El cuarto del abuelo
A mi nieta Zohar (amanecer)
Aquí no hay
secretos… Entre estos papeles, recortes y carpetas sólo vas a encontrar sueños
perdidos, mucha tristeza y rabia. Eso sí, tratá de dejar todo en orden. Así le habló el abuelo a Zohar cuando ella
le preguntó si podía entrar al cuarto de trabajo durante su ausencia. ¡Qué
raro! No se le ocurrió indagarme por qué se me antoja curiosear por allí...
El Abue viajó y ella se quedó con la abuela. De todos modos, le llevó
algunos días decidirse a entrar al el cuarto misterioso. Desde que recuerda, el
lugar era como la celda de un monasterio, llena de incógnitas y pasadizos: él
siempre escribiendo, la mirada en el monitor, perdida a veces vaya a saber en
qué laberintos. Y la música esa que lo acompaña a toda hora. Tangos de mi
tiempo, de mi juventud, solía decirle con esa constancia de viejo que a
veces no recuerda y repite.
Dudaba... Era una inusual sensación de respeto. Como si atravesar la
puerta del cuarto de trabajo fuese una intrusión, inmiscuirse en secretos de su
pasado. Confundida, se preguntaba: ¿Qué derecho tengo a invadir este
santuario, revolver sus cosas, entrometerme en sus recuerdos?
El descaro de los quince años y esa sensación
de misterio inexplicable, fueron más fuertes que el escrúpulo o la sensación de
culpa por el inminente fisgoneo. Cuando era más pequeña y el abuelo tecleaba
con sus dos dedos mayores (casi todos emplean los índices, pensaba…) Zohar
atisbaba en silencio sus rasgos, o los gestos repetidos, como fruncir la
frente, escribir con los dientes apretados o dar vueltas en la silla con la
mirada ausente. Entonces la veía y le hablaba con esa voz apayasada,
relatándole las cosas más absurdas, las invenciones más extravagantes en un
lenguaje tan adulto que (suponía el abuelo), aportaron mucho al nivel del
vocabulario de la nieta.
Ahora, todo ese universo de fantasía donde el abuelo era el mago, el
ilusionista, estaba a su disposición... Cruzando nomás esa puerta que siempre
permanece abierta pero ¡prohibido cruzarla! Como una invitación cordial a
compartir el silencio, el espacio de trabajo, a contemplar la atmósfera arcana
que impera en ese aposento repleto de papeles, carpetas, recortes, la
computadora encendida, el teléfono sitiado por escritos, lapiceras y tarjetas.
Y la impresora y los diccionarios. Aunque (era obvio) reinaba allí una
advertencia tácita: ¡cuidado, intrusos, no invadir, no tocar, no hurgar, no
leer!
Contemplaba la coreografía del cuarto e imaginaba que era un lugar lleno
de encanto y misterio. A veces fantaseaba que, mientras el abuelo dormía, se
deslizaba por el cuarto investigando los prodigios de esos aparatos. Cerraba
los ojos y le parecía percibir a los duendes de la noche danzar en el cuarto
silbándole esas melodías que tanto placer le daban al Abue. En aquellos días
debía hacer enormes esfuerzos para no revolver entre el papelerío buscando la
intriga, el misterio o el placer; tal vez por simple compulsión, curiosidad o
aventura. Pero no se atrevía...
Luego de aquella lejana primera vez que fue sorprendida no le quedaron
ganas de repetir el delito., aunque seguía con los deseos de zambullirse
entre esas páginas impresas, papeles desordenados, mezclados con papeluchos y
sobres. ¡Qué estás haciendo con esos papeles! ¡sos una delincuente! ¡que nunca
más te vea en este cuarto! ¿me oíste?
Tenía siete años. Se puso a llorar. El Abue la
abrazó, secó sus lágrimas y luego le dio una conferencia acerca del orden
que debe imperar en un cuarto de trabajo, que su cuarto era un archivo
perfecto... Hasta que la nieta echó una mirada inocente alrededor del
“orden” y comprendió, entonces, que su abuelo era un soñador. Pero no se
atrevió a contradecirlo: él la había sorprendido en pecado.
A veces escuchaba las
conversaciones telefónicas del Abue. Podía estar durante una hora en amena
charla sin que tuviera noción del tiempo. Pero le agradaba oírlo, sobre todo
cuando algo le causaba gracia y entonces estallaba en ruidosas carcajadas.
Conoció, también, los momentos en que el abuelo actuaba como un tremendo
cascarrabias, siempre llamando la atención, criticando, dando indicaciones,
discutiendo. Y sin embargo ella percibía la generosidad del abuelo. Como la
fachada de un monstruo que guarda en su interior un corazón de niño, tierno con
los pequeños, amando a los perros como a hijos (excepto los mini perros, a
quienes rechazaba por principio).
Esa tarde se decidió. Entró al cuarto a oscuras. Abrió los postigos y
echó una mirada. Recordó sus advertencias: “...y tratá de dejar todo en orden”.
El desorden era tan descomunal, que tuvo que sentarse en la silla giratoria
para recuperarse. No había un solo lugar vacío y temblaba pensando que un leve
estornudo podría desencadenar un terremoto.
Contempló las paredes y advirtió algunos retratos. Uno de ellos era una
antigua foto en blanco y negro: allí estaba el abuelo de jovencito (muy buen
mozo, se le ocurrió) con otros dos muchachos. Calzaba zapatos negros con parte
de la capellada blanca: y a pesar de los años reconoció fascinada un gesto muy
suyo. Era cuando aún tenía el pasado corto y un futuro largo. En otro retrato,
bastante reciente, el abuelo aparecía ya mayor. Y pensó con pena que en esa
otra foto el Abue tiene un pasado muy largo, y el futuro... Desechó el
pensamiento y se quedó callada.
No le hizo falta la prudencia. Sentada allí, respirando esa atmósfera
monacal y turbulenta, Zohar decidió dar vueltas y vueltas en la silla
giratoria, como en una calesita fantástica, embriagándose con los espíritus y
los espectros que, seguramente, la acechaban desde los libros dispersos, las
hojas entremezcladas, los recovecos taponados por carpetas, el pulcro y
habitual desorden que era la rutina de su abuelo. Dejó de dar vueltas. La silla
se detuvo. Cerró los postigos y por primera vez, sin angustias, sin curiosidad
ni compulsión, abandonó el recinto. Este cuarto es el espíritu vivo del abuelo,
su mundo. Decidió no profanarlo.
Cuando el Abue regresó, Zohar le dijo que no había estado en el cuarto.
La miró a los ojos, se sonrió y le dio el regalito que había traído para ella: “¡Tomá!
Es una agenda para que aprendas a anotar las cosas y ser ordenada como yo.
Pude estar en ese cuarto Abue...
ResponderEliminarLos abuelos son lo mas hermoso que nos da la vida, bien por vos Abue!!
ResponderEliminarBravo Pibito!!
Me hubiera gustado haber tenido un Abue así, pero yo hubiera profanado el cuarto, aspirado el perfume de los recuerdos, conversado con las fotografías, percibido la ternura que emanaba de los escritos del abuelo. Pero Zohar no lo hizo, y yo no tengo un abuelo así.
ResponderEliminarGracias por publicar esta revista literaria.
Adela Jordán
No. No hay secretos que justifiquen profanar el santuario de un espíritu nono recortado entre sueños perdidos y montoncitos de tristeza. Por cualquier sitio que se aborden las incógnitas o se ausculten los pasadizos, se llega al ser mágico pero real, de los duendes a los que se pretende robarles las historias que uno se perdió por no vividas, pero que recuperó por compartidas en la lectura. En las fuerzas de tu puño y tus letras, Aldain, esta lámpara a cuya inextinta luz, nos refugiamos los escribientes de la vida. Muchos, sin cabida en biblioteca alguna. Conocí un cuarto así. Temí entrar. Vi al abuelo gesticular dentro del mausoleo, absorto en un teclado ante un monitor… Y alguna vez, me atreví con un matecito espumante. No era mi abue…Te quiero, pibe lindo mas cerca de nosotros que de cualquier pasado. Gracias por ser tan gente. ElsaJaná.
ResponderEliminarEste escrito es un nuevo amanecer y no importa el futuro que queda sino la ternura que involucra el legado que uno muestra. El pibe no tiene edad sino experiencia.
ResponderEliminarNo agrego nada más porque vos sabes lo que pienso y como creo en tu trabajo.
Celmiro
Me fascinó la dinámica afectiva del abuelo que sale de sí, pasea por el interior de la cabecita y las sensaciones de su nieta, vuelve a entrar y hasta ironiza sobre sí mismo y queda al descubierto toda su ternura.
ResponderEliminarMuy bueno.
Cristina Pailos
El intento por ocupar el lugar del otro, ver a través de sus ojos, sentir en el mismo corazón ha sido logrado con creces en el relato con la excelencia de un gran escritor. En lo personal guardo en mis oídos la música maravillosa de esas risotadas en el teléfono, un abrazo de gran padre, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarCuando se escribe con el Corazon, y se quiere dejar el legado de amor a los nietos, todo es un poema, Como hubiera querido conocer los recuerdos de mi abuela,y dejar sus scretos a mis nietas Carmen passano
ResponderEliminarZohar siempre me pareció una extensión emocional del abuelo. La mirada melancólica, los sueños por entonces aún no soñados en contrapartida de los soñados hasta desvanecerse, la esencia de ese aire de ausencia... El relato, impecable.
ResponderEliminarAbrazo,
Sañoram.
Siempre existen esos lugares que nuestro imaginario les otorga sacralidad y misterio. Desde el cuarto del cuento de Barba Azul hasta la cómoda antigua de mi madre me llevó este cuento, y sin permiso entré al " cuarto del abuelo". Me recibieron el Profe Orlando , Mabel, la galleguita, Ale, pilas de papeles, libros desordenados, con ese aroma especial de la nostalgia.
ResponderEliminarUn cuento donde cada uno puede tejer sus propios secretos.
Me embargó de terneza y me sentí más cerca tuyo, Andrés.
Abrazo.
MARITA RAGOZZA
ResponderEliminarSer intrusa en el cuarto de "mi abuelo" pudiera haber sido como la pequeña e importante aventura de Zohar. No tuve "el abuelo", ése, que le permitió a la niña al retraerse, igualmente, penetrar en el mismísimo mundo de un ser superlativo, como el que para ella era pensado.
Gracias Profe. por la delicia y melancolía que me produce hoy este relato.
Quisiera ser "esa abuela". Un imposible.
Sonia Figueras
En historias de cuartos oscuros, siempre hay una luz. ësta luz parte de la existencia de algún mayor o "Abu".
ResponderEliminarConmovedor. Un relato con el que me consustancio. Tal vez a alguno de mis nietitos algún día les intrigue conocer el "orden" de mi propia cueva. Abrazos y suspiros, Lina
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