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Campanas de hierro
campanas de muerto
golpeando el silencio
del pueblo desierto
Bajar en la
Terminal de Córdoba y caminar hasta la Universidad en el año
setenta y nueve era para inconscientes o insensibles. Las personas normales
poníamos un pie en el andén y ya sentíamos la opresión del ambiente. Cosas
ominosas y verdeoliva cruzaban a cada rato las calles. Controles policiales en
las esquinas, frenazos, sirenas.
Con esa sensación de plomo en el estómago entramos al comedor
universitario pasando dos controles previos. La cosa ya venía mal. El Flaco nos
recibió y mientras comíamos una de las últimas comidas antes del cierre de los
comedores, nos contó cómo fue que se llevaron a su compañera, una chica de San
Luis que no llegamos a conocer. De allí lo acompañamos a la pensión en el
Barrio Clínicas, fugados en recuerdos de la secundaria y tratando de cantar o
silbar tangos, creando una burbuja en aquella Córdoba a punto de la derrota.
Sirenas.
Las primeras semanas pasaron en la distracción del trabajo
nuevo, noble trabajo de carpintería, hasta que la realidad se coló. Llegaron
unos iraníes, persas para nosotros, que escaparon del extremismo religioso en
su país, que además no era el suyo, sino el que se había apoderado del suyo.
Porque eran azeríes, extranjeros en Irán. Nosotros éramos extranjeros en
nuestro suelo. Alrededor del asado de bienvenida comenzaron a contar las
trágicas historias de sus familias destruidas por el fanatismo musulmán, y el
relato de esas torturas nos hizo quedar en silencio repensando imágenes que no
veíamos pero conocíamos como palpables, imágenes de las desapariciones
cotidianas, de cadáveres en la primera plana de los diarios complacientes,
cómplices.
Sirenas
El Flaco no se repuso y al tiempo lo internaron en una clínica
psiquiátrica. Nos quedamos solos. Teníamos miedo de conocer gente, no sabíamos
con quién estábamos hablando. Quedaba el reducto de la peña “Tonos y Toneles”
donde se podía cantar folklore correcto, filtrado y aprobado, cantarle a una
tierra ajena, a pájaros que ya no volaban, al viento que huía, a la luna
empañada; pero nada más. Los comentarios eran en voz muy baja y mirando a los
costados, la Negra Sosa
se había ido, Tejada Gómez se había ido. Tantos otros se habían ido y seguíamos
aquí, pasando los controles policiales.
Una noche, al salir de la carpintería fuimos a emborracharnos en
los alrededores de la
Terminal , buscando los lugares más sórdidos. No fue nada,
sólo una anécdota. Una joven muy joven, tal vez adolescente, ofreciendo sexo a
cambio de un choripán y algunas cervezas.
Salimos perdidos, confundidos.
Sirenas.
Pasamos por una vieja casona con ventanales enrejados que
abarcaban desde el piso hasta un techo de chapas estampadas a unos cuatro
metros de altura. Pisamos los tres escalones de mármol acanalado por los miles
de pisadas y repisadas, subidas y bajadas. Entramos a un salón decrépito con
arañas de hierro bajo el techo artesonado traído un siglo atrás por los
ferrocarriles ingleses. No sentamos a una mesita y pedimos ginebra. Mala señal,
pedimos ginebra. Terminamos casi cayendo al piso mientras un enano sentado
sobre una pila de cajones de manzana tocaba el acordeón y viejas prostitutas
bailaban entre ellas.
Un vendedor de café callejero – también viejo- rodó de la silla y cuando lo levantaron para
que se fuera gritó “Viva Perón” y allí nos echaron a todos.
No nos pasó nada, tuvimos suerte porque el tipo de verde que nos
detuvo solamente nos levantó en el camión verde y cuando llegamos a un enorme
patio nos hicieron manguerear y barrer todo. Como a las ocho de la mañana nos
soltaron.
Sirenas.
Creo que en esos días me contaron que al petiso Pereyra lo
tiraron al dique.
Mentira, cómo van a tirar gente al dique sin que nadie se dé
cuenta.
Sirenas.
Después de trabajar fuimos a la casa de Magali y Esther,
compañeras de discusiones, asambleas y cineclub. Cuando golpeamos la puerta
desde adentro una de ellas gritó “Está abierto” y al entrar las vimos rodando
en la alfombra deshilachada, en medio de una mugre que jamás les habíamos
visto, desnudas y borrachas.
Sirenas.
Llamamos por teléfono a otra antigua amiga y le pedimos, casi
rogamos, un encuentro en el Parque, sin oídos alrededor. Tendría que ser al día
siguiente, por la mañana, pero al día siguiente apenas subimos al colectivo se
largó a llover como llueve en Córdoba, todo un año en un día, en una horas.
Nos levantamos el cuello del impermeable y comenzamos a dar
vueltas por el Parque, solos.
Comenzamos a contar los troncos de los árboles y llovía.
Así seguimos, solos varias horas, dando vueltas por el Parque.
Por eso Flaco, perdoname, te abandoné, perdoname.
Porque cuando un policía me sacudió me desperté y estábamos
hablando entre nosotros en francés. Solo en el Parque. Por eso me fui Flaco. ■
Un relato al mas crudo estilo realista. No hables , no digas , no , no..
ResponderEliminarDuele , pero me encantó!!
Un relato que termina con un "cross" a la mandíbula del lector que anduvo a los tumbos entre sirenas y sirenas, pausas patéticas entre los recuerdos de una realidad inolvidable. Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminar¡Pucha que duele tanto, tanto tanto entre sirenas! ElsaJana.
ResponderEliminarCampanas de hierro que vuelven a sonar en la memoria con un repicar para los que se fueron sin haber querido, por las vivencias, por las mordazas, por la vida, por las sirenas que continúan su sonido. .
ResponderEliminarFelicitaciones al autor y saludos.
MARITA RAGOZZA
Años que no viví para mi suerte o mi desgracia. Mientras mis compatriotas luchaban para sobrevivir sin enloquecer, nosotros también lo hacíamos, en otras latitudes y con otras desdichas.
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