Réquiem
para el lector fracasado
...hasta tal punto que ya no podía dormir. Era como la
aguja de un acupuntor de cara oriental y ojos oblícuos punzándolo en los dos
tobillos, en la sien izquierda, en el omóplato y en el occipital derecho. En la
masa encefálica, propiamente. Una sensación de torbellino. Una mezcla de vahído
y trepanación.
La cosa empezó un día cualquiera; una mañana
sin sol con apariencia de espantajo letrinoso. Terminó la lectura de un libro
de cuentos y fue la enésima vez que uno de los protagonistas era un escritor
fracasado con cientos de proyectos que acababan en estólidas frustraciones.
Se acordó del escritor fracasado de Arlt. Y
sobre todo del cretino de “Crear una pequeña flor es un trabajo de siglos”, de
Abelardo Castillo. Ese comienzo rastrero y pecaminoso le produjo una cólera
homicida: “Soy un escritor fracasado: No es un comienzo original, lo sé”.
¡Es el colmo! –estalló–. Mortificarme durante doce páginas para zarandearme en
la cara esa frase final tupida de naderías intelectuales: “Retiré la mano.”
–prosiguió leyendo–. ¿Y qué? ¿Este Castillo no es un chupasesos? ¡Cómo! ¿mi
tiempo no se cotiza? ¿Para quién cornos escribe
este pelado Castillo?
Fue en esos días, precisamente, cuando
comenzó a elucubrar la teoría de que todos los escritores son unos torcidos, la
rama literaria del Conde Drácula que succiona masa encefálica en lugar del
burbujeante, bermejo y tibio líquido sanguíneo. Y también Atilas del intelecto,
por cuanto invaden el espíritu de los humanos, lo avasallan, le imponen sus
excentricidades, lo remodelan a su imagen y semejanza, y a quienes pretenden
oponerse, negarse, reivindicar los derechos del lector, o su independencia de
criterio, toman en prenda sus almas y fosilizan sus mentes. ¡Espléndido negocio!
Ya no le quedaron dudas: la mayoría de los
lectores son esclavos, y las librerías, una especie de plantación sureña del
Missisipi en la que todos los pecadores acaban como siervos de la lectura,
lacayos de la gleba literaria.
Al fin de cuentas, ¿qué es un escritor? –se
preguntó airado–: un tipo que cierra los ojos y hace como que piensa, o apoya
la cabeza sobre la palma, contempla la lejanía y elucubra. Se trata de una pose
arrogante y linajuda para impresionar a lectores desprevenidos, minusválidos de
ternura familiar y huérfanos de ideas sobre la realidad del mundo. En última
instancia, esa es la misión del literato: pintar un universo de fantasía,
bocetar caracteres y describir sentimientos y comportamientos de los
epitecántropos evolucionados. El escritor – argüía irascible y tembloroso – es
un zafiado cupletista de la conducta humana. Como si los hombres fueran masilla
o yeso viscoso, a quienes esta clase de gente puede cincelar según sus taras y
caprichos.
Camina... De
izquierda a derecha; de derecha a izquierda. Transita los pasillos. Sube las
escaleras. Baja, vuelve a subir. Retoma sus pensamientos. Tiene en claro que el
alma proterva de los autores se incrusta en las criaturas indefensas que
aparecen en sus obras. Esos mórbidos monstruos – conjeturó – arramblan la
personalidad de los desválidos embriagándolos con el vino adulterado que
emplean los alquimistas del lápiz. Estos intelectuales han llevado al género
humano al borde de la perdición. Disfrazan sus tóxicos entre letras
tetragonales y atractivas tapas de colores fragosos que atrapan la curiosidad
del lector gárrulo, virginal o no.
Sacó la libreta del bolsillo y apuntó: Todos
los escritores son falsificadores malogrados. Los habitantes de este planeta
viven en una suprema alienación, dependiendo de todas las variantes de drogas
que circulan por el universo: cocaína o Milán Kundera; marihuana o las
atrocidades de Sidney Sheldon, opio o las excentricidades de Roberto Bolaño,
hacerle el amor a nenas de cinco años o recluirse en un monasterio budista;
integrarse al batallón de alcoholistas anónimos o inmolarse en la hoguera de
esa plaga de pecadores con lapicera fuente... Es lo mismo ser poeta que
rufián. Y esto ocurre – subrayó en
rojo – por culpa de esos arrogantes poetastros y escritorzuelos que han
hallado una vía cómoda para vivir a expensas de la lectura de los libroadictos.
La explotación del lector por el escritor.
A menudo se pregunta: ¿Qué harían esos
señoruelos de la pluma fuente sin los lectores? ¿Sin los tontos que malgastan
sus sueldos adquiriendo la droga escrita para entretenerse durante las frías
noches invernales, o en las frescochientas mañanas del verano en los parques, o
para la lectura exhibicionista de los patos vicas (que hacen pinta con espeluznantes
anteojos oscuros), tostándose en las playas, tumbados sobre toallones
vanguardistas de múltiples estampados; o haciendo pinta en los bares literarios
donde incuban sus libros depravadores de mentes, al igual que aquellos que
pervierten a menores de ambos sexos por medio de chupetines y chocolatines?
¿Qué harían? ¿¡eh!?
Se columpiaba entre el enfado y la angustia: Dejen
de emponzoñar al lector – vociferaba una y otra vez – con la retahila
caliginosa de los escritores fracasados. Llegó la hora de reivindicar a los
incautos estragados por ese sutil veneno que destilan los escritores ¡Por Dios!
¡Que alguien condene la servidumbre y la frustración de los que leen! Internen
a los escribas en el hospicio – bramó ofuscado –, métanlos entre rejas.
Y psicólogos, por piedad: ocúpense de la alienación de los libroadictos. ¡Que
aparezca de una buena vez la enciclopedia del lector fracasado!
Cierra los
párpados... Suavemente. Imagina que una garúa otoñal le purifica el magma de la
rabia y la impotencia.
El tipo
de guardapolvo almidonado sigue allí, sentado frente a él, inmóvil, inmutable.
Como si fuese un busto de Freud montado sobre una plataforma acrílica a la
entrada del circo Sarrasani. Lo deja hablar; no lo interrumpe; no le presta
atención: sólo lo contempla.
El
silencio del tipo lo desnuca, le crispa el sistema nervioso, le provoca
urticaria.
–¿Me
comprende? – le pregunta ansioso a la
esfinge helada que tiene delante.
El
insensible guardián del averno se levanta de la cómoda butaca y le responde con
una embalsamada sonrisa de estibador analfabeto:
–Lo comprendo: ¿cómo no lo voy a comprender,
jovencito? ¡Y ahora relájese!
–¡Piojoso! – le contesta enfurecido. La momia
acartonada de guardapolvo le obliga a tomar la pildorita anaranjada.
Se
tranquiliza. La rabia se le va desplomando como un telón agujereado y sucio que
trastabilla hacia la eternidad mientras escucha, embelesado, una voz
granujienta de contralto que entona el Réquiem para el lector fracasado ■
Andrés Aldao
Excelente Pibe Andrés Aldao...entiendo la ira !! Con un receptor así!!
ResponderEliminarAbrazos!!
La teoría de que el escritor es un ser torcido, fracasado o no, es un hallazgo y cierto es también que se abusa en eso de ir contra la trama (Dostoivski fue un gran maestro). Por otra parte, los lectores siempre tenemos revancha, mordaz, pleno de metáforas el Requiem no tiene desperdicio, saludos, Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarPersonajes y trama penetran en el cuerpo del autor como agujas de acupuntura, que no lo dejan dormir, le trepanan el cerebro. Se independizan de su voluntad y emponzoñan al lector, que se convierte en adicto. En un juego de ingeniosas y locas reciprocidades, el autor clama por el reconocimiento del lector fracasado. Su desesperación sólo la puede calmar la locura.
ResponderEliminarMuy bueno maestro!
Ofelia
Muchos pueden sublevarse por el poder de los escritores y la escritura... Pero tiene su costo. Me gustó Andres. Gracias.
ResponderEliminarSoy Graciela U. Gracias .
ResponderEliminarMe disloca el cerebro este réquiem que ahonda y orada el pensamiento. Que lo abre, lo pone en funcionamiento y lo ramifica. Un texto que invita a interrogarse y hacerse parte. A develar y revelar más y más. Intuyo que el escritor fracasado muere allí donde la trama y el modo de escritura desvela a una mente inquieta. En ese preciso instante de clímax donde aparece el Escritor. Este texto crea adicción, uno necesita volver y volver sobre las palabras. Lo que propone, activa la mente hasta fusionar lectura/escritura en un fin único e irrepetible. Y eso, definitivamente, no es servidumbre sino momento del verdadero encuentro literario: una trama que justifica su existencia: quien escribe/quien lee, entrampados en el mismo éxtasis.
ResponderEliminarMuchas gracias por enarcillarme, Andres. Abrazo. ElsaJana.
Hace poco escribí también la sensación de un escritor, pero este enfoque abarca las experiencias de desvarío, de ser-incompleto-ene-el- mundo-, indigente del lector que se ve encerrado en un círculo adentro de otro círculo por siempre jamás. Dolor completo del cuerpo, de la mente, del alma torturado por la palabra que justifique, aunque sea en el fracaso.
ResponderEliminarPero es el acicate que impulsa.
Un retrato encarnado en la piel viva del escritor.
Espectacular. Felicitaciones, Andrés y un gran abrazo.
MARITA RAGOZZA
Querido amigo, gracias por este texto. Anoche los despisté, creyeron que había tragado la pastillita, pero la escondí en el colchón. Un fuerte abrazo!
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