Llegó a Winesburgo un forastero que vio en la niña lo que
no había visto su padre. Era un joven de elevada estatura, de pelo rojizo, que
casi siempre estaba borracho. A veces solía sentarse en una silla delante de la New Willard House, con
el padre de la niña, Tom Hard. Este hablaba, sosteniendo que no era posible la
existencia de Dios; el extranjero lo oía sonriendo y guiñaba el ojo a los que
estaban cerca de ellos. Se hicieron grandes amigos, él y Tom, y solían estar
juntos muy a menudo.
El forastero era hijo de un rico negociante de Cleveland
y había venido a Winesburgo con una finalidad. Quería curarse del hábito de la
bebida, y pensó que tendría mayores probabilidades de luchar con aquel vicio
que estaba aniquilándolo si ponía tierra de por medio entre él y sus amigos de
la ciudad y se iba a vivir en un pueblo del campo.
Su estancia en Winesburgo no fue precisamente un éxito.
La monotonía con que transcurrían las horas lo llevó a darse con más ahínco que
nunca a la bebida. Pero acertó en una cosa. Puso a la hija de Tom Hard un
nombre que encerraba un gran sentido.
Una tarde venía el forastero haciendo eses por la calle
principal del pueblo, todavía con la resaca de una copiosa borrachera. Tom Hard
estaba sentado en una silla, delante de la New Willard House, y
tenía encima de las rodillas a su hijita, de cinco años entonces.
Sentado en el andén de madera, se hallaba a su lado
George Willard. El forastero se dejó caer junto a él en una silla. Todo su
cuerpo tiritaba; y cuando habló, su voz era temblorosa.
Era la hora del crepúsculo y la oscuridad se cernía sobre
la población y sobre la línea del ferrocarril que pasaba frente al hotel, al
pie de un pequeño declive. A lo lejos, hacia el oeste, resonaba el prolongado
silbido de la locomotora de un tren de pasajeros. Un perro, que había estado
durmiendo en mitad de la carretera, se levantó y empezó a ladrar. El forastero
se puso a charlar sin ton ni son e hizo una profecía acerca de la niña que el
agnóstico tenía en brazos.
-Vine a este
pueblo para apartarme de la bebida -dijo, y las lágrimas empezaron a correr por
sus mejillas. No miraba a Tom Hard, sino que inclinaba el busto hacia adelante,
con la mirada perdida en la oscuridad, como si estuviese viendo una visión-.
Huí al campo para curarme, pero ha sido inútil. Les diré por qué.
Se volvió y miró a la niña que estaba sentada muy tiesa
sobre la rodilla de su padre; ella le devolvió la mirada. El forastero puso la
mano sobre el brazo de Tom Hard.
-No es la
bebida mi única debilidad -dijo-. Tengo otra. Soy un enamorado y no he dado
todavía con un objeto para mi amor. Esto tiene mucha importancia, y usted lo
comprenderá si tiene suficiente experiencia para ello. Por esto es inevitable
que yo acabe mal. Son pocos los que lo comprenden.
El forastero se calló como abrumado de tristeza, pero lo
despertó un nuevo silbido de la locomotora del tren de pasajeros.
-No he perdido
la fe. Lo digo muy alto. Pero he venido a parar a un lugar en el que nadie
comprenderá mi fe -dijo con voz áspera. Dirigió una mirada intensa a la niña y
empezó a hablar para ella, sin prestar atención al padre-. Esa mujer vendrá
-dijo, y su voz se hizo ahora aguda y ansiosa-. Pero cuando llegue ya habré
partido yo. ¿Te das cuenta? Las horas de nuestra cita no coinciden. Sería cosa
del destino que hubiera dado yo con ella precisamente en una tarde como ésta,
estando yo destrozado por el alcohol. y siendo ella tan sólo una niña.
Las espaldas del forastero empezaron a temblar
violentamente; intentó hacer un cigarrillo, pero se cayó el papel de sus dedos
temblorosos. Se puso furioso y gruñó:
-Creen que no
tiene mérito el ser mujer y hacerse amar, pero yo sé muy bien lo que eso
significa -exclamó, y se volvió otra vez hacia la niña-. Yo lo comprendo
-dijo-. Tal vez soy yo el único hombre que lo comprende.
Su mirada vagó otra vez por la oscuridad de la calle.
-La conozco aún
sin haberla visto nunca -continuó suavemente-. Conozco sus luchas y sus
derrotas. Es precisamente por esas derrotas por lo que resulta para mí el único
ser amado. Desde ahora las mujeres tendrán otro rasgo distintivo nacido de sus
derrotas. He discurrido un nombre para esa condición. La llamo Tandy1. Discurrí
este nombre cuando yo era un soñador auténtico y antes que mi cuerpo se
envileciese. Es la condición de ser fuerte para ser amada. Es algo que los
hombres necesitarían encontrar en las mujeres, pero que no lo encuentran.
El forastero se puso en pie y permaneció frente a Tom
Hard. Su cuerpo se balanceaba atrás y adelante y parecía que iba a caerse; pero
lo que hizo fue arrodillarse sobre la acera y llevar las manos de la niñita a
sus labios de borracho, besándolas con éxtasis.
-Sé Tandy -le
díjo ansiosamente-. Atrévete a ser fuerte y valerosa. Ese es el camino.
Arriésgalo todo. Ten valor suficiente para atreverte a que te amen. Sé algo más
que un hombre o mujer. Sé Tandy.
El forastero se levantó y se alejó tambaleándose por la
calle. Uno o dos días después subió a un tren y regresó a su casa de Cleveland.
Aquella misma noche de verano, después de la conversación frente al hotel, Tom
Hard llevó a la niña a la casa de un pariente que la había invitado a pasar la
noche en su casa. Caminando por la oscuridad, bajo los árboles, se olvidó de la
charla del forastero y volvió a concentrar su pensamiento en la búsqueda de
argumentos capaces de destruir la fe de los hombres que creían en Dios. Llamó a
su hija por su nombre y ésta se echó a llorar.
-No quiero que
me llamen así -declaró-. Quiero que me llamen Tandy, eso es, Tandy Hard.
La niña lloraba tan desconsoladamente que Tom Hard se
enterneció y se puso a consolarla. Se detuvo bajo un árbol, la tomó en sus brazos
y empezó a acariciarla.
-Vamos, sé
buena -le dijo vivamente, pero ella no se tranquilizó. Se entregó con abandono
infantil a su dolor, y su voz rompió el sosiego nocturno de la calle.
-Quiero ser
Tandy. Quiero ser Tandy. Quiero ser Tandy Hard -exclamó, moviendo la cabeza y
sollozando, como si su energía infantil no pudiese sostener aquella visión que
las palabras del borracho habían despertado en ella.
El autor juega con la ambigüedad y desnuda la culpa de un padre ausente y un borracho, al menos, sospechoso, Carlos Arturo Trinelli
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