hambre
Nadie sabe quién lo empezó a llamar Pilo desde muy chico, que es
el nombre de un pequeño arbusto con flores amarillas oriundo de Chile. Había
nacido en un viejo conventillo del Barrio Sur.
Cuando tenía 4 años le mataron al padre, y la madre empezó a
cambiar de compañero con mucha frecuencia. El que tenía en el tiempo de esta
historia ya era el cuarto en seis años
―sin duda el peor de todos― un
atorrante que la maltrataba y mandaba a Pilo
―que había cumplido 10―, a la calle
a vender curitas y pastillas o simplemente a mendigar. Siempre le parecía poco
el dinero que traía y eso era simple motivo para golpearlo.
Pilo sentía una sensación incomprensible para su edad. Era... impotencia.
En su mundo interior iba acumulando el también todavía indescifrable odio. Cuando
lloraba, no lo hacía por el dolor que le causaban los castigos, sino porque no
podía devolver los golpes.
No entendía por qué su madre soportaba y mantenía a ese hombre. Si
bien su propia vida no lo dejaba pensar como un niño de su edad, tampoco estaba
en condiciones de hacerlo como un adulto. Su mayor deseo era hacerse grande
pronto para poder defenderse.
Eran las 3 de la tarde de un día de julio muy frío. Las gotas de
lluvia empezaron a caer tímidamente como hebras de hilo, aumentando de a poco
hasta sonar golpeando contra el pavimento. Pilo se guareció en la entrada de un
comercio de la calle Sarandí, pensando "qué lindo sería ver llover
abrigado, desde una cama tibia, en una casa con ventanas de vidrio". Un sueño
inalcanzable para él, que tenía para dormir un rincón de la pieza cerrada del
conventillo con el Negro ―su perro
compañero―, que le brindaba calor en las
noches frías y el consuelo que los animales saben darle al amigo cuando está
triste.
La lluvia seguía. Era un mal día para él. La gente pasaba a su
lado casi corriendo, prendida a los paraguas o envuelta en largos impermeables.
Se largó a caminar y su grito de "¡Curitas y pastillas de menta para la
tos!" se perdía entre lluvia y gente, sin que nadie se percatara que
estaba ahí. Hizo dos cuadras más y buscó refugio en un bar.
Adentro, en la mesa junto a la ventana, dos viejos discutían de
política frente a los pocillos de café ya cubiertos de ceniza y puchos. Más al
fondo, un tipo casi sin edad hablaba solo y escribía. Acodado en el viejo
mostrador de mármol, un curda con la mirada perdida en un mundo indefinido, entre
mueca y mueca bebía a sorbos cortos un líquido amarillento.
En un rincón, un hombre gordo y rosado recibe con regocijo las
cuatro medialunas de jamón y queso y la cerveza que le sirve el mozo. Mira el
plato con placer y comienza a masticar. Pilo ofrece su mercadería mesa por mesa
ante la total indiferencia de los parroquianos. A nadie le importa su presencia
más que al mozo, que lo ve como a un intruso.
El gordo se apresura a devorar su festín, temiendo que el chico
se lo robe. El ebrio ve un mundo de fantasías dentro del vaso que sostiene con
la mano. El mozo echa a Pilo del boliche, que al salir le hace burlas
gesticulando su carita tiznada con aspecto de payaso. Pasa por al lado del
curda que ahora sí lo ve y en su rostro se dibuja una triste sonrisa... Tal vez
los recuerdos se le escapan del vaso y a su mente aflora un tiempo no muy
lejano, con una familia y un chico como Pilo que hace mucho que no ve, en algún
lugar del mundo. El humo, el alcohol y sus nostalgias lo hacen lagrimear. Con
el reverso de la mano enjuga las gotas salobres que corren por sus mejillas y
vuelve a su sopor.
Una vez más la calle, y esa lluvia que lo hace apurar el paso
recostándose a las paredes. Es inútil, igual se moja el viejo pantalón gastado
y su deshilachada campera está empapada. No le preocupa, está acostumbrado. Desde
que salió del bar sólo tiene en mente las medialunas del gordo... "qué
bueno hubiera sido haber podido darles tan solo una mordida..." Si hay
algo que siempre tuvo en su corta vida fue hambre, como una compañera, conviviendo
con ella cada día. Eso también se le ha hecho costumbre.
A veces piensa que sería feliz si su madre no tuviera a ese
hombre a su lado. Tiene una vaga idea del amor físico, la calle le ha enseñado
muchas cosas pero algunas no alcanza a comprender con claridad.
Está en la puerta de una pizzería. Ve al pizzero cortar sobre una
tabla los trozos triangulares manejando
su filosa cuchilla con rara habilidad para luego distribuirla entre algunos
clientes al pie del mostrador. El aroma lo impulsa a entrar. Su hambre es mucha,
pero no puede gastar el poco dinero de sus ventas del que habrá de rendir
cuentas cuando regrese. También son muchos sus deseos de pedir, pero su orgullo
se lo impide. Como fascinado, tiene los ojos fijos en aquella masa humeante.
Espera un milagro... tal vez alguno de los parroquianos le
ofrezca una porción. Pero no. Todos comen con avidez, se chupan los dedos... no
lo ven. Pilo está allí como petrificado, con todo su ser pendiente de un
miserable trozo de pizza.
Es muy difícil explicar el hambre con palabras, y más aun a las
personas que jamás la han padecido... sólo la conocen bien los que la sufrieron.
De pronto ocurre algo que aumenta su tensión: de las manos de un
cliente resbala un triángulo de pizza con muzzarella que se aplasta contra el
piso cubierto de aserrín, puchos y barro. El hombre entonces le dice, con
sarcástica sonrisa: "Si querés ese pedazo que cayó te lo doy, es tuyo".
Pilo siente un tremendo deseo de contestarle "Metételo en el culo"...
Pero se aguanta, prima el hambre sobre el orgullo. Levanta la sucia porción con
bronca y sale corriendo.
En la calle, le da una mordida y llora. Llora de impotencia, por
no haber podido reaccionar. La llovizna fina y suave le cubre el rostro, acompañando
la dolorosa tristeza de esa niñez que el destino le asignó.
Muchos Pilos crecerán confiando en que algún día, cuando sean
adultos, conocerán las respuestas a las tantas cosas que antes no comprendieron...
Tal vez ―y sin tal vez― ninguno de ellos encuentre alguna que le
resulte coherente... ■
Miguel Ábalos
"Es muy difícil explicar el hambre con palabras", se lee en la narración.Yo creo que no se necesita explicar la desigualdad, la inclusión, la frialdad y la indiferencia.
ResponderEliminarFelicito al autor por dedicar estas letras a este tema que es un vergüenza de toda la humanidad.
MARITA RAGOZZA
Me gustó mucho la ternura y la justificada indignación. Como dice Marita el hambre es una vergüenza de toda la humanidad aunque admitamos que muchos no sólo no la sienten sino que parecen gozar desde un barrio cerrado enclavado justo frente a una villa miseria o cuando llenan el baúl del auto en la puerta de un gigantesco hipermercado rodeado de ranchitos miserables, zanjas con agua estancada y niños hambrientos observando. Hasta el perro de raza, finamente arropado, mira con desprecio desde la ventanilla del auto a los Pilos que andan por ahí.
ResponderEliminarMuchas gracias por no dejar que estos temas se olviden o no se vean.
Cristina Pailos