Raymond Chandler
Los
chantajistas no disparan
("Blackmailers Don't Shoot" — Diciembre de 1933 —
Black Mask)
1
El hombre del traje verde azulado —que no era verde azulado bajo
las luces delClub Bolívar— era alto y tenía ojos algo separados, la nariz
estrecha y una mandíbulaprominente. Tenía también una boca bastante sensual. Su
cabello era negro y ondulado,con algunas hebras grises casi imperceptibles. El
traje se adaptaba a su cuerpo como situviera un alma propia y no sólo un pasado
dudoso. El hombre se llamaba Mallory.Sostenía un cigarrillo entre los dedos
fuertes y precisos de la mano. Puso la otra sobre el blanco mantel y dijo:—Las
cartas le costarían diez grandes, señorita Farr. No es demasiado.Miró muy
brevemente a la chica que tenía delante; luego miró por encima de lasmesas
vacías hacia el espacio en forma de corazón donde los bailarines se movían
bajolas luces policromas intermitentes. Los clientes se distribuían en la pista
de baile aprovechando tanto el reducido espacio que los amareros tenían que
balancearse como acróbatas entre las mesas. Pero cerca de donde se hallaba
Mallory había sólo cuatro personas.Una mujer morena y esbelta tomaba whisky
frente a un hombre cuyo cuello grueso y enojecido brillaba de humedad. La mujer
miraba fijamente su vaso con apatía y manoseaba un gran frasco delata que tenía
en la falda. Un poco más allá, dos hombres ceñudos y aburridos fumaban cigarros
sin hablar entre sí.Mallory observó con seriedad:—Diez grandes es un buen
precio, señorita Farr.Rhonda Farr era muy hermosa. Vestía un conjunto negro,
exceptuando el cuello de suave piel blanca de su abrigo de noche. Exceptuando
también una peluca blanca cuya misión era disfrazarla y que le daba un aspecto
muy aniñado. Sus ojos eran azules ytenía la clase de cutis con que suelen soñar
los viejos calaveras.Rhonda replicó en tono desagradable, sin levantar la
cabeza:—Esto es ridículo.—¿Por qué ridículo? —inquirió Mallory, algo
sorprendido y bastante molesto.Rhonda Farr levantó la cabeza y le dirigió una
mirada dura como el mármol. Acontinuación sacó un cigarrillo de la caja de
plata que había abierto sobre la mesa y lo intodujo en unaarga y fina boquilla,
también negra. Prosiguió:—Las cartas de amor de una actriz de cine no valen
tanto. El público ha dejado deser esas dulces ancianitas con bombachas de
encaje.Una luz brillaba despreciativa en sus ojos. Mallory le dedicó una
miradapenetrante..—Pero ha venido muy de prisa aquí a hablar de ellas con un
perfecto desconocido—observó.Ella movió en el aire la boquilla y dijo:—Debí
estar loca.Mallory sonrió con los ojos, sin mover los labios.—No señorita Farr.
Tenía usted un estupendo motivo. ¿Quiere que le diga cuál?Rhonda Farr lo miró
con furia. Luego desvió los ojos y casi pareció olvidarlo.Levantó una mano, la
que sostenía la boquilla, y la miró, haciendo una pose. Era una
mano muy bella, sin anillos. Las manos bellas son tan raras como
un jacarandá en flor en una ciudad donde las caras bonitas son tan comunes como
las medias corridas.Volvió la cabeza, echó una mirada a la mujer de ojos
apáticos y dejó vagar sus ojospor las mesas que rodeaban la pista de baile. La
orquesta seguía tocando músicaalmibarada y monótona.—Odio estos antros —
comentó con voz fina —. Dan la impresión de existir sólo por la noche, como los
profanadores de tumbas. La gente es viciosa sin gracia, pecadora sinironía.
—Posó la mano sobre el mantel blanco. —Ah, sí, las cartas. ¿Qué las hace
tanpeligrosas, chantajista?Mallory se echó a reír. Tenía una risa sonora, con
un matiz duro e irritante.—Lo hace usted muy bien —aprobó—. Tal vez las cartas
no sean gran cosa. Sólouna sarta de tonterías eróticas. Las memorias de una
colegiala que ha sido seducida yes incapaz de cerrar la boca.—Eso es
desagradable —murmuró Rhonda Farr con voz glacial.—Es el hombre al que van
dirigidas lo que las hace importantes —aclaró fríamenteMallory—. Un estafador,
un jugador, un oportunista. Y todo lo que eso implica. Un tipocon quien usted
no podría ser vista sin perder su lugar en la sociedad.—Ya no hablo con él,
chantajista. Hace años que no hablo con él. Landrey era unbuen muchacho cuando
lo conocí. La mayoría de nosotros tiene algo en su pasado queprefiere no
recordar. En mi caso, pertenece realmente al pasado.—Con que sí, ¿eh? Y ahora
cuénteme una historia de hadas — replicó Mallory conrepentino desdén—. Acaba
usted de pedir que la ayude a recuperar las cartas.Rhonda hizo un movimiento
espasmódico con la cabeza. Su rostro pareciódesintegrarse, convertirse en un
grupo de facciones privadas de todo control. Sus ojosparecieron el preludio de
un grito... sólo por un segundo.Casi instantáneamente recobró el dominio de sí
misma. Ahora sus ojos parecíancasi tan grises como los de él. Dejó la boquilla
negra sobre la mesa con una lentitudexagerada y entrelazó los dedos. Los
nudillos estaban blancos.—¿Tan bien conoce usted a Landrey? — preguntó con
amargura.—Quizás es que voy de un lado a otro, averiguo cosas... ¿Cerramos el
trato oseguimos insultándonos mutuamente?—¿Dónde consiguió las cartas? — La voz
de Rhonda era todavía áspera yamargada.Mallory se encogió de hombros.—En mi negocio
no se revelan las fuentes.—Tengo una razón para preguntárselo. Otras personas
han intentado vendermeesas malditas cartas. Por eso estoy aquí. Sentía
curiosidad. Pero supongo que es usteduno más de los que intentan asustarme y
hacerme temblar aumentando el precio.—No, yo trabajo por mi cuenta — repuso
Mallory.Ella asintió. Su voz era apenas un susurro.—Eso me consuela. Quizás
algún superdotado pensó en hacer una edición privadade mis cartas. Pues no voy
a pagar. No hay trato, chantajista. Me importa un bledo siuna noche oscura sale
usted del anonimato con sus asquerosas cartas.Mallory arrugó la nariz y bizqueó
con aire de gran concentración.—Muy bien expresado, señorita Farr. Pero no nos
lleva a ninguna parte.Ella replicó pausadamente:—Ni hace falta. Puedo
expresarlo mejor. Si se me hubiera ocurrido traer mipequeño revólver con
empuñadura de nácar, podría decirlo con balas y, además,impunemente. Pero no
estoy buscando esa clase de publicidad.Mallory levantó dos delgados dedos y los
examinó críticamente. Parecía divertido,casi satisfecho. Rhonda Farr se llevó
la mano a la peluca blanca, la mantuvo allí unmomento y la dejó caer.
Un hombre que estaba sentado a una mesa no lejos de ellos, se
levantó en seguiday se acercó con rapidez, caminando con pasos ligeros y ágiles
y haciendo oscilar unsombrero negro contra el muslo. Lucía un elegante
smoking
.Mientras se aproximaba, Rhonda Farr dijo:—No habrá pensado que
iba a venir aquí sola, ¿verdad? No voy sola a un clubnocturno.Mallory rió entre
dientes.—No debe hacerlo nunca, muñeca —dijo secamente.El hombre llegó a la
mesa. Era bajo, bien proporcionado y moreno. Llevaba unpequeño bigote,
brillante como el satén, y tenía la clara palidez que los latinos valoranmás
que los rubíes.Con un gesto suave y algo teatral, se apoyó en la mesa y tomó de
la cigarrera deplata uno de los cigarrillos de Rhonda, que encendió con un
gesto ceremonioso.Rhonda Farr se tapó la boca con la mano y bostezó.—Es Erno,
mi guardaespaldas —presentó—. Cuida de mí. Qué bien, ¿verdad?Se levantó con
lentitud y Erno la ayudó a ponerse el abrigo, tras lo cual abrió suslabios en
triste sonrisa, miró a Mallory y dijo:—Hola, muñeco.Sus ojos eran oscuros, casi
opacos y había en ellos un ardiente destello.Rhonda Farr se envolvió en el
abrigo, inclinó ligeramente la cabeza, esbozó unasonrisa breve y sarcástica con
sus delicados labios y se alejó entre las mesas. Iba conla cabeza alta y el
rostro tenso y circunspecto, como una reina en apuros. No temeraria,sino reacia
a demostrar su miedo. Fue una gran actuación.Los dos hombres aburridos le
dirigieron una mirada de interés. La mujer morena seconcentraba, con aire
melancólico en la tarea de mezclar una bebida que habríaderribado a un caballo.
El hombre del cuello sudoroso parecía haberse dormido.Rhonda Farr subió los
cinco escalones tapizados de rojo que conducían a laentrada, pasó frente a un
obsequioso maìtre, pasó entre cortinajes dorados ydesapareció.Mallory la vio
desaparecer y miró a Erno.—Está bien, patán, ¿de qué se trata?Había hablado en
tono insultante, con una sonrisa glacial. Erno se puso rígido; sumano
izquierda, enguantada, se movió con tal brusquedad que cayó algo de ceniza
delcigarrillo que sostenía.—¿Está bromeando, muñeco? —preguntó
enseguida.—¿Sobre qué, patán?En las pálidas mejillas de Erno aparecieron unas
manchas rojas. Sus ojos seconvirtieron en hendiduras negras. Movió un poco la
mano derecha, sin guante, y curvólos dedos, haciendo brillar las pequeñas uñas
rosadas.—En cuanto a esas cartas, muñeco, ¡olvídese! Se acabó, muñeco, se
acabó.Mallory lo miró con cínico y exagerado interés, se pasó la mano por el
cabellonegro y ondulado y dijo lentamente:—Quizá no sepa a qué te refieres, pequeño.Erno
se echó a reír. Un sonido metálico, un sonido forzado y mortífero.
Malloryconocía esa clase de risa: en algunos círculos era el preludio de una
ráfaga de disparos.Vigiló la mano derecha de Erno y habló en tono
cortante:—Lárgate, patán. Podrían entrarme ganas de afeitarte a bofetadas esa
pelusa quetienes sobre el labio.El rostro de Erno se contorsionó. Las manchas
rojas de sus mejillas seintensificaron. Levantó la mano que sostenía el
cigarrillo y lo hizo saltar de repente a lacara de Mallory. Este ladeó un poco
la cabeza y el cilindro blanco pasó sobre suhombro.
El hombre del traje verde azulado —que no era verde azulado bajo
las luces delClub Bolívar— era alto y tenía ojos algo separados, la nariz
estrecha y una mandíbulaprominente. Tenía también una boca bastante sensual. Su
cabello era negro y ondulado,con algunas hebras grises casi imperceptibles. El
traje se adaptaba a su cuerpo como situviera un alma propia y no sólo un pasado
dudoso. El hombre se llamaba Mallory.Sostenía un cigarrillo entre los dedos
fuertes y precisos de la mano. Puso la otra sobre el blanco mantel y dijo:—Las
cartas le costarían diez grandes, señorita Farr. No es demasiado.Miró muy
brevemente a la chica que tenía delante; luego miró por encima de lasmesas
vacías hacia el espacio en forma de corazón donde los bailarines se movían
bajolas luces policromas intermitentes. Los clientes se distribuían en la pista
de baile aprovechando tanto el reducido espacio que los amareros tenían que
balancearse como acróbatas entre las mesas. Pero cerca de donde se hallaba
Mallory había sólo cuatro personas.Una mujer morena y esbelta tomaba whisky
frente a un hombre cuyo cuello gruesoy enrojecido brillaba de humedad. La mujer
miraba fijamente su vaso con apatía ymanoseaba un gran frasco de plata que
tenía en la falda. Un poco más allá, dos hombres ceñudos y aburridos fumaban
cigarros sin hablar entre sí.Mallory observó con seriedad:—Diez grandes es un
buen precio, señorita Farr.Rhonda Farr era muy hermosa. Vestía un conjunto
negro, exceptuando el cuello de suave piel blanca de su abrigo de noche.
Exceptuando también una peluca blanca cuya misión era disfrazarla y que le daba
un aspecto muy aniñado. Sus ojos eran azules ytenía la clase de cutis con que
suelen soñar los viejos calaveras.Rhonda replicó en tono desagradable, sin
levantar la cabeza:—Esto es ridículo.—¿Por qué ridículo? —inquirió Mallory,
algo sorprendido y bastante molesto.Rhonda Farr levantó la cabeza y le dirigió
una mirada dura como el mármol. Acontinuación sacó un cigarrillo de la caja de
plata que había abierto sobre la mesa y lointrodujo en una larga y fina
boquilla, también negra. Prosiguió:—Las cartas de amor de una actriz de cine no
valen tanto. El público ha dejado deser esas dulces ancianitas con bombachas de
encaje.Una luz brillaba despreciativa en sus ojos. Mallory le dedicó una
miradapenetrante..—Pero ha venido muy de prisa aquí a hablar de ellas con un
perfecto desconocido—observó.Ella movió en el aire la boquilla y dijo:—Debí
estar loca.Mallory sonrió con los ojos, sin mover los labios.—No señorita Farr.
Tenía usted un estupendo motivo. ¿Quiere que le diga cuál?Rhonda Farr lo miró
con furia. Luego desvió los ojos y casi pareció olvidarlo.Levantó una mano, la
que sostenía la boquilla, y la miró, haciendo una pose. Era una
mano muy bella, sin anillos. Las manos bellas son tan raras como
un jacarandá en flor en una ciudad donde las caras bonitas son tan comunes como
las medias corridas.Volvió la cabeza, echó una mirada a la mujer de ojos
apáticos y dejó vagar sus ojospor las mesas que rodeaban la pista de baile. La
orquesta seguía tocando músicaalmibarada y monótona.—Odio estos antros —
comentó con voz fina —. Dan la impresión de existir sólo por la noche, como los
profanadores de tumbas. La gente es viciosa sin gracia, pecadora sinironía.
—Posó la mano sobre el mantel blanco. —Ah, sí, las cartas. ¿Qué las hace
tanpeligrosas, chantajista?Mallory se echó a reír. Tenía una risa sonora, con
un matiz duro e irritante.—Lo hace usted muy bien —aprobó—. Tal vez las cartas
no sean gran cosa. Sólouna sarta de tonterías eróticas. Las memorias de una
colegiala que ha sido seducida yes incapaz de cerrar la boca.—Eso es
desagradable —murmuró Rhonda Farr con voz glacial.—Es el hombre al que van
dirigidas lo que las hace importantes —aclaró fríamenteMallory—. Un estafador,
un jugador, un oportunista. Y todo lo que eso implica. Un tipocon quien usted no
podría ser vista sin perder su lugar en la sociedad.—Ya no hablo con él,
chantajista. Hace años que no hablo con él. Landrey era unbuen muchacho cuando
lo conocí. La mayoría de nosotros tiene algo en su pasado queprefiere no
recordar. En mi caso, pertenece realmente al pasado.—Con que sí, ¿eh? Y ahora
cuénteme una historia de hadas — replicó Mallory conrepentino desdén—. Acaba
usted de pedir que la ayude a recuperar las cartas.Rhonda hizo un movimiento
espasmódico con la cabeza. Su rostro pareciódesintegrarse, convertirse en un
grupo de facciones privadas de todo control. Sus ojosparecieron el preludio de
un grito... sólo por un segundo.Casi instantáneamente recobró el dominio de sí
misma. Ahora sus ojos parecíancasi tan grises como los de él. Dejó la boquilla
negra sobre la mesa con una lentitudexagerada y entrelazó los dedos. Los
nudillos estaban blancos.—¿Tan bien conoce usted a Landrey? — preguntó con
amargura.—Quizás es que voy de un lado a otro, averiguo cosas... ¿Cerramos el
trato oseguimos insultándonos mutuamente?—¿Dónde consiguió las cartas? — La voz
de Rhonda era todavía áspera yamargada.Mallory se encogió de hombros.—En mi
negocio no se revelan las fuentes.—Tengo una razón para preguntárselo. Otras
personas han intentado vendermeesas malditas cartas. Por eso estoy aquí. Sentía
curiosidad. Pero supongo que es usteduno más de los que intentan asustarme y
hacerme temblar aumentando el precio.—No, yo trabajo por mi cuenta — repuso
Mallory.Ella asintió. Su voz era apenas un susurro.—Eso me consuela. Quizás
algún superdotado pensó en hacer una edición privadade mis cartas. Pues no voy
a pagar. No hay trato, chantajista. Me importa un bledo siuna noche oscura sale
usted del anonimato con sus asquerosas cartas.Mallory arrugó la nariz y bizqueó
con aire de gran concentración.—Muy bien expresado, señorita Farr. Pero no nos
lleva a ninguna parte.Ella replicó pausadamente:—Ni hace falta. Puedo
expresarlo mejor. Si se me hubiera ocurrido traer mipequeño revólver con
empuñadura de nácar, podría decirlo con balas y, además,impunemente. Pero no
estoy buscando esa clase de publicidad.Mallory levantó dos delgados dedos y los
examinó críticamente. Parecía divertido,casi satisfecho. Rhonda Farr se llevó
la mano a la peluca blanca, la mantuvo allí unmomento y la dejó caer.
Un hombre que estaba sentado a una mesa no lejos de ellos, se
levantó en seguiday se acercó con rapidez, caminando con pasos ligeros y ágiles
y haciendo oscilar unsombrero negro contra el muslo. Lucía un elegante
smoking
.Mientras se aproximaba, Rhonda Farr dijo:—No habrá pensado que
iba a venir aquí sola, ¿verdad? No voy sola a un clubnocturno.Mallory rió entre
dientes.—No debe hacerlo nunca, muñeca —dijo secamente.El hombre llegó a la
mesa. Era bajo, bien proporcionado y moreno. Llevaba unpequeño bigote,
brillante como el satén, y tenía la clara palidez que los latinos valoranmás
que los rubíes.Con un gesto suave y algo teatral, se apoyó en la mesa y tomó de
la cigarrera deplata uno de los cigarrillos de Rhonda, que encendió con un
gesto ceremonioso.Rhonda Farr se tapó la boca con la mano y bostezó.—Es Erno,
mi guardaespaldas —presentó—. Cuida de mí. Qué bien, ¿verdad?Se levantó con
lentitud y Erno la ayudó a ponerse el abrigo, tras lo cual abrió suslabios en
triste sonrisa, miró a Mallory y dijo:—Hola, muñeco.Sus ojos eran oscuros, casi
opacos y había en ellos un ardiente destello.Rhonda Farr se envolvió en el
abrigo, inclinó ligeramente la cabeza, esbozó unasonrisa breve y sarcástica con
sus delicados labios y se alejó entre las mesas. Iba conla cabeza alta y el
rostro tenso y circunspecto, como una reina en apuros. No temeraria,sino reacia
a demostrar su miedo. Fue una gran actuación.Los dos hombres aburridos le
dirigieron una mirada de interés. La mujer morena seconcentraba, con aire
melancólico en la tarea de mezclar una bebida que habríaderribado a un caballo.
El hombre del cuello sudoroso parecía haberse dormido.Rhonda Farr subió los
cinco escalones tapizados de rojo que conducían a laentrada, pasó frente a un
obsequioso maìtre, pasó entre cortinajes dorados ydesapareció.Mallory la vio
desaparecer y miró a Erno.—Está bien, patán, ¿de qué se trata?Había hablado en
tono insultante, con una sonrisa glacial. Erno se puso rígido; sumano
izquierda, enguantada, se movió con tal brusquedad que cayó algo de ceniza
delcigarrillo que sostenía.—¿Está bromeando, muñeco? —preguntó
enseguida.—¿Sobre qué, patán?En las pálidas mejillas de Erno aparecieron unas manchas
rojas. Sus ojos seconvirtieron en hendiduras negras. Movió un poco la mano
derecha, sin guante, y curvólos dedos, haciendo brillar las pequeñas uñas
rosadas.—En cuanto a esas cartas, muñeco, ¡olvídese! Se acabó, muñeco, se
acabó.Mallory lo miró con cínico y exagerado interés, se pasó la mano por el
cabellonegro y ondulado y dijo lentamente:—Quizá no sepa a qué te refieres,
pequeño.Erno se echó a reír. Un sonido metálico, un sonido forzado y mortífero.
Malloryconocía esa clase de risa: en algunos círculos era el preludio de una
ráfaga de disparos.Vigiló la mano derecha de Erno y habló en tono
cortante:—Lárgate, patán. Podrían entrarme ganas de afeitarte a bofetadas esa
pelusa quetienes sobre el labio.El rostro de Erno se contorsionó. Las manchas
rojas de sus mejillas seintensificaron. Levantó la mano que sostenía el
cigarrillo y lo hizo saltar de repente a lacara de Mallory. Este ladeó un poco
la cabeza y el cilindro blanco pasó sobre suhombro.■
Siempre me gustó Chandler.
ResponderEliminarEnriqueta
No había leído este cuento de Chandler donde como en otros aflora con inteligencia la crítica social. Excelente el personaje de Rhonda Farr.
ResponderEliminarGracias, Artesanías , por esta publicación.
MARITA RAGTOZZA