Cuando la vida es un poema
Raúl
Zurita, clásico de la lírica chilena, publica un libro de poemas de casi
ochocientas páginas
“Por
primera vez en mi vida tengo una sensación de paz y tranquilidad", dice
El escritor
ha empezado a recitar sus versos acompañado de una banda de rock
La primera impresión que produce Raúl Zurita (Santiago,
1950) es sacra; la de un poeta perdido en el mundo del misterio y la
espiritualidad. Como los filósofos griegos y los profetas, es calvo y tiene una
barba deshilachada. Si durante ese primer vistazo se le escucha recitar en un
aula, la fotografía estará completa. Zurita no lee, canta, se lamenta, y reza.
Yo lo escuché por primera vez hace más de 20 años. Como de costumbre, vestía de
negro. Recitó el Canto a su amor desaparecido, a finales de la
dictadura, con una voz y entonación impresionantes, de vate poseído por los
dolores de la patria. Sus poemas no eran nerudianos, pero su poesía, en parte,
sí. Su escritura y estética estaban más bien inspirados en Juan Luis Martínez,
años antes, su cuñado. Juan Luis era un poeta vanguardista. Un Duchamp de la
poesía chilena. Su libro La nueva novela tiene fotos, dibujos,
un anzuelo de verdad pegado entre sus páginas. Zurita se alimentó de todo eso
para sus primeros libros (Purgatorio, Anteparaíso —publicados en
España por Visor—), mientras de otra parte militaba en el Partido Comunista.
A fines de los setenta, además, participó en el Colectivo
Acciones de Arte (CADA), junto a la escritora Diamela Eltit —entonces, su
pareja— y otros artistas visuales. El objetivo, intervenir el espacio urbano
santiaguino con imágenes que cuestionaran las condiciones de vida del Chile
dictatorial. Repartieron leche en barrios marginales de la capital y les
entregaron los envases vacíos a una serie de artistas para que los
intervinieran y luego exponerlos en una galería. Meses más tarde, durante
octubre de 1979, hicieron desfilar camiones lecheros frente al Palacio de
Bellas Artes, para cubrir a continuación con un lienzo blanco la fachada del
museo. La acción fue llamada Inversión de escena. En 1981
arrojaron 400.000 volantes, en algunos de los cuales figuraba la que sería la
máxima central del movimiento: “El trabajo de ampliación de los niveles
habituales de la vida es el único montaje de arte válido / La única exposición
/ La única exposición / La única obra de arte que vive”.
La imagen de poeta sagrado, sin embargo, contrasta con el Zurita
de carne y hueso. Este otro disfruta la copucha, la política de pasillo, las
anécdotas menores y la actualidad en su conjunto. A causa de un párkinson que
lo aqueja desde hace rato, no se desplaza con facilidad. Va para todas partes,
sin embargo. Le gusta el rap. Últimamente ha recitado sus poemas con bandas de
rock. Se involucra con las guitarras eléctricas y las baterías, y no sé si
movido por el párkinson o por la música, a su modo, baila. El sacerdote
desaparece, y en las historias cunden las relaciones sexuales descarnadas, el
semen y las menudencias. Admira a Bob Dylan. De la poesía, dice: “Me da lata.
Una profunda lata. Es como hacer un paquetito. La encuentro tan alejada de la
experiencia. Si llegara un marciano, y la única información con que contara
sobre el siglo XX fueran los libros de poesía, es probable que ese marciano
llegara a la conclusión de que aquí no ha pasado absolutamente nada. Los datos
básicos son dos: primero, tu existencia, que estás vivo, y segundo, que estás
vivo en un mundo. Pero gran parte de lo que entendemos por poesía refleja lo
que llamamos experiencia interior, donde están solamente los ecos, pero no el
sonido”.
“Si llegara un marciano y la única
información con que contara sobre el siglo XX fueran los libros de poesía,
pensaría que aquí no ha pasado nada”
No es un poeta enclaustrado. Viaja constantemente a los lugares
donde lo invitan. No le interesa la imaginación. Le recuerda a Vicente
Huidobro. Del mundo cultural opina lo siguiente: “Me produce, en general, una
suerte de desconfianza. Creo que sus desafíos son finalmente menores. Me
aburre: sus disculpas son mayores, su autoperdón, permanente, su refugio en una
superioridad que no está en ninguna parte, su autoconsiderarse conciencia,
cuando no son conciencia de nada. En el fondo, esto de suplantar el fracaso con
discursos, que es lo más humano que hay, al mismo tiempo es irritante. Pero de
todo hay en la viña del Señor”.
En todo caso, agrega: “Yo he podido viajar gracias a esto que
hago. Antes nunca salí de Chile. Mi mamá era una señora que llegó de Italia a
los 15 años, que se casó y de repente se vio sola, con dos cabros chicos, con
una madre, y debió salir a ganarse la vida como secretaria. Con mi abuela
vivían peleando. La amenaza era siempre la miseria. El de mi infancia fue un
mundo de mucha pobreza, pero de una pobreza no proletaria. Se suponía que
teníamos unas casas en Iquique, heredadas de tiempos del salitre, pero en
realidad valían un pepino. Era una pobreza ilustrada, y bien pobre. De pronto
aparecía el italiano de la esquina cobrando lo que mi abuela había fiado en el
almacén. Ella despreciaba Chile. Lo encontraba miserable. Los otros italianos
que habían llegado se hacían ricos, mientras mi abuela los consideraba unos
ordinarios. Mi papá murió a los 31 años. Estudió ingeniería y muy luego enfermó
de pleuresía. Mi abuela se opuso terminantemente a que mi mamá se casara con
él, porque era un uomo malato, un hombre enfermo. Y fue tal
cual. Se murió tres años más tarde. Mi abuela enviudó dos días después. Estaban
esperando que llegara mi abuelo del funeral de mi papá, y el huevón no llegó.
Se había muerto de un ataque al corazón”.
El año 2000 recibió el Premio Nacional de Literatura. Ya había
publicadoLa vida nueva (1994), y Poemas militantes (2000).
Lo entusiasmó la elección presidencial de Ricardo Lagos. Más adelante se
declaró defraudado. A propósito del Chile pospinochetista, asegura: “A mí, el
país que nació de eso no me ha gustado. Es un Chile donde gran parte de las
cosas que me habrían hecho feliz de un país no están. Las mías son visiones en
derrota. Yo creo en una sociedad pobre, pero igualitaria. Cuando se vive con
sentimiento comunitario, ni la bodega de un barco es un infierno”.
“Lo que hemos llamado literatura se está
despidiendo del mundo, al menos de la forma en que se ha conocido. Pero fue un
tremendo arte”
Zurita, su último libro, es una suma
autobiográfica. Se trata de un libro inmenso, de casi 800 páginas, donde este
poeta que alguna vez intentó cegarse con ácido, quemó su cara con un fierro
caliente y se masturbó frente a un cuadro en una exposición, se expone más
crudamente que nunca. Su hablante, su narrador, Raúl Zurita mismo, no es ningún
héroe. Cunden las culpas. La historia comienza el día 10 de septiembre de 1973, a horas de producirse
el golpe de Estado.
“Concretamente, yo pasé toda esa noche en blanco. Mi vida
personal era un desastre. La efervescencia política chocaba como una rompiente
contra una vida que quería participar de esa efervescencia, pero se hallaba muy
rota. A los 23 años me había separado, tenía hijos, la vida se me había
adelantado con tutti. (‘Tenía hijos y la que entonces era mi primera
mujer me buscaba. Habíamos roto hacía algunos meses, pero igual me buscaba’,
dice un poema). Sale todo en el libro. ‘Yo también dejé a mis hijos, papá’,
escribí por ahí. Era un irresponsable moralista, o sea, lo peor. Vives en la
contradicción máxima. Irresponsable por un lado, y culposo por el otro. Me
ronda, de entonces, la imagen de una tipa agarrándome del abrigo para que no me
fuera, y yo sacándome el abrigo para irme”.
Y llega el 11.
“Esa mañana parto a la universidad a tomar el desayuno en la precariedad
máxima, y como el golpe comenzó en Valparaíso, muy temprano me tomaron preso.
Llevaba como cuatro o cinco noches sin dormir. Finalmente caí en Las Cachas
Grandes, un boliche que abría las 24 horas, donde había un tubo fluorescente
prendido siempre para que los borrachos se mantuvieran despiertos. Un tipo que
ve el atardecer, ve las últimas marchas, pero sin saber que son las últimas, y
pasa la noche en blanco… Esa es toda la historia del libro: un amanecer que
también es la desolación máxima, y donde la única esperanza es poder algún día
escribir lo que está viviendo. No hay otra salida, porque eso que ocurre no
tiene nada bueno”.
¿Cómo continuó ese día? “A las seis de la mañana, cuando iba a
tomar el desayuno, unos milicos en la calle me dicen: ‘Alto’. Hay algo que sé
de chiquitito: si un paco [carabinero] te dice ‘alto’, sal arrancando, pero si
lo dice un milico, es alto no más. Me gritó: ‘¡Al suelo! ¡Las manos en la
nuca!’, y de ahí me llevaron a la universidad Federico Santa María, donde los cocineros
y todos los que iban llegando a esa hora eran tendidos en el suelo, con las
manos en la nuca. Abrieron el portón a metrallazos. Con lo exaltados que están
los ánimos, pensé: la que se va a armar con esta violación de la autonomía
universitaria. Fue mi último pensamiento democrático. Acto seguido recibí una
pateadura de proporciones. No sufrí los golpes sofisticados de la tortura, sino
una gran sacada de cresta. De ahí al estadio de Playa Ancha, donde estuvimos
cuatro días, y luego, la bodega del Maipo, uno de los tres
barcos que había en el puerto, además del Lebu y el Esmeralda.
Fue fuerte el cuento. No cabían ni 50 y seríamos 800. Los gallos se
desmayaban…”.
¿Cagaban ahí mismo? “Bueno, se decidió abrir un lugarcito que
haría de cagadero. Era un hueveo inmenso llegar allá. Yo creo que estuve dos
semanas aguantando”.
¿Cuánto tiempo estuviste ahí, en el Maipo? “Hasta después del
funeral de Neruda. Esa es mi medida del tiempo. Lo primero que supe al salir
fue que se había muerto Neruda. No debo haber estado más de tres semanas y
media. No puedo compararme con lo que le pasó a mucha gente, pero también es
como si hubiera estado ahí por 30 años. Mi decisión, entre comillas, artística,
fue: ‘Ese día será mi día central’. Para el resto de la vida”.
Entonces comienza un 11 de septiembre eterno, intemporal.
“La cosa está dividida en tres partes, de más o menos la misma
extensión: el atardecer, la noche y el amanecer del otro día. Cuando tú estás
siendo pateado, todas las catástrofes del mundo son una sola. Se suspende la
vida, y el pateado en Bagdad, en Hiroshima... todos se juntan. Son una misma
cosa. No hay diferencia. Esa sería una de las tesis de esta cuestión, si acaso
se puede hablar de tesis. Esas tragedias detienen el tiempo. Desde el primero
hasta el último esclavo se juntan en un solo instante. Este personaje, Zurita,
de pronto es una niña que ve la bomba de Hiroshima, pero también Paul Tibbets,
el tipo que tira la bomba, que un día llega a su casa y encuentra la dirección
cambiada; entra, lee los avisos de empleo en el periódico, porque busca
trabajo, y de pronto descubre en otra sección una noticia que lo lleva, poco a
poco, a darse cuenta de que fue él quien tiró la bomba atómica. Entonces corre
donde su mujer y le dice: ‘¡Mira lo que he hecho!’. Son planos donde confluyen
múltiples niveles de existencia. En última instancia, sin embargo, siempre
quise que la base fuera algo real. Es esta casa”.
¿Qué viene después de este libro, Zurita? “Por primera vez en mi
vida tengo una sensación de paz y tranquilidad. Lo que siempre quise hacer ya
lo hice. Si no es mejor, son mis límites. Se acabó la ansiedad, lo que
significa, quizá, que se acabó”.
¿Si se acaba la ansiedad es el fin? “Yo creo que sin angustia no
hay creación. Sin la angustia de chocar con tu propia cabeza, y no poder
romper, se acabó. Estoy muy en paz. No tengo ningún proyecto”.
¿Y la muerte, se te aparece? “Aparece cuando me estoy quedando
dormido. Ahí siento que falta poquito, pero falta poquito para todos. Es un
hecho inminente. Siempre asoma de modo angustioso. Imagino que llegará el día
en que deberé enfrentar mi párkinson sin afeites, pero todavía no lo hago.
También creo que lo que hemos llamado literatura, poesía, se está despidiendo
del mundo, al menos de la forma en que se ha conocido. Pero fue un tremendo
arte, desde la Ilíada en adelante. Por otra parte, las
civilizaciones de la escritura han sido de una violencia tan grande... De
verdad, creo que eso está desapareciendo, aunque me gustaría que estos últimos
estertores tengan una cierta dignidad. No porque la poesía esté en su fase
final nos vamos a resignar a ser pedacitos de galletita. Que tenga un cierre
con trompetas. Rescatar este sueño milenario que algo significó para la
humanidad. Ahora viene otra cosa, y yo creo que eso que viene es mejor. Los
últimos 3.000 años han sido la sombra del primer verso de la Ilíada : ‘Cólera, canta la
de Aquiles, hijo de Peleo’. Esa época se está apagando”.
Patricio
Fernández, periodista chileno, dirige la revista The Clinic y escribe
en el blog Lejos de todo: http://blogs.elpais.com/lejos-de-todo/
ARTÍCULO QUE ENRIQUECE A LA REVISTA, UN ANÁLISIS MUY INTERESANTE, MUCHAS GRACIAS A LOS EDITORES POR ESTA PUBLICACIÓN. ATTE. MARTA COMELLI
ResponderEliminarDesde su aspecto físico en que el artículo señala a Zurita semejante a los dioses griegos y esas reacciones tan dramáticas ante vivencias donde se desmorona la libertad y la esperanza, unido a su visión mágica y fundante de la poesía , lo convierten en un ser excepcional.
ResponderEliminarFelicitaciones a Artesanías por esta publicación.
MARITA RAGOZZA