HISTORIAS DE VIDA
El fenómeno de la transculturación
y la memoria de los pueblos
El Chaco Argentino ¿Tierra de
leche y miel?
Mujeres sefarditas: Estrella, Alegría,
Reina, Sultana…
El presente es un relato fragmentado y adaptado, perteneciente a Oro Guini de Abraham, turca emigrada a la Argentina y radicada
años después en Resistencia, Chaco. Su relato fue publicado en el libro Mujeres Inmigrantes. Historias de Vida
(Dunken, 2002) de Ángeles de Dios de Martina
La herencia de Sefarad
¡Vamos a
América, tierra de leche y miel! Así contaba mamá que decían en Turquía, cuando la gente pensaba emigrar. Allá soñaban
con estos destinos de abundancia y fertilidad
de que tanto se hablaba.
Era un saludo bíblico, de felicidad y buen presagio
para los que partían, y también de un gran simbolismo. La leche, porque
es alimento; y la miel, dulzura.
Ése era el saludo de despedida cuando el hijo se marchaba a un destino
lejano: "¡Qué el camino se te haga de leche y miel! Que todo sea para bien,
que trabajes bien y que tengas suerte! Era la bendición de la madre".
Pero esas palabras, con las que mi abuela despidió seguramente
a mamá y a sus hermanas cuando
abandonaron Esmirna, no se cumplieron
tan fácilmente, porque a ellas se les
hizo muy difícil el camino de la inmigración. Aquí tuvieron que trabajar mucho
y sufrieron grandes penurias para alcanzar ese progreso que tanto esperaban.
Mamá vivía con sus padres y hermanos en un barrio muy pobre en las
afueras de Esmirna. Se llamaba "la
judriá", es decir la judería. Ellos
eran sefardíes. Sus antepasados
pertenecen a los judíos expulsados de
España en 1492, que emigraron hacia Turquía,
en aquel entonces, el Imperio Otomano.
Por eso no tuvieron problemas con
el idioma porque hablaban el ladino, un dialecto judeoespañol
Entendían todo porque no hay mucha diferencia con
las palabras del español, por ejemplo decían: déyalo, tómalo. Era como un
castellano antiguo. Cuando nos reuníamos en familia nos contaba cómo eran las
costumbres de aquellos tiempos y como vivían. Por ejemplo, cerca de su barrio estaba
el karatach, un lugar aristocrático;
y en los alrededores de la plaza, el agarbazar o gran bazar, un mercado donde era posible comprar exquisiteces como
los boyos de acelga y queso o los trabados
mostachudos un postre con nueces y miel.
Entre pregones y gritos, los pequeños comerciantes
enunciaban dátiles, higos secos, almendras, aceitunas negras, garbanzos o
lentejas. Algunos caminaban por las calles
ofreciendo roscas de sésamo o diferentes clases de comidas cuyo olor inundaba
el mercado. En las paredes de los negocios se exhibían las telas bordadas, y las alfombras y tapices, ocupaban lugares
especiales con el fin de mostrar su calidad y colorido. Era común ver entre tanta gente a los vendedores de vajilla de cobre, a la fabricaban artesanalmente.
También nos contaba que los parroquianos y mercaderes bebían té o café
turco, y con las comidas, un rakí, que preparaban con alcohol de uvas y anís
disuelto con agua cuyo sabor es muy fuerte.
Los hombres fumaban el tabaco en el narguil y era posible comprar en la calle las pipas Kumer,
blancas y porosas, preferidas porque absorbían
el humo y filtraban la nicotina.
Cuando vivía en Esmirna, mamá tenía el oficio
de bordadora. Lo hacía sobre terciopelo con hilos de oro,
y en un taller donde trabajaban varias
mujeres. Ella era la jefa del lugar, y
mi suegra, que tenía la misma ocupación en esa dependencia, me decía que era
muy exigente con las artesanas. Había
aprendido el trabajo de sus antepasados porque los expulsados de Sefarad
llevaron a Turquía esos oficios tradicionales.
Los bordados eran muy finos, con motivos preciosos
que formaban guardas de flores y hojas. Con ellos hacían principalmente
almohadones o cojines para adornar las camas o sillones. Este pedazo de
terciopelo está bordado por ella, tiene como cien años ¡qué prolijidad y
perfección! Ahora que lo vuelvo a mirar, me parece que haré un cuadro con él
porque es el recuerdo más lindo que tengo de ella. Pero claro, todo este
trabajo que hacían en interminables horas, se pagaba muy mal. No lograban cambiar su situación en nada. Por eso decidieron emigrar.
Historias de
familia
Mamá se llamaba Oro.
Nosotras, las mujeres sefardíes, tenemos nombres así: Rica, Alegría,
Reina, Sultana. Son nombres muy significativos y apreciados por nosotras. En
Marruecos, por ejemplo, a donde emigraron judíos sefardíes desde el sur de
España, las mujeres llevan también esos nombres que hacen referencia al cielo y
los dones de esta tierra como Estrella,
Luna, Sol, Fortuna, Orovida. ¿Verdad que
son hermosos?
Había días en los que mamá estaba más confidente que
en otros. Cuando evocaba su tierra me solía contar no sólo cómo era la vida y
costumbres en Turquía, sino cómo decidió su viaje y se instaló aquí para siempre. Emigraron tres hermanas: la bojora, es decir la mayor
-Estrella-, Oro y Reina. Viajaron con su
dote en previsión de los futuros matrimonios que allá decían kudussin, porque así era la costumbre del pueblo
sefardí. La dote de ella era una gruesa cadena
de oro de un metro de largo, y cuando llegó el momento de la boda, la cortaron
en trozos iguales, uno para cada hermana.
Aquí se conoció con papá. El había viajado un tiempo antes con su
amigo, Alberto Guini, que más adelante decidió traer a su familia. Como papá ganaba bien en aquel entonces en la
provincia de Entre Ríos, lo ayudó a pagar los pasajes de las hermanas. El de ellos fue un amor a primera vista
porque cuando llegaron a Resistencia a esperar a las viajeras, papá le dijo a
mamá: Yo me caso contigo y dentro de un mes vengo a buscarte. Y así fue. Cumplido el plazo vino a buscarla
y se casaron en Concordia. Fue el 5 de marzo de 1920, ella tenía diecinueve años y papá treinta. No
recuerdo la fecha de su nacimiento pero fue
los primeros días de enero de principios de siglo. Papá le llevaba once
años y había llegado a la
Argentina en 1918.
Cuando se casaron, ella ya tenía el ajuar, completo porque en Esmirna lo
preparaban desde jovencitas. Vivían muy pobremente, pero el ajuar, era sagrado.
Mamá trajo para ese acontecimiento, con el que seguramente
soñaba, unos baúles grandes, hermosísimos de madera, con aplicaciones de terciopelo labrado en las partes laterales de
afuera. Las terminaciones eran de
bronce. Dentro de esas arcas, bien acomodados, venían los acolchados de plumas,
las sábanas de hilo fino, todas bordadas, mantas y cobertores. Esta carpeta para la mesa que conservo con especial
cariño, la fabricaban en Esmirna con técnicas de aquellos tiempos. ¡Si parece nueva, aunque la lavo en el
lavarropas! Trajo también un almirez de
bronce que heredó mi cuñada porque mamá deseaba que quedara en poder del hijo
mayor, y el ghifre para hacer el café a la turca. Había comprado la vajilla completa de cobre, que usaba a
diario. Todo relucía en la cocina de casa, porque mamá, era exageradamente
limpia y ordenada. Mis hermanas y yo la lustrábamos con ceniza porque en ese
tiempo no existía el Relusol.
Me acuerdo de que los acolchados tenían el color del
confite, todos blancos, impecables. Para
los roperos preparaba las carpetas, los taparropas con puntillas, todo almidonado,
y para blanquear la ropa, usaba la lejía que nos enseñó a fabricar en casa. La
preparábamos así: por la noche,
dejábamos un fuentón lleno de
agua con dos o tres palitas de ceniza
disuelta, y que al asentarse, el agua quedaba clara, clara y con eso, al
día siguiente, se lavaba. En casa no
usábamos lavandina.
Nosotras aprendimos desde niñas las tareas de la
casa como mamá nos enseñó. No teníamos
personal de servicio y hacíamos todo el trabajo doméstico. Los viernes eran días de mucha tarea. Se ventilaba la casa, limpiaban los pisos y
cambiábamos las fundas de los acolchados que eran muy alegres, de telas con
arabescos y motivos turcos. No solamente se colocaban las fundas, sino
también había que coserlas para que
quedaran firmes. Eso se llama caplear, y para armar la cama, se los envolvía con esas
fundas y con ellas nos tapábamos. Al
acomodar las camas, los acolchados debían caer al costado hasta el suelo, bien
prolijo. Era un trabajo que hacíamos
solamente las mujeres. Llegado el día señalado, mamá decía: ¿a quien le toca caplear hoy?...Susana, Rica, Reina...Era por turnos
rigurosos.
Durante un tiempo, mis padres vivieron en Concordia;
después, se radicaron en el Chaco, porque mamá extrañaba mucho a sus
hermanas. Pero aquí las cosas no fueron
como ellos pensaban, tuvieron que trabajar de sol a sol para criar a sus hijos
y educarlos. Éramos cinco hermanos:
Alejandro, Susana, Reina, Moisés y yo.
Conservo recuerdos muy emotivos de mi infancia en relación
a mamá. Ella no sabía leer, al igual que sus hermanas, que eran analfabetas porque en aquel tiempo las
mujeres no recibían más instrucción que la doméstica. Además, las condiciones en que vivían en Esmirna eran
de extrema pobreza y de mucho trabajo para poder sobrevivir. Ella aprendió sólo
a firmar, más bien a dibujar su nombre: Oro, con dos circulitos que unía con
cuidado. Mi suegra, que tampoco sabía
leer ni escribir, aprendió con papá que les enseñaba a las dos con infinita
paciencia. Él era una persona muy culta. Además de ser ebanista egresado de una
escuela técnica de París, sabía español, francés, griego y turco.
Pero aunque no sabía leer, mamá tenía
una sabiduría ancestral, el conocimiento de las cosas simples que había
aprendido de sus padres y que le fueron indispensables para la vida y la
atención de su familia. Ella nos transmitió las costumbres y el amor a nuestra
cultura sefardí. En cambio, papá nos
inició en el conocimiento y las creencias religiosas, y gracias a ellos,
nosotros continuamos con esta tradición y amor a la tierra de nuestros
antepasados.
Canticas y
romanzas
A mamá le gustaba cantar y decir poesías. Así aprendimos las canticas y romanzas sefardíes que aún recuerdo:
Tres hermanicas eran,
tres hermanicas son
las dos están casadas
y la otra en perdición.
Su padre con vergüenza
a Rodas la mandó.
Un castillo fraguó
ventanas altas
y mares hondos
para que no suba varón
ninguno.
Una vez me ocurrió algo curioso y
emocionante. Estaba en un hotel de Punta
del Este junto con Susana y escuchamos cantar a una mujer. ¡No podía creerlo!
Eran las canciones que mamá nos enseñó en nuestra infancia. Preguntando llegamos hasta la persona
que las cantaba y resultó ser una turca
de Esmirna que ahora tiene casi noventa
años. ¡Las mismas canciones! Algunas que casi no recordaba. ¡Tanto tiempo había
pasado! En cuanto le contamos esto, también ella se sorprendió y nos hicimos
grandes amigas y, por supuesto, nos pusimos a cantar las tres aquellas viejas
canciones sefardíes. Para no olvidarlas
más, las anoté en mi libretita de direcciones. Aquí tengo una.
La sirena está loca
quiere que la quiera yo
que la quiera su marido
que tiene la obligación.
Si la mar fuera de leche
los barquicos de canela
yo me mataría entera
por salvar a mi bandera
Mamá nos contaba que mientras bordaban
en el taller, cantaban siempre y así se les pasaban las horas y se entretenían. Desde que éramos niños escuchábamos canciones
para todos los acontecimientos de la vida: el recién nacido, el que va a la
escuela. Recuerdo especialmente una que
recitábamos para la fiesta de Pésah.
Ella para todo tenía refranes y sentencias y así los
aprendimos sin darnos cuenta y yo también las digo porque son expresiones de la sabiduría popular, simples
y precisas, por eso los sefardíes suelen decir refranico mentiroso no hay.
Recuerdo que mamá decía con frecuencia cuando quería señalar que algo era inoportuno: "a la hora horada, fraguar la privada". Este refrán lo repetimos
siempre en la familia.
Los
abuelos y la tradición judía
Cuando yo tenía unos siete años, vinieron desde Esmirna
mis abuelos maternos, Moisés Guini y Rica Yasbed. Nosotros los llamábamos abuelos o papú y babá. Fue un acontecimiento familiar
que no olvidaré porque, además de su presencia en casa, para mí significó un
mayor acercamiento al mundo de mis padres que a veces me parecía tan
lejano. Ellos hablaban el ladino, por lo
tanto, no tuve ninguna dificultad para entenderlos.
Me parece ver a la abuela Rica. Se sentaba en el
suelo con el bol de cobre que trajo de su tierra y preparaba la masa para hacer
los boyos con golpes de puños, tal vez para hacerla más liviana. Ella cocinaba solamente comidas turcas: tallarín reinado, niños envueltos
en hoja de parra o de repollo -zalmá de col- y que ella llamaba hiaprak.
Como en ese tiempo no se conseguía carne káser porque no había personas que supieran hacerlo, mis padres la
preparaban poniéndola en sal y agua dos o tres horas. Los pollos los cortaba mi
padre de una forma especial para desangrarlos. El arroz se hacía frito a la
turca y los garbanzos ¡tan ricos! con acelga, carne y cebolla. Después tomaban un cafecico turco, por supuesto.
En los días de fiesta se preparaban postres especiales,
la baklava y el greibe que solían acompañarse con almendras, figos secos y damascos. El nacimiento
de un niño era la oportunidad para preparar un menú diferente. Se agasaja a la parida con dulce de pétalos
de rosas rojas, que nosotros llamamos koyá.
La babá se vestía con unos batones largos con
dibujos turcos, y se cubría la cabeza con un pañuelo. Tenía varios, de distintos colores, bordados
a mano, eran muy vistosos. Llevaban una
especie de medallitas redondas que les caían sobre la frente como si fuera las
que usan las gitanas. Recuerdo que ella lo llamaba carsaf.
Salía del baño y se ataba ese
pañuelo. Lo llevaba siempre puesto.
Jamás le ví el cabello. Usaba también un delantal, el mandil, que le llegaba hasta las rodillas. A la abuela la recuerdo por su dinamismo para
las tareas de la casa. Siempre dispuesta
para el trabajo.
El abuelo usaba a diario un pantalón blanco de algodón,
y entre las piernas, ceñido a la altura de las pantorrillas, llevaba una
especie de chiripá que llamaba el chalvat. Arriba, se cubría con un
blusón abotonado, y en la cabeza llevaba el fez de terciopelo con borla de
color rojo. Así vestidos, se sentaban a
la puerta de mi casa a conversar y observar el movimiento de la gente de la
calle. A mí me encantaba mirarlos y me quedaba con ellos escuchando su charla. Me parecían maravillosos, venidos de otro
mundo. Mi abuelo era un personaje
interesante y yo lo adoraba. Nunca
cambió esas ropas por las que se usaban en la Argentina.
Mis padres y los abuelos tomaban por la tarde el cafecico. Lo preparaban con el gifré, un recipiente pequeño de cobre con mango
largo, que también trajeron de Esmirna. Nunca se acostumbraron al mate.
Papá nos enseñó desde niños las prácticas de la liturgia
y su significado. Yo cumplo
absolutamente con todas. El día del Perdón -Ion Kipur-, por ejemplo, estoy las veinticuatro horas
en la sinagoga sin mojarme siquiera los labios.
Es la celebración más solemne del calendario judío. Los días más
sagrados son los viernes a la noche: se comienza con el encendido de las velas
y la preparación de una mesa de lujo.
Así se espera al shabat. Nosotros hacíamos dos oraciones importantes,
que llamamos tefilot. En la primera se encendían las velas y la
otra era la del pan. Solo para Ion Kipur
se hacen tres oraciones al día: sajarit
o tefilá en la mañana; minhá al mediodía y arbit al caer la noche. No vengo a
casa para nada. Es un día de ayuno y
abstinencia total.
Para el Año Nuevo Judío -Rosh Hashaná- que se celebra en los
meses de tisrí (septiembre-octubre),
preparo una gran mesa con la mejor mantelería y vajilla y celebramos el año
nuevo igual que lo celebran los cristianos.
Este año, por ejemplo, fue el dieciséis de septiembre y celebramos el
año 5725. Después, el treinta y uno de
diciembre, también celebramos la otra festividad de año nuevo.
"Ir al Salón", como acostumbramos decir
cuando nos reunimos los de la colectividad, me produce un placer muy especial. Además de orar, tengo oportunidad de mirar el
trabajo que hizo papá cuando llegó al Chaco, el Arón o Acodesch, es decir el armario, donde se guardan los
rollos de la Torá. Los días de grandes
festividades, el rabino abre el armario la saca y coloca con gran solemnidad
sobre una mesa para la lectura de las sagradas escrituras.
A los que no saben, yo les cuento que ese trabajo lo
hizo papá cuando era joven. Me siento
muy orgullosa por todo esto. Es de
madera labrada, y las pinturas en dorado son símbolos e inscripciones en
hebreo. Es una pieza artesanal que seguramente hizo con mucho cariño. El
lugar donde nos reunimos los sefardíes de Resistencia, se llama Asociación
Israelita Latina "Merced y Verdad", y está en un edificio que se
construyó en mil novecientos treinta y dos, pero el mueble creo que se hizo
unos años antes.
Papá era un hombre fabuloso. Con el trabajo de ebanista no le fue siempre
bien. Hizo muebles de tipo provenzal,
mesas, molduras para sillas o armarios que representaban flores o pájaros. Pero no siempre había este tipo de trabajo.
En un tiempo se dedicó a la venta callejera de jabón Federal por lo que tenía
que hacer largas caminatas por la ciudad y los barrios para tener algo de
ganancia. Cuando las cosas no anduvieron
bien en Resistencia, se fueron con mamá a Quitilipi donde instalaron una verdulería, pero lo que más le gustaba
era su trabajo de ebanista.
Mamá lo ayudaba en la atención del público, pero más
se ocupaba de nosotros y la casa. Ella
era muy exigente, particularmente con las mujeres para que aprendiéramos a
desenvolvernos bien en las tareas domésticas.
Pero papá, él era muy divertido y conversador con todos. A mí me encantaba cuando por las noches nos
contaba cuentos. Siempre decía lo mismo:
-¿En qué quedó?- preguntaba respecto de la noche anterior, ah, si! Y continuaba: -Montaña yube, montaña baixa, llegamos a Egipto, y después inventaba
todo, siempre le agregaba cosas de lugares que para mí eran desconocidos y
exóticos. Conservamos unos libros que
trajo de Francia relacionados a sus trabajos de ebanista, las herramientas y el
diamante con el que cortaba el vidrio, porque algunos muebles llevaban aplicaciones
de este material. Todo esto lo heredó un
primo que vive en Israel porque es el único de la familia que aprendió el
oficio.
Recuerdo que mamá sufría de jaquecas y de asma. Murió muy joven, a los cincuenta y dos años,
pero ella no se quejaba de nada. Tampoco
añoraba su tierra porque alcanzó a ver a sus hijos casados y conoció a sus
nietos. Cuando nació mi primer
hijo, ella ya no andaba bien y mi abuela
estaba enferma, por eso no pudieron cumplir con esa tradición sefardí tan linda
en la que se agasaja a la parturienta -nosotros decimos la parida- en ocasión
de tener un hijo varón. La tradición es
así: en la casa se preparan los piñonates, unas masitas dulces, y se las coloca sobre hojas de naranjo
seleccionadas y bien lavadas. También se
hacen confites de almendras; los confites porque son el símbolo de dulzura, y
las almendras lo son de la pureza. Esto
lo debe preparar la abuela materna del
recién nacido el día que se lo circuncida para convidar a los que concurren a
la ceremonia.
Después, cuando el varón cumple trece años, que es
la mayoría de edad religiosa, se celebra otra ceremonia importante, el bar misvá. Entre los sefardíes decimos que el varón
"ya cumplió miñán" o
"poner tefelín" porque
durante esa ceremonia el joven se ciñe por primera vez los tefellim o filacterias.
En cambio, cuando nace una mujer, se la fada o se realiza el fadamiento o las fadadas para imponerle a la niña su nombre en hebreo. Es una fiesta social más que religiosa.
Me siento muy feliz al contar esta historia acerca
de mi madre. Su paso no fue en vano.
Creo que si bien abandonaron Turquía porque la pobreza y la falta de
oportunidades los agobiaba, ella demostró ser muy decidida para venir a una
tierra extraña a su medio, desconociendo sus costumbres y sin saber leer ni
escribir. Afrontó todos los cambios con
mucha voluntad, ayudó a papá con su trabajo y nos crió y educó con gran
esfuerzo. Valoro sus enseñanzas porque así nos transmitió el orgullo por
nuestra cultura judeo-sefardí la que todos continuamos.
Volver
a las raíces
Hace muchos años decidí viajar a la tierra de mis padres. Fui porque tenía no sólo la necesidad interna
de conocer el lugar de nuestros antepasados, sino sentirla de cerca, ver a la
gente, ese mundo tan particular que mis padres nos transmitieron con sus
canciones, cuentos y dichos que poblaron nuestra imaginación. Fui con mi marido, y en cuanto descendí del
avión, besé la tierra de Esmirna con
gran emoción y agradecimiento. Había llevado un frasquito en el cual
junté tierra, y a mi regreso, puse un poco en la tumba de mamá y otro en la de
papá. Años más tarde, regresé con mi hermana Susana y volvimos a recorrer todo,
acompañadas de ese espíritu casi religioso y la necesidad de reencontrarnos con
nuestros ancestros. Ahí uno se sumerge
en sus propias raíces y se encuentra con uno mismo. Pese a la distancia y diferencias con nuestra
patria, nos sentimos muy unidos a Turquía y a Sefarad.
Evocar la historia de mamá ha sido bueno no sólo
para mí sino también para mis hijos y nietos.
Es el testimonio que les dejo de la abuela y la bisabuela cuyos
recuerdos están siempre presentes. Yo
también quiero decirles cuando vayan por esos mundos el saludo bíblico que nos
une simbólicamente: "que se les haga el camino de leche y miel".
Miro el correo, lo abro y me encuentro con algo MARAVILLOSO, tanto por el contenido como por el ESTILO DE REDACCION, que parece como si fuera alguna "turcana" que lo está "hablando"
ResponderEliminarMuy bien redactado y muy vívido. Parece que estás hablando. Evidentemente eres una "maestra con magia" para escribir.
Al señor Abraham, padre, ebanista, lo conocí y lo entreviste cuando escribí la Historia de la cole ashkenazi (la de los rusos-polacos, etc.), porque así como él hizo para los "sefaradim" el Aron (armario) Hakodesh (sagrado) -donde se guardan los rollos de la Biblia- también hizo el mismo para los ashkenazim (palabra derivada del hebreo ASHKENAZ, que es el nombre de Alemania en hebreo, y de allí deriva ashkenazi o sea el hombre que vive o su origen es de la zona de Alemania, que luego – con las guerras – esas zonas pasaron a ser Rusia, Polonia, Hungría, etc. Ashkenazim es el plural de azhkenazi.) En castellano serian sefaradies y ashkenzies.
Muy emocionante lo que escribiste y realmente me pone muy feliz y te quiero felicitar mil veces.
Dos sugerencias:
1) Hace muchos años una profesora Orovich u Horovich de soltera, profesora de literatura, quien escribió un libro recopilando cantigas sefaradíes. No sé si se ocupa todavía.
2) ANTES de publicar alguna cosa de esos temas, me ofrezco para asesorarte en las palabras hebras o ladinas para que se escriban correctamente. Los errores son insignificantes, pero no cuesta nada escribirlos correctamente, porque las actuales generaciones distorsionan las palabras por falta de conocimiento.
Te mando mil besos junto con mil felicitaciones. Y seguí, seguí…………………. Julio Mazo desde Israel
El texto tiene perfume a nueces y a miel y el sabor amargo de las raíces; la tibieza de las manos que acompañan la niñez,y el frío del desarraigo. Mil gracias Angelita, y como dice Julio Manzo, continua con estas historias de vida, para deleitarnos y mantener viva la memoria.
ResponderEliminarOfelia
Emotivo por añadidura, los relatos familiares tienen el sabor de la fruta en tiempo, del dulce que impregna el alma, de la canela que sabe a nostalgia, de la almendra que tienta. Muchas gracias por esta entrega tan bella. Disfrute la lectura y me encantaria compartir nuevas entregas. ElsaJana.
ResponderEliminarTODO INMIGRANTE A NUESTRO PAÍS O TENIDO QUE EMIGRAR DEL SUYO HA SUFRIDO LA LEJANÍA DE SUS AMORES, TIERRA COSTUMBRES. TUVE LA POSIBILIDAD DE CONOCER IZMIR HOY UNA CIUDAD MARAVILLOSA Y LA RECUPERABA EN LA MEMORIA A MEDIDA QUE AVANZABA EN LA LECTURA DE LOS TEXTOS. ME INTERESAN MUCHO ESTOS ESCRITOS, RECUERDO A MIS ABUELOS ITALIANOS SUS COSTUMBRES QUE SIEMPRE MANTUVIERON VIVAS, EL ESFUERZO, LA RESPONSABILIDAD, LAS GRANDES COMILONAS GRINGAS. gRACIAS POR RECORDARNOS LA INFANCIA PROPIA Y LAS COSTUMBRES DE PAISES TAN DIFERENTES. ATTE. MARTA COMELLI.
ResponderEliminarLa mujer, guarda de la memoria, entibiece el corazón, cuida de los retoños, nos conecta con nuestras raíces. Admirable ejemplo el de nuestras mujeres inmigrantes que enriquecieron a nuestro país.
ResponderEliminarSeñora Ángeles de Dios, usted con sus escritos, es continuadora, pertenece a esta línea de mujeres que guardan la tibieza en el corazón de la humanidad.
Olga Ajma
Amigos:
Eliminarla historia de esta mujer sefardita, a igual que la de otras inmigrantes, tiene para mi connotaciones especiales porque soy hija y nieta de inmigrantes andaluces y vascos. Las tradiciones orales y lo que hemos observado y aprehendido de ellos, quedan en nuestra vida arraigados por siempre. Gracias por los comentarios tan generosos. Con la historia de Oro me ocurrió algo muy conmovedor. Ella cantó una canción, y luego a dúo la interpretamos entre las dos.Ella lo hacía en recuerdo de su madre, y yo sabía de sus estrofas porque la misma cancion la cantaba mi padre, natural de Almería, aprendida a su vez de mi abuela a quien no conocí. Esto demuestra una vez más que las tradiciones y el amor a la tierra se transmiten de generación en generación y es en general la mujer portadora de esas riquezas como bien lo señala Olga. Varios siglos pasaron de la expulsión de los sefarditas de España, y aún muchos entonamos canciones de cuna o versitos aprendidos en nuestra niñez.
Deseo que nuestros descendientes así lo entiendan y lo hagan con sus hijos. Ángeles desde Resistencia, Chaco