Los Misteriosos Amores De Mártires Y
Septimio
Los primeros (muchos) años de la
oleada de españoles que llegó a América fueron de guerras despiadadas.
Igualmente hubo tiempo para intrigas, zancadillas y matanzas entre los mismos
peninsulares. Luego comenzó el asentamiento y los que no lo habían hecho oportunamente
para ocupar los lugares donde era más fácil enriquecerse, debieron luchar
contra la naturaleza de selvas, desiertos y montañas de dimensiones
inimaginadas en Europa.
A menudo la naturaleza ganaba la partida hasta que
lentamente se fue imponiendo la insistencia de los recién llegados y sus
descendientes. O mejor dicho, la miseria y el sometimiento que vivían en España
eran motivos más que pavorosos para enfrentar los riesgos de América.
Entre quienes lograron aferrarse a un
trozo de tierra y afincarse estaba un aprendiz de zapatero del Bierzo, entre
asturiano y leonés, finito y largo como silbido de arriero y de pelo rojo
oscuro. Ojos claros y pelambre rojiza lo hacían resaltar en medio de aquellos españoles
morenos entre los cuales eran frecuentes los moros disimulados.
Tal mozo se enamoró de la señorita
hija del Corregidor, hombre de muchos blasones y pocas pulgas, aunque pulgas y
piojos sobraren en la aldea. Para colmo de sufrimiento, era necesario presentar
los documentos de matrimonio sacramentado para ser dueño de un terrón, fuera
miserable parcela o extenso fundo.
La señorita en cuestión parecía no
rechazar las miradas y señales invisibles que despedía su pretendiente, Alonso Septimio
del Bierzo, que así se llamaba.
Bien dicho que se llamaba, porque se
llamaba de esta manera a sí mismo. En su pueblo había sido “el séptimo de la Pascuala ” simplemente un hijo más de una aceitunera
más, trabajadora temporal en la alquería de un tal Alonso Bregante. Lo cierto
es que en las nuevas tierras, nuevo nombre, y todo ello pasaba a importar al momento
de tramitar propiedades, casamientos o empleos en la burocracia virreinal y
comarcana. Un decir, convenía presentarse como hijo de alguien, hijodalgo o más
actualizado, hidalgo. Como si no todo el mundo fuese hijo de alguien, joder.
Puestos a fabricarse árboles
genealógicos, los nuevos propietarios variaban entre los más cortos de
imaginación, que apenas lograban encontrar un perejil, hasta los más atrevidos
y fantasiosos, que despertaban inmediatamente sospechas porque dibujaban
frondosos durazneros que no paraban de crecer por lo menos hasta San Pedro. Y
ahí era donde la fruta caía de madura bajo las sacudidas del Santo Oficio,
porque nombre de santo usado como apellido olía a marrano a distancia.
Nuestro mozo no tenía imaginación
pero tampoco era tonto, y se dio a la tarea de conseguir alguna raíz en la
tierra de su madre, por débil que fuese. Así, mediante un cura paciente y
bonachón, logró constancia de que su tío materno Rodrigo descansaba en paz en
el camposanto de Santibáñez del Toral, cerca de su pueblo. Hizo todo lo
necesario y pagó mucho más de lo necesario hasta que logró que le adjudicaran
un Rodríguez para acompañar el aderezo;
y pasó a ser anotado como Alonso Septimio Rodríguez del Bierzo.
Ya era hijodalgo, o sea, hijo de su
tío. Pero nadie sacaría estas conclusiones.
Septimio tenía resuelto su problema
de linaje y poco le faltaba para llegar a la mano de la hija del señor Corregidor.
Pero otra brecha se abría ante sus aspiraciones. Tantas diligencias,
correspondencia con España, honorarios de tinterillos y notarios que incluyeron
un sobornillo por aquí y otro por allá, habían menguado su no muy cuantioso
patrimonio.
El domingo después la misa mayor el
mozo regresó cabizbajo al fundo, y quedó sentado en una cerca de palo toda la
tarde hasta que los primeros fríos que bajaron de la montaña lo hicieron
castañetear. Dentro de la casa, ya junto al fuego, revolvía su potaje sin
decidirse a comer bocado. La carencia de buenas monedas acuñadas en el Potosí
se erguía en su mente como la boca de un monstruo que lo tragaría en cualquier
momento. El motivo de tanta desazón era que la niña de sus desvelos ese día lo
había mirado y en sus ensueños febriles, Septimio podía jurar que esbozó una
sonrisa.
Lo que nuestro enamorado no sabía era
que el señor Corregidor pasaba por el mismo trance. El funcionario de la Corona había perdido
influencias y participación en los negocios habituales a tales cargos, y esto
restaba ingresos a su bolsa.
El tiempo corría inexorable y
mientras Septimio se convertía en Don Septimio y recuperaba poco a poco el
dinero gastado, el Corregidor se hundía en una maraña de préstamos y deudas que
lo llevaron a ser prácticamente prisionero voluntario de las paredes de su
casa. Para nuestro enamorado significó un vuelco muy favorable, ya que podía
acercarse a la dueña de su corazón sin más trabas que la chaperona que como en
todos los folletines, era complaciente.
Llegó el día entonces en que se enfrentaron
Mártires Inocencia Álvarez del Toral y nuestro héroe Septimio Rodríguez del
Bierzo. Fue un encuentro donde hubo más mímica, sonrisas y suspiros que
palabras; pero que permitió a los jóvenes entenderse y coincidir en los
sentimientos. Tomó coraje Septimio después del encuentro, y como no queremos
extendernos, diremos que hubo hasta el domingo siguiente una seguidilla de
billetes perfumados con pétalos de retama.
Llegada que fue la misa mayor, tras
los muros del cementerio adosado a la iglesia, Mártires y Septimio urdieron un
plan para escapar juntos, pero el sentido común de la chaperona los hizo pisar
la tierra… ¿Dónde irían en esta tierra barrida a los cuatro vientos por los
dogos de la Inquisición ?
. Existía la posibilidad de ocultarse de la justicia del virrey, pero de los frailes
dominicos nunca. Parece que ese año eligieron un Papa pariente o por lo menos
vecino de Septimio, porque cuando el carruaje del Santo Oficio negro y cerrado
herméticamente entró a la villa aterrando a todos, al detenerse en la Plaza de Armas lo hizo
frente a la casa del Corregidor.
Los vecinos que salieron a curiosear
como de costumbre, solo alcanzaron a ver un flamear de sotanas negras, un
brillar de alabardas y morriones, y al Corregidor subiendo al carruaje. Todo en
absoluto silencio. Instantes después, de la otrora rica y alegre mansión salían
surcando el aire desgarradores gritos femeninos. Los más cercanos a la familia
de don Álvarez del Toral ya podían comentar libremente sus conjeturas sobre
posibles antepasados hebraicos del funcionario removido y encarcelado. Lo más
tétrico del episodio era que las mismas conjeturas habían llegado a la capital
y promovido la decadencia y actual desgracia de la familia.
Septimio se enteró rápidamente del
suceso allá en su alquería y llegó a divisar el camino en el momento justo en
que la polvareda del carruaje se perdía en un recodo. Rápidamente se reunió con
un par de hombres de confianza, tan de confianza que si no hubiera sido por el
empleo dado por el joven estarían pendiendo de una horca. Esta era le gente que
Septimio necesitaba para arriesgarse en una empresa desesperada. Pensando a la
velocidad del rayo había urdido un plan para liberar al Corregidor y a la vez
lograr la mano de su amada.
Lo primero que hizo el mozo fue
llegar con el mayor sigilo hasta la casa de su amada Mártires para platicar con ella la idea que había
imaginado. Una vez puestos de acuerdo ambos jóvenes, y encargándose la muchacha
de convencer a su madre, Septimio salió disfrazado con ropas del criado y se dirigió
a la ranchada que poblaba la sierra de su propiedad. Allí participó de sus
maquinaciones a un hombre de confianza que acto seguido se ocupó de reunir
caballada, provisiones y un pequeño grupo de fieles cómplices.
Tres días después, al caer la noche,
una banda de espíritus desaforados y aullantes cayó sobre la posta donde
descuidadamente se predisponían a dormir frailes, guardias y prisionero. Los
demonios nocturnos brincaban en medio de lo que parecían ser ramalazos de fuego
amenazando a los pasajeros con sus fauces monstruosas y sus tridentes mientras
horrísonos chirridos, lamentos y trompeteos aturdían por doquier. Para mayor
espanto, en medio del aquelarre los engendros flameantes tumbaron el carruaje con
gran estruendo y polvareda, lo que terminó con el valor de los guardias quienes
huyeron dejando solos a los frailes inquisidores. Protegidos sólo por anatemas
en latín, los pobres delegados del Santo Oficio se atrincheraron en un altillo
entre charqui, maíz seco, sebo y ratas.
Mientras sucedían estos hechos
extraordinarios, Septimio arrebató al Corregidor de su prisión momentánea y
enancándolo en su caballo partió al galope, seguido a los pocos minutos por la
tropa de “diablos” que iba dejando el camino regado con los ingeniosos
disfraces.
Poco tiempo después Mártires y su
madre se reunían con don Álvarez del Toral en el tambo más recóndito de las
tierras de Septimio.
Seguros del silencio de sus
compañeros de aventura que por otra parte se desternillaban de risa por lo
ocurrido, y bien ocultos en los vericuetos serranos, el Corregidor y su mujer
no pudieron menos que entregar a Septimio la mano de su hija, ahora huérfana a
los ojos y oídos de la villa y del Tribunal.
Claro que el ahora muy digno don
Alonso Septimio del Bierzo tuvo que sufrir otra sangría a sus arcas para
recompensar servicios, entre los que se contaban los prestados por cierto cura
autor de la falsa denuncia contra el Corregidor y que unos años después fuera
subsanada con documentos traídos de España. Pero en la guerra y el amor, todo vale.
La gallardía de Septimio lo hace digno representante (un buen hidalgo) de las tierras del Bierzo. ¡Cómo evitar una carcajada emocionada al leer e imaginar los coloridos de estos personajes! Si hasta parece que uno recorre, andando, las carreteras que unen Santibáñez del Toral, Bembibre, Rozuelo, Folgoso de la Ribera, para encontrarse con Mártires, su madre y hasta el cura que se asoma desde la ermita, colonizada por las cigüeñas en su campanario. ¡Una obra maestra, maestro!
ResponderEliminarEste relato de Pennini me daja hecho una sopa de sudor. Tuve que leerlo un par de veces para seguir las andanzas de estos personajes algo estrafalarios. La pluma del autor se esmeró en brindarnos un relato nada usual.
ResponderEliminarandrés
ResponderEliminarLeer al escritor Gerardo Pennini, me reconcilia con la lengua que más me gusta y su estilo. La lengua,la española me trae a las palabras ya olvidadas de las primeras lecturas, a la alegría, ironías y modismos que tanto me atraparon. Es un soplo de frescura ante tantos vocablos inventados y que a mí, a mí no me hacen entender ni gozar de ellas. Peco quizás de almidonada y medio escolar, pero me ha gustado mucho acompañar cada frase, no sin esfuerzo.
Gracias, muchas gracias por este placer. Volveré a leerlo para mayor disfrute y comprensión.
Sonia Figueras
Entretenidas desventuras del tal Septimio, picardía, imaginación, trabajo, todo puesto al servicio del amor. Como siempre, un placer leerlo, placer de la sonrisa, placer del lenguaje,placer de las imágenes, Carlos Arturo Trinelli
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