista
investiga por su cuenta y descubre al verdadero asesino.
La noche siguiente regresé nada más que para incomodarlos. En una de las
mesas cuatro borrachines discutían a los gritos sobre el clima, me di vuelta y
me apoyé de espaldas en la barra, el primero que me miró fue Mauricio el
empleado de la estación de servicio, le indiqué silencio con el dedo índice
sobre los labios y la discusión murió al instante. Volví a darles la espalda
con la satisfacción del ejercicio de poder.
El problema en mi plan de huída era con qué dinero financiarla. Donde
esconderme era sencillo, tenía un amigo en Uruguay, Claudio “el smugler”, quien
seguro me haría entrar por esos sitios que
usaba en su trabajo. O en Argentina refugiarme en la casa de otro amigo un
rastafari que vivía en una comunidad hippie en una localidad cordobesa. Todo
esto ordenaba en mi cabeza sentado en la playa desierta fumando frente a un
viento que fumaba más rápido que yo. Una cheta pasó corriendo paralela a la
costa en donde la arena es más firme y se llevó con ella mis ideas en su culo
de glúteos trabajados. Las seguí por un instante, a las ideas, digo, hasta que
mi vista se enfrentó con el sitio en donde hallaron muerto a Palacios. Me
incorporé y caminé hacia allí, todo parecía estar como la eternidad había
dispuesto. Me paré sobre unas rocas húmedas que refugiaban una bahía usada por
los pescadores tanto para salir a mar abierto como para regresar. El culo cheto
la había superado y viajaba por la playa como un punto del Universo que
contradecía el apotegma de que quién no
se ablanda cuando no padece.
Regresé al cuarto que le alquilaba a Betty. Betty Page le decía yo y
ella se reía sin saber por qué. Betty era una trabajadora sexual independiente
que algún día había sido linda y se jactaba de haber hecho debutar a dos
generaciones y que no pararía hasta una tercera. Era probable que lo lograra si
consideramos que en El Bajo la gente comienza a tener hijos apenas alcanza la
pubertad.
Cuando transitaba el pasillo Betty abrió su puerta y me llamó, me
acerqué y me invitó a pasar. En su guarida se sintió segura para decirme que
ella no creía en lo que se decía y qué se decía, que había matado a Palacios
porque le debía plata. Allí me enteré que Palacios era cliente asiduo de sus visitas higiénicas y que un día
antes de aparecer muerto en la playa le había contado que andaba en algo groso para salir de pobre.
¿El gordo en algo groso y yo
no lo supe? Preguntó mi cara a la que Betty respondió con la hipótesis de que
si era algo importante olía a Turco, a cobani
o a Gutiérrez, este último era el dueño del supermercado de putas, drogas y escolazo. Le agradecí el dato seguro de
que me serviría de poco. Tanto el Turco Elías como Gutiérrez eran socios de la
policía por lo que, cualquier investigación que me ayudara tendría que ser por
fuera de la policía. Betty agregó que la policía había revisado la pieza que
ocupaba Palacios en la pensión La Corvina, utilizó la expresión le reventaron la zapie.
Acostado boca arriba en la cama me invadió una congoja mezcla de pena e
impotencia y acudí al recuerdo de mis padres.
Uno
-¿Por qué Julio Treni decide acudir al
recuerdo de sus padres?
- El orden del recuerdo es el orden del
corazón según Sartre. Decide acudir al recuerdo de sus padres por la culpa.
-¿Cuál es el motivo de dicha culpa?
-El motivo de dicha culpa reconoce
varios factores: a.-haber transgredido el mandato familiar, estudiar, trabajar,
casarse, formar una familia, reunirse los domingos, hablar de fútbol con los
varones, no inmiscuirse en política, mimetizarse en la masa amorfa llamada
clase media.-b.- haber estado ausente en los magnos acontecimientos familiares,
nacimientos y muertes. c.- hacer sufrir a los afectos sin necesidad aparente.
d.- ser inadaptado.
-¿Conocen los demás ese sentimiento de
culpa?
-Los demás desconocen ese sentimiento
como desconocen sus propias culpas.
-¿Con cuál recuerdo logra conciliar el
sueño?
-Más que con un recuerdo logra conciliar
el sueño con la imaginación de un recuerdo que no posee y que solo está formado
con imágenes engañosas de suposiciones.
-¿Cuáles son esas imágenes?
-Son una manera de autocastigo.
Consisten en un intento por haber estado en el sitio en el que ocurrían los
hechos y ayudado por una transpolación de hechos fácticos observados en el
devenir de una corta instancia de vida recrearlos en la mente. Verbigracia, los
últimos instantes del padre viudo en el lecho en medio de la transición entre
la vida y el sueño que no acabará jamás.
-¿Puede usted describir ese momento?
-No es de mi agrado pero puedo. Él cree
que el padre lo corporizó frente al lecho y le habló, no en tono de reproche,
vano sería ese tono considerando que sería su último hálito, lo que dijo, lo
que cree que su padre le dijo fue algo referido a la libertad y a la esclavitud
que la misma significa toda vez que para lograrla hubo de ejercitar flaquezas y
aberraciones. Luego el hombre aseguró que no era nadie para intentar cambiarle
el rumbo. Enseguida se corporizó su madre, esposa del futuro difunto quien para
darle ánimo en el tránsito de un estado a otro argumentó que la muerte era poca
cosa comparada con la vida. El padre dijo que así sería para los faltos de
imaginación pero que no era su intención discutir con ella, para ello
dispondrían de la eternidad. Ustedes viven…o algo parecido musitó Julio antes
que las imágenes se desvanecieran en la bruma del sueño.
-¿Quién es usted?
-Soy el elegido para fracturar el
relato. ¿Y usted?
……..
Julio despertó y tardó en ubicarse, en interpretar que estaba despierto.
La habitación le pareció extraña en su estrechez. El postigo que daba al
pasillo dejaba filtrar una luz teñida de gris. Miró la hora, no se correspondía
con la tacaña claridad. Desde la cama observó el cubículo en donde moraba, las
paredes desnudas, una mesa, una silla, dos libros, un bolso, una campera, las
pertenencias de una vida que excedía el tiempo de las promesas.
Cuando salió se topó con su casera, Betty, quien regresaba de una noche
de trabajo. Lucía pálida como un vampiro pero alegre por la satisfacción del
regreso. La moral amplia de su clientela la había enfrentado a la circunstancia
de acostarse en la misma noche con tres generaciones, el abuelo, el hijo y el
nieto debutante Se enfrentó al aliento ácido de la mujer cuando ella le dijo
que la despertara cuando regresara del trabajo que tenía algo que comentarle.
Caminó las cuadras que lo separaban de Al ver verás con las manos en el bolsillo y el pecho ahuecado por
el frío. Cada bocacalle que cruzaba el viento que venía del mar lo despeinaba
de costado y aumentaba la sensación de desamparo. Una sensación de gusano que
repta apurado para salvarse del pie inconciente que puede acabar con su efímera
vida.
Entró en el local y Eusebio, el vendedor, abandonó el escritorio y se le
acercó entre los electrodomésticos parados como estatuas para saludarlo y
decirle que lo esperaban arriba en la oficina de Elías. De paso hacia las
escaleras saludó a Noemí, la cajera y administrativa que más que esperar una
tarea parecía aguardar la jubilación en la soledad de su pecera.
Frente a la puerta de la oficina golpeó y desde adentro la voz del Turco
le indicó que entrara, con él estaba el subco
un ex policía que el Turco contrataba cada tanto y que Julio desconocía para
qué pero sospechaba que el hombre se dedicaba a cobrar cuentas caídas. Elías le
sugirió que luego de hacer las entregas volviera a verlo que tenía que hablar
con él. Julio pensó que de pronto todo el mundo tenía algo que decirle. Se
despidió de los hombres y se fue al depósito.
El resto del día no consiguió entretenerlo, una y otra vez volvían a su
cabeza las circunstancias que lo tenían como protagonista nada menos que de un
homicidio. El homicidio de un amigo. Reflexionó que estaba sufriendo, que
sufrir es el único recuerdo imperecedero o acaso recordaba haber sido feliz, a
pesar de haber armado una vida sin compromisos, lejos de todo y de todos. ¡Cuánto
tiempo inútil! Entendió que la lógica en su familia era hacerlo sufrir porque
lo querían, una lógica más absurda que la de las adicciones. ¿Podía escapar todavía?
No había manera.
Llegó al negocio con la noche recién comenzada, pálida y desnuda de sus
atributos. Rindió el dinero y los comprobantes a Noemí y subió al encuentro de
Elías.
El día había dejado huellas en el semblante de su jefe. Una luz ambigua
se colaba por la ventana y se encaramaba a su espalda. Elías encendió una
lámpara que iluminó el rectángulo del escritorio y los salpicó a los dos.
Después le indicó que firmara un escrito que Alero debía presentar en el
juzgado y lo alentó que en breve todo se solucionaría porque habían coimeado al
forense y a los peritos policiales para que la muerte fuera lo más accidental posible aseguró con el cinismo del que
sabía hacer gala. Julio percibió como si
una paz amarga se montara sobre él. La sensación duró apenas el tiempo
que tardó Elías en recordarle los gastos que había asumido en su defensa y el
plan que iba a proponerle para que pudiera saldar dichos gastos. Enseguida se
explayó en el tema y el ambiente de la oficina cobijó un nerviosismo furtivo.
Propuso que Julio hiciera de correo transportando sustancias por la costa, se
trataba de despachar un bolso en el micro y si en el trayecto hubiera una
inspección desconocer la pertenencia para lo cual portaría con él una mochila
con efectos personales y debería tragarse el comprobante de despacho. Si en
viaje no surgían inconvenientes, en la terminal alguien lo contactaría para
hacerse cargo del bolso, luego podía regresar. Las frecuencias serían semanales
por lo que, si no se agregaban más gastos, en unos seis meses estarían a mano.
Como Julio no respondió y tampoco preguntó, el Turco Elías se atrevió a
torearlo con frases del estilo, es una
boludez, no hay que ser cobarde, te ofrezco una salida, cómo vas a pagar sino.
Entonces Julio se incorporó y solo dijo, dejame
pensarlo.
El turco también se paró y con la cara en penumbras exigió una respuesta
para el día siguiente.
Dos
-¿Cómo anduvo la fractura?
-Supongo se refiere usted a la fractura
del relato entonces también supongo que fue exitosa.
-¿En qué se basa la suposición?
-Le da un tono más presuntuoso el estar
narrado en tercera persona y a su vez el protagonista, Julio Treni, descansa.
Es decir, apoya el protagonismo en el omnisciente.
-¿No le parece una vanidad de su parte?
-No existe vanidad inteligente y yo lo
soy.
-No se vislumbra en el relato una salida
para la situación de Julio perdido en el laberinto de la trampa tendida por los
poderosos.
-Es un comentario, no una pregunta.
-Tiene razón ¿Llegará Julio a la verdad?
-En la vida de Julio queda poco espacio
tanto para la duda como para la verdad.
-¿Qué quiere usted decir con eso?
-Quiero decir que, si bien faltan
todavía algunos detalles, al protagonista se le angosta el camino o para
decirlo en palabras conocidas y ya que usted mencionó el término laberinto, de éstos se sale por arriba.
-¿Va a volver a fracturar el relato?
-Sí.
-¿Podríamos pensar que Julio es
misógino?
-Sucede que es un cuento, o intenta
serlo, por lo que no podemos ahondar demasiado en la vida del personaje. Para
simplificar el relato partimos de la suposición de un individuo solitario. Esta
característica no pretende ser original, la soledad es atávica al ser humano.
-Disiento del concepto ¿Qué podemos
decir del gregarismo?
-El gregarismo es una conducta, la
soledad es intrínseca.
-¿Puede ampliar?
-Sepa usted que no podemos asumir
protagonismo, no voy a argumentar, solo digo para la reflexión, que nacemos
solos y morimos solos. En el medio, en la vida, decidimos desde lo nimio a lo
importante, solos.
-Entonces ¿la soledad se sufre?
-La conciencia de la soledad sabe
producir deseos malignos y así se sufre.
-¿Falta mucho para el desenlace?
-Estimo que no teniendo en cuenta la
limitación de un formato digital. Ahora bien, esta limitación dejará en el
trayecto de la narración escenas inconclusas, preguntas sin responder tal como
la vida misma hecha de incongruencias y partes oscuras que nadie repregunta.
-¿Quién es usted?
-El elegido para fracturar el relato ¿y
usted?
-…..
El cielo de la noche lucía apagado. Hacia el mar el horizonte se
iluminaba intermitente con la luz acerada de los relámpagos. Pensé que en breve
llovería solo por pensar en algo, estaba abrumado o confundido, no, confundido
no, si me lo proponía no existía confusión. Recordé que debía visitar a Betty y
traté de recomponerme.
Cuando me abrió la puerta y me saludó noté que había estado bebiendo y
enseguida confirmé que continuaba. Me ofreció un whisky. La observé excitada,
pareció darse cuenta y dijo estoy con la
milonga ¿querés? Dudé y ella me acomodó una raya. Decidí no esnifar y lo
hizo por mí con un gesto grotesco. Me di cuenta que debía irme rápido si quería
evitar la tentación de otro convite o de un convite de otra especie. El de otra
especie no me desagradaba pero en mi estado de agobio me resultaba imposible.
Le pregunté qué era lo importante que quería decirme. Se cruzó de piernas
desnudando un muslo y apoyó la espalda en el sillón. Los ojos se le juntaron
por sobre el vaso que vació de un sorbo. Comenzó a hablarme sobre lo que le
había contado el cliente de la noche anterior a quien a su vez se lo había
contado el primo enterado de una supuesta buena fuente. El gordo Palacios,
asociado con un policía, había mejicaneado
unos kilos de frula a Gutiérrez. El error consistió en que el gordo se lo contó
a una de las chicas que trabajaba en el putero del timado. El resultado: el
gordo asesinado por un perejil (yo) y el policía muerto en un enfrentamiento en
las playas del Este. El asunto era que la merca no había aparecido y que
alguien la tenía en algún sitio.
Betty puso música y sirvió raciones generosas en los vasos. La voz de
Gilda le acompasaba los movimientos. Le aseguré que debía irme. Me recomendó
que bebiera tranquilo que había más tiempo que vida. Su filosofía popular era
una de las cosas que me atraían de ella. Se excusó y desapareció un instante.
Apuré la bebida al amparo de la melodiosa voz de la muerta. La vi regresar con
un paquete envuelto en papel de diario y atado con una piola. Lo puso sobre la
mesa y con una tijera cortó la soga. Comenzó a desenvolverlo como si pelara una
cebolla. Al fin quedó a la vista un revólver. Era un 32 largo con cachas de
nácar y seguro de empuñadura, clásica arma femenina de cañón corto y carga del
tipo lechucero. La cosa se empioja cada vez más, dijo y agregó que por las dudas me
lo daba, para que me sintiera acompañado y un poco más seguro, nunca
se sabe, terminó de decir. Metió una de sus manos en el bolsillo de
la bata y un puñado de balas rodó sobre la mesa. Me incorporé, tomé el revólver
y guardé las municiones. Era un gesto, alguien se preocupaba por mí, alguien me
daba algo, dije, gracias y me fui,
antes Betty depositó un beso húmedo sobre uno de mis pómulos.
En la soledad de mi cuarto que era la soledad de mi vida percibí ese
momento en que el espíritu se siente incómodo en el cuerpo. Era como sí la ira
macerada bullera en mi interior, como si el sentimiento de miedo diera paso al
fenómeno de la actividad que es el valor. Cargué el revólver y guardé el resto
de las balas en el bolsillo de mi campera. Salí a la noche amenazante de
destino. Busqué la playa para acortar camino. Me pareció caminar en un sueño.
La llovizna humedecía mis pasos mezclada con el agua de mar que el viento
extraía de la espuma que como zarpas se intuía en la oquedad de aquel sonido
atávico. Llegué al barrio de los pinares, repeché la cuesta de los médanos.
Entre los pinos la lluvia parecía no llegar al suelo. Al amparo de las sombras
vacilantes de los árboles divisé la casa. La reja separaba la construcción con
un amplio parque de por medio. Pulsé el timbre del portero eléctrico. Una voz
de mujer respondió el llamado, me identifiqué y pedí por el dueño de casa. ¿Qué carajo querés? Preguntó el turco
con una mezcla de fastidio y curiosidad. Respondí que deseaba darle forma a lo
conversado, mañana, dijo él con
criterio. Mentí que debía comentarle algo que no podía esperar y que de no ser
así no me estaría mojando en la noche como un pelotudo. ¿Estás bebido? Volvió a preguntar intrigado por mi determinación,
respondí que estaba perfecto. La reja se estremeció con el timbre pulsado desde
adentro. Entré y a poco de andar la silueta de Elías doblada por el frío se
recortó en la puerta de la casa.
En tanto caminaba a su encuentro lo iba midiendo. Las manos estiraban,
dentro de los bolsillos, un abrigo de entre casa y le daban un aspecto envejecido. La luz del recibidor
se derramaba sobre el rectángulo del porche. Después de ganar el rellano bajo
techo acorté distancia, me paré como diestro bien afirmado con el pie izquierdo
adelantado y saqué un directo de derecha con el brazo bien extendido y un leve
giro de cintura para darle más potencia. Impacté en la nariz, trastabilló y no
hubiera caído de no tener las manos en los bolsillos. Hizo bastante ruido al
golpear la espalda contra una de las hojas de la puerta y quedó sentado en el
piso. La nariz rebalsó de sangre y entre ahogado y confuso dijo, hijo de puta me rompiste la nariz. Me le
fui encima y lo aferré por detrás de los cuellos de las ropas, lo arrastré
adentro y de un tacazo cerré la puerta. La mujer se abalanzó a los gritos. La
detuve con un codazo también en la nariz y cayó desmayada. El turco se revolvía
como un pez colgado del anzuelo y lo solté, se arrastró hacia la mujer y
mezclaron las sangres de las narices rotas. Tomé una silla y me senté a
mirarlos. El turco sollozaba con espasmos. Lo consolé, se arregla con una cirugía. Me volvió a insultar. Aferré el
revólver y se lo acerqué a la cabeza, qué,
me vas a matar, creo que no, le
respondí y enseguida le ordené que me diera el dinero que guardaba en la casa.
Hizo un gesto con la cabeza y una burbuja de sangre se infló en uno de sus
orificios nasales. Se paró con dificultad y me indicó que lo siguiera, de pasada
arranqué el cable del teléfono. Noté que la mujer se movía, la tomé de un brazo
y la arrastré con nosotros. Entramos en una habitación acondicionada como una
sala de estudio o algo así, un sillón de tres cuerpos, un escritorio y
estanterías con carpetas. Quiso abrir un cajón y se lo impedí, por las dudas lo
abrí yo. Había allí varios fajos de pesos y algunos dólares sueltos. Los puse
sobre la mesa. Sabía que ocultaba más de lo que me ofrecía y se lo exigí de
buen modo. La cagaste Julito, no hay más
y con eso no llegas a ningún lado donde no te pueda encontrar. Si bien
siempre se deben poseer máximas que limiten la acción la ira me obnubiló, me le
puse al lado con el revólver en la mano. Su actitud era de desafío. Me incliné
como para mirar algo en el piso y le disparé un tiro en la rodilla. Esta vez
cayó con las manos fuera de los bolsillos que enseguida aferraron el dolor de
la pierna lacerada. Por ahora me podrás
buscar con bastón ¿querés hacerlo en silla de ruedas? amenacé con el arma colocada sobre la rodilla sana.
Entre puteadas señaló el sillón. Lo aparté y allí estaba una caja fuerte. Lo
obligué a que se arrastrara para abrirla. Ante mi se encandiló una fortuna de
Rocas y Franklilines imposibles de mensurar. Vacié el contenido de un cesto y
usé la bolsa para guardar el botín. Para mi sorpresa, cuando la caja quedó
desnuda mostró en sus profundidades el prolijo acondicionamiento de bolsas
rectangulares que no eran otra cosa que la frula expropiada a Palacios como me
dijo Elías resignado pero que, siempre con su dosis de cinismo, supo agregar
que, el que le roba a un ladrón…, por
supuesto que no es lo mismo robar que matar y tampoco es igual acusar a otro
del crimen pero esta conclusión la saqué después. En ese momento la idea que se
me ocurrió fue pedirle su teléfono móvil. Me dijo donde estaba, le recomendé
que no se fuera y me volvió a putear. Regresé con el celular y le sugerí con el
arma amartillada que llamara a Gutiérrez. El hombre tardó dos intentos en
atender, Turquito ¿todo viento? Me
identifiqué y sin dejarlo reaccionar le conté la traición de su socio, le
recomendé que viniera a buscar lo suyo y auxiliara a los heridos o dispusiera
de ellos para aclarar los tantos. Até al turco con el cinto de tela de la bata
de noche de la mujer y a ella le desgarré el camisón e hice lo propio con los
jirones. Cuando le pedí las llaves de su auto el Turco se envalentonó y me
dijo, andá a cagar, esto me dio pie
para apoyarle el cañón del revólver en la rodilla sana y jalar la cola del
disparador, tuvo suerte, la bala no salió pero él creyó que quise intimidarlo y
con la voz quebrada me dijo donde estaban, salí y apagué la luz.
Regresé a casa. Golpeé a la puerta de Betty, tardó en abrir, su cara
estaba cubierta de sonrisa y se movía a los saltos como un conejo o una coneja
tan excitada como estaba. Adentro, descargué el revólver y le sugerí que
volviera a guardarlo. Introduje la mano en la bolsa y tomé al azar tres
paquetes de dinero y le recomendé que los usara con discreción. Le dije que me
iba, que había solucionado las cosas y cerré con el error de agregar que nunca
me iba a olvidar de ella. Entonces me abrazó y me besó en la boca. Me sacudí
como si me hubiera picado un bicho y me fui sin darme vuelta.
Tres
-¿Así termina la historia?
-Al menos esta parte sí. Es que las
historias están siempre vigentes en tanto no se tropiecen con la muerte y me
atrevo a creer que aún así no acaban lo que sucede es que pierden intensidad
ante nuestro desconocimiento en ese terreno.
-¿Quedó conforme con lo narrado?
-No es importante mi conformidad
-¿Y la mía?
-Tampoco.
-¿Entonces qué sentido tiene la
historia?
-Cada uno le encontrará o no el propio
como sucede en la vida.
-¿Cree usted que alguien llegará hasta
aquí?
-Puede que sí, puede que no. Escribir es
azaroso.
-Entonces, más que un quebrador de
relatos ¿quién es usted?
.Soy un hado literario, un duende de
aquellos que enfrían los pies de las brujas. Una especie de marginal que
algunos definen como escritor. Y usted ¿quién es?
-Uno que llegó al final.
Debo decir Sr CAT que me encanta la frase de J P Sartre y que me saco el sombrero por este magnífico relato...aunque sigo extrañando a Lotrisky!!
ResponderEliminarSaludos , salud y afecto!
Una historia entretenida desde lo ficcional, con un argumento nada simple, con bastante filosofía pragmática, con la inclusión de mujeres especiales como todos los cuentos de CAT.
ResponderEliminarEl número 3 me dió vuelta como un guante.
Felicitaciones, Carlos y saludos.
MARITA RAGOZZA
Aquí hay otra que llegó al final justo a tiempo para saludar al duende que además e ayudar a las brujas tiene siempre un cuento a mano para entretener a los mortales...
ResponderEliminarMe gustó mucho el "quebrador de relatos". No tiene fisuras, se disfruta hasta el final
ResponderEliminarun relato negro con final gris. La incursión de Trinelli en el clima negro de la vida cotidiana siempre tiene un final acorde con las paradojas y las lujurias que cometen los humanos en su diario devenir. Muy bueno y 'sabroso', como un bife de chorizo hecho a la medida del hambre de excelente literatura.
ResponderEliminarandrés