(15 de mayo de 1990). Estudió en la Universidad Nacional
de San Agustín de Arequipa (UNSA). Participó de dos talleres de escritura
creativa de Orlando Mazeyra Guillén en el Centro Cultural Peruano Norteamericano
de Arequipa (CCPNA) en el 2012 y en el 2013.
—La píldora —dijo Julissa sin mayores
preámbulos. Me tomó por sorpresa como nunca lo había hecho.
Sus ojos huidizos, contemplando
temerosos las baldosas blancas del suelo. Su cuerpo bañado por un leve rayo de luz que se filtraba
por una de las ventanas. Era un haz intenso que dejaba percibir las partículas
de polvo flotando por sobre ella; la luz cálida resaltando la blancura de su
piel y el detalle de sus rasgos. ¿Cuándo había dejado de ser una niña? Una
pregunta, a todas luces, boba y extemporánea.
—La píldora —volvió a repetir, casi
murmurando, Julissa.
—Qué píldora —dije—. ¿Qué píldora quiere, señorita?
—Esa píldora —elevó un poco la voz para
luego volver a murmurar, siempre mirando al suelo—: la del día siguiente.
Sentí un intenso frío que lamía mis
espaldas (¿para quién quería ese medicamento? ¿La había mandado alguien? ¿Acaso
su madre?). Después, fue casi como un soplido del viento que ingresaba con
fuerza inesperada e intentaba incomodarme; la seriedad de mi rostro, impávido,
en contraste con la expresión de vergüenza de Julissa. Esas píldoras estaban al
fondo, en el segundo escaparate a mano derecha del mostrador, detrás de las
cajas de remedios recién llegados; lo sé, porque yo las coloqué estratégicamente
en dicho lugar, a una prudente distancia del público. Decidí ponerlas allí para
que, al momento de ir por ellas, demorara más de lo justo y necesario y, así,
hacer más largo el suplicio de la vergüenza, aunque nunca, ni en mis peores
pesadillas, pensé dársela a alguien como Julissa.
—La píldora del día siguiente —insistió
otra vez ella y quise mandarla a callar, pero me contuve. ¿Acaso tenía ese
derecho? Sus dedos pálidos y sus cabellos negros, algo revueltos; sus ojos,
pequeños y tristes, hundidos dentro de su rostro, todo su ser impregnado con
una extraña mezcla de miedo, culpa
y tristeza. Todo ornado con la cereza de
la vergüenza que decoraba sus mejillas.
No dejé de mirarla.
—Son treinta soles con cincuenta,
también hay otra de veinticinco con treinta —dije de pronto, con ensayada
frialdad, como si no la conociera—. ¿Cuál quiere que le dé?
—La primera —respondió con una
inseguridad que delataba su inexperiencia—. No sé… déme cualquiera.
No pregunté más e ingresé al
almacén, caminé despacio, como siempre
lo hacía, una manía que no pude superar después de vivir cinco años arrastrando
los pies; lentamente giré a la derecha, estiré los dedos y busqué entre las
cajas una que dijera “Postinor”; al encontrarla di un giro robotizado. A la
distancia, aun podía distinguir toda la frágil humanidad de Julissa, su precisa
hermosura rondando los dieciséis años —sí, dieciséis años, no podía olvidarlo—,
la pequeña virgen superpuesta sobre las calles manchadas de esta ciudad
percudida (¿alguna vez Blanca? No lo creo): Julissa, la niña de los valores
morales inculcados desde la cuna (alumna de un prestigioso colegio de monjas,
por decisión de su madre a quien no veía hacía muchísimo tiempo). Ella quería
desaparecer del planeta: la maldita combinación de culpa, miedo y de tristeza
que me hizo pensar en cuántos hombres serían capaces de soportar tal infamia.
¿Acaso ella no era consciente de lo que
estaba haciendo? “Qué descarada”, pensé y me empecé a tragar mis propias
palabras.
—Tenga —le dije y quise que mi voz la
acariciara—, ésta es la mejor.
—Gracias. ¡Muchas gracias!
Ella introdujo la píldora dentro de su
bolso pintado de mundo, buscó entre sus cosas y sacó un billete para pagar.
Estiró sus manitas sobre el escaparate y colocó el dinero sobre éste. Siempre
con los ojos fijos en las baldosas blancas de la farmacia “Mundo”. Dejó el
dinero.
—Son treinta con cincuenta —dije y acudí
a la caja—. No se le ocurra irse sin su vuelto.
—Gracias —dijo ella con un tono cordial
y, por suerte, con algo más de serenidad, aunque podía tratarse de una actitud
impostada. Quién sabe. ¡Qué poco conocía a esa niña!
—Para servirle, que tenga usted un buen
día —dije maquinalmente, como siempre lo hago con los clientes, una formalidad que muchos me conminan a dejar de
lado en estos nuevos tiempos—. Hasta luego, Julissa.
Ella levantó el rostro y pude contemplar
al detalle el inocultable parecido a su madre. Intuí cómo sus sentimientos se
desvanecían, uno después del otro, sin saber cuál se extinguía primero. ¿Dónde
demonios estaría su mamá?
—Hasta luego, Julissa —reiteré cerrando
los ojos para ya no ver más (para no imaginarme a su mamá hace dieciséis años):
ella estaba renunciando a ser madre y yo no tenía cara para decirle que no
hiciera lo que yo también hice alguna vez: huir como un cobarde de la paternidad—.
Mucha suerte.
—Adiós, señor —se despidió mirándome con
ternura y yo hubiera dado mi vida porque, de una vez por todas, me llamara
papá.
Me gustó la historia y me pareció buenísimo el desenlace. Un gusto leer a un muchacho joven y creativo!
ResponderEliminarUna historia muy bien narrada con un final algo sorpresivo. Excelente cuento de este joven narrador.
ResponderEliminarandrés
Muy buen desarrollo y con un lenguaje que avanza y retrocede constante en el cuento con un final sorpresivo...
ResponderEliminarCelmiro Koryto
Muy bueno mi querido!!!
ResponderEliminarSorprendente remate!!! Avanti!!!
Agradable y sentida la historia... me gustaría saber más de Julissa.
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