Somos supersticiosos. Pedimos
milagros. Nos inventamos símbolos y con ellos vivimos.
Un hombre en el extremo norte busca una salida para su sensibilidad no
destruida, no envenenada tras sus largos años en Kolymá. El hombre manda por
correo aéreo un paquete: no libros ni fotografías, sino una rama de alerce, una
rama muerta de naturaleza viva.
Aquel extraño regalo –una rama reseca, batida por los vientos de los
aviones, aplastada, quebrada en el vagón correo, una rama de un marrón claro,
dura, huesuda de un árbol del norte- lo ponen en agua.
Llenan un bote de conserva con agua de grifo de Moscú, un agua malvada,
llena de cloro, desinfectada, que por sí sola es perfectamente capaz de secar
todo lo vivo: el agua muerta de las cañerías moscovitas.
Los alerces son más serios que las flores. En la habitación hay flores,
flores de brillantes colores. Aquí se colocan ramos de cerezo aliso, ramos de
lilas, que se ponen en agua caliente, machacando las ramas y sumergiéndolas en
agua hirviendo.
El alerce está en agua fría, algo tibia. El alerce había vivido más
cerca de Chórnaya Rechka (uno de los
destinos de Shalámov en el norte) con todas sus flores, con todas sus ramas de
cerezos, de lilas…
Esto lo entiende la mujer de la casa. También lo comprende el alerce.
Obedeciendo a la ardiente voluntad del hombre, la rama reúne todas sus
fuerzas físicas y espirituales, pues es imposible que la rama resucite con sólo
las fuerzas físicas: el calor de Moscú, el agua clorada, el impasible bote de
vidrio. En la rama se despiertan otras fuerzas, unas fuerzas secretas.
Pasan tres días y tres noches y la mujer se despierta por un extraño
olor, un aroma vagamente parecido a la trementina, débil, delicado, nuevo. En
la recia y leñosa piel se han abierto paso, han brotado a la luz unas nuevas
agujas, jóvenes, vivas, frescas agujas de pinocha.
El alerce está vivo, el alerce es inmortal; este milagro de la
resurrección es imposible que no sea cierto, pues el alerce se colocó en el
bote con agua en el aniversario de la muerte en Kolymá del marido el ama de
casa, un poeta.
Incluso este recuerdo del hombre muerto participa también en el retorno
a la vida, en la resurrección del alerce.
El delicado olor, el verde cegador, son principios decisivos de la vida.
Son débiles pero vivientes, resucitados por una misteriosa fuerza espiritual,
ocultos en la rama pero que se han mostrado a la luz.
El olor del alerce es débil, pero claro, y ninguna fuerza en el mundo
podría borrar aquel aroma, apagar el olor y la luz del verde.
Cuántos años, zarandeado por los vientos, por las heladas, girando tras
el correr del sol, el alerce, cada primavera, había extendido hacia el cielo
sus jóvenes hojas verdes.
¿Cuántos años? Cien. Doscientos. Seiscientos. El alerce de Daúr alcanza
la edad adulta a los trescientos años.
¡Trescientos años! El alerce cuya rama, cuya ramita respiraba en la mesa
moscovita, era del tiempo de Natalia Sheremétieva-Dolgorúkova[1]
y podría evocar su amarga suerte: contar sobre los reveses de la vida, habla de
la fidelidad y la firmeza, sobre la integridad moral, sobre los sufrimientos
físicos, morales, que en nada se distinguían de los tormentos del treinta y
siete, con la misma naturaleza feroz del norte –que odia al hombre, mortal por los peligros de las avenidas primaverales
de las aguas y por las ventiscas invernales-, con las denuncias, con la
arbitrariedad de los mandos, con las muertes, los descuartizamientos, el
tormento de la rueda a la que se vio sometido el esposo, el hermano, el hijo,
el padre, todos denunciándose el uno al otro, traicionándose entre ellos…
¿Es que no es éste el eterno tema ruso?
Depuse de la retórica del moralista Tolstoy y de los desaforados
sermones de Dostoyevsky, vinieron nuevas guerras, revoluciones, Hiroshima y los
campos de concentración, denuncias, fusilamientos.
El alerce trocó las escalas del tiempo, echó en cara al hombre su
desmemoria, le recordó lo inolvidable.
El alerce que había visto la muerte de
Natatalia Dolgorúkova y que vio millones de cadáveres –inmortales en la
eterna congelación de Kolymá-, que vio la muerte del poeta ruso, el alerce que
vive en alguna parte del norte, para ver, para gritar que nada ha cambiado en
Rusia: ni la suerte de los hombres, ni el odio humano, ni su indiferencia.
Natalia Sheremétieva lo apuntó todo, lo escribió con su fuerza llena de
tristeza y con su fe. El alerce cuya rama había revivido sobre la mesa
moscovita ya estaba vivo cuando Sheremétieva viajaba hacia su funesto destino
en Beriózov, por una senda tan parecida a la de Madagán, más allá del mar de
Ojotsk.
El alerce destilaba, eso mismo, destilaba el olor como la savia. El olor
se transmutaba en color y no había fronteras entre ambos.
El alerce en la casa moscovita respiraba para traer a la memoria de los
hombres su deber de hombres, para que los hombres no olvidaran los miles de
cadáveres, de los hombres caídos en Koliymá.
El débil e insistente olor era la voz de los muertos.
Y era justamente en nombre de estos difuntos que el alerce se atrevía a
respirar, hablar, vivir.
Para aquella resurrección hacia falta fuerza y fe. No bastaba con meter
la rama en el agua, ni mucho menos. Yo también un día puse una rama de alerce
en el agua: la rama se secó, se convirtió en algo inanimado, se hizo frágil y
quebradiza, la vida la abandonó. La rama se marchó a la nada, no resucitó. Pero
el alerce en la casa del poeta revivió en un bote de agua.
Sí, hay ramas de lilas, ramas de cerezo, y hay romanzas sensibleras; el
alerce no es un buen motivo, no es un tema para una romanza.
El alerce es un árbol muy serio. Es el árbol que nos da a conoce el bien
y el mal, ¡no es un manzano ni un abedul! –el árbol que se encontraba en
el paraíso terrenal antes de verse
expulsados de él Adán y Eva.
El
alerce es el árbol de Kolymá, el árbol de los campos de concentración.
En Kolymá los pájaros no cantan. Las flores de Kolymá –brillantes,
presuntuosas, burdas- no tienen olor. Un corto verano –en un aire frío, sin
vida-, un calor seco y un frío de noche.
En Kolymá sólo huele la uva espina, el escaramujo de la montaña, con sus
flores rubíes. No huelen ni el rosado y rudo muguete, ni las enormes violetas,
ni el fibroso enebro, ni el eternamente verde stlánik.
Sólo el alerce invade los bosques con su vago olor a trementina. Al
principio se diría que se trata del olor a descomposición, de un olor a muerto.
Pero si uno presta atención, si inspira hondamente este olor, comprenderá que
es el olor de la vida, el olor de la resistencia al norte, el olor a la
victoria.
Por lo demás, los difuntos no huelen en Kolymá: están demasiado
consumidos, desangrados, y además se conservan congelados entre los hielos
eternos.
No, el alerce no es un árbol bueno para las romanzas, sobre esta rama no
se puede cantar, de componer una romanza. Aquí las palabras tienen otra
hondura, calan en otras profundidades de los sentimientos humanos.
El hombre manda por avión desde Kolymá una rama de alerce. No la envía
con el propósito de que lo recuerden a él. Ni en memoria de su suerte. Sino en
memoria de los millones de seres asesinados, torturados hasta la muerte, que se
apilan en las fosas comunes al norte de Magadán.
Para ayudar a recordar a los demás, a descargar de su alma esta pesada
carga: ver algo así, hallar el valor de no contarlo y no obstante recordarlo.
El hombre y su mujer adoptaron a una niña –la hija de una presa muerta en el
hospital- para, a su propio entender, a su manera, tomar sobre sí alguna
obligación, cumplir alguna obligación, cumplir algún deber personal.
Para ayudar a los compañeros, a aquellos que han quedado con vida tras
los campos de concentración del lejano oriente…
Mandar la recia y sensible rama a Moscú.
Al enviar la rama el hombre no comprendía, no sabía, no pensaba que en
Moscú le iban a devolver la vida a la rama y que ella, resucitada, olería a
Kolymá, florecería en una calle de Moscú, que el alerce mostraría su fuerza, su
inmortalidad –pues los seiscientos años que vive el alerce son para el hombre
prácticamente la inmortalidad-, que alguien en Moscú tocaría con sus manos la
rugosa, sufrida y recia rama, la miraría, vería su verde cegador, su
resurgimiento, su resurrección, e iría a inspirar su olor no como el recuerdo
del pasado, sino como una nueva vida.
: : : : :
(1) Shalámov, Varlam.1997. Relatos de Kolymá. Barcelona,
Grijalbo Mondadori.
Varlam Shalámov
nació en Vólogda en 1907. Estudió derecho en Moscú. En 1929 es detenido por
difundir el controvertido testamento de Lenin, y condenado a tres años de
trabajos forzados. En 1936 publica su primer relato; un año después es detenido
de nuevo y condenado a cinco años de trabajos forzados por 'actividades contrarrevolucionarias
trotskistas. Juzgado de nuevo cuando estaba a punto de cumplir la condena, es
condenado a diez años más y no será liberado hasta septiembre de 1953, tras la
muerte de Stalin. En 1954 empieza a escribir el libro de su vida y una de las
obras cumbre de la literatura rusa, los Relatos
de Kolymá, que no se publicará hasta 1978, en Londres. Murió el 17 de enero
de 1982. “La resurrección del Alerce” es
el último de los relatos de Kolymá, escrito en homenaje al poeta Osip
Maldestam, muerto en el Gulag de Kolymá en 1938. ■
[1] Natalia Borísovna Sheremétieva-Dolgorúkova
(1714-1771), esposa del príncipe I.A. Dolgorúkova, al que siguió en su
destierro en Siberia en 1730. Son conocidas sus memorias (1767) Nota de la
traductora.
Los poetas son peligrosos. Hay que encerrarlos, exterminarlos. Constituyen un peligro para la sociedad complaciente. Su daño mayor es el de crear símbolos y realizar milagros, como el de mostrar la inmortalidad de una rama de alerce, de un árbol regado con sangre en los campos de concentración de Kolymá.
ResponderEliminarGracias Artesanías
Dice Shalámov:"el alerce no es un buen motivo, no es un tema para una romanza". En los últimos meses he estado leyendo de a ratos los cuentos de este poeta. No puedo leerlos de corrido, duelen demasiado. Y cuando leo este relato sobre el alerce, me pregunto de dónde sacó este hombre que vivió las torturas de Kolimá, de donde pudo traernos tanto amor, tanta poesía. Su fuerza era tan grande que no pudieron doblegarlo, no pudieron matar en él su humanidad.
ResponderEliminarUna alegoría a la vida aunque mencione a la muerte y en el medio la resistencia que es testigo y recuerdo en la rama del alerce, toda una maravilla, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarLEER LOS CUENTOS DE SHALÁMOV ES UNA HAZAÑA QUE SE CORRESPONDE CON HISTORIAS DE VARIAS GENERACIONES QUE VIVÍAN SUMERGIDAS EN LA CONSTRUCCIÓN DE UN MUNDO NUEVO Y FABULOSO, QUE AL FINAL RESULTÓ UNA UNA FANTASÍA SANGRIENTA, UNA DECEPCIÓN PROFUNDA Y DOOROSA. eS UN TROZO DE LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA QUE ALGUNOS SOBREVIVIENTES Y CONTINUADORES OCULTAN INESCRUPULOSAMENTE, COMO LOS ADLÁTERES DEL PARTIDO COMUNISTA Y DE OTROS TRISTES PERSONAJES RECUBIERTOS POR LA CAPA DEL "CONGRESO EXTRAORDINARIO". SHALÁMOV, VASSILY GROSSMAN Y OTROS DESCORRIERON LA CORTINA DE LA COMPICIDAD Y EL SILENCIO
ResponderEliminarANDRÉS
La tragedia soviética y sus gulags fue esclavismo y muerte, además de un proceder irracional y cruel y hasta patológico. ¿Hasta dónde pude llegar el mal del hombre ?
ResponderEliminarEl cuento vertebrando la historia a través de un árbol no es solo material literario magistral, sino que demuestra también la capacidad humana de sobrevivir, y el compromiso de denunciar el silencio y la mentira.
El autor narra e interpreta. Excelente.
MARITA RAGOZZA
¿Quien pudiera desde el más profundo dolor de la muerte en vida, embeberse el alma y la mente en una rama de alerce recuperando el simbolismo de la vida a través de una rama seca que, reverdecida, se erige hacia el cielo? Y sí, la belleza también puede doler, como este texto munido de fuerza espiritual. ElsaJaná.
ResponderEliminarLa esperanza, la fe en la vida desde la muerte , el sufrimiento y el horror es muy fuerte y sobrecogedor . Siempre me impresionan esas historias en situaciones límites como un panza de nueve meses, una canción de cuna en plena guerra. No importa en que guerra, bajo cual dictadura, o en una invasión a Irak o a Afganistán. Lo notable es decirlo y saber decirlo y en ésto comparto lo que dice Ofelia: los poetas son peligrosos. Muchas gracias Andrés y Ester por traer este escrito a la página
ResponderEliminarCristina Pailos
La poesía es el único sustento de la vida. Es la vida de la vida y Shalamov la conoció. Gracias, Andrés por esta publicación. CF.
ResponderEliminar