Erri De Luca |
Niño de posguerra,
activista político, obrero y traductor de la Biblia , Erri De Luca convierte su vida en
literatura. Ahora publica la novela autobiográfica 'Los peces no cierran los
ojos'
En la estación de Cesano, a media hora de Roma, Erri De Luca
saluda con un enérgico apretón de manos. Son ásperas, las manos de alguien que
durante años trabajó subido en un andamio y ahora las usa para subir montañas.
Con ellas —y con la ayuda de dos compañeros de obra— construyó la casa en la
que vive, en el campo. Una vez allí prepara café. Arde, él lo bebe de un trago.
"Nunca lo tomo por la tarde. Lo hago para acompañarle. Y para que vea que
no está envenenado", dice con una sonrisa. En esa misma cocina, llena de
fotos de sus sobrinos y forrada con etiquetas de vino —"bebido todo
aquí"—, se rodó Di là dal vetro, un cortometraje que se
proyectó en el festival de Venecia y en el que De Luca habla con la actriz Isa
Danieli, que interpreta a la madre del escritor, muerta en 2009.
Erri
De Luca. Traducción de Carlos Gumpert / Anna Casassas. Seix Barral / Bromera.
Barcelona / Alzira, 2012. 128 páginas. 15 euros (electrónico: 9,99). Sale el 6
de marzo.
Esa madre es también una de las protagonistas de Los
peces no cierran los ojos, la novela que ahora publica en Seix Barral y Bromera el autor napolitano. En mayo cumplirá
62 años, y si todos sus libros son autobiográficos —"inventar me parece un
abuso de confianza", dice— Los peces… tiene además mucho
de compendio de su vida y su obra y, de paso, de todas las heridas del siglo
XX. O de sus cicatrices. Los ecos de la Segunda Guerra , las
revueltas del 68, la miseria de África o la guerra de Bosnia se mezclan en la
mente del narrador con la infancia de un niño harto de que el cuerpo crezca más
despacio que la mente y que pasa el verano con su madre, atormentada por la duda
de si la familia debería reunirse con el padre, emigrante en Estados Unidos.
"Al final nos quedamos, mi padre regresó y nunca volvió a
hablar de aquello. Metió América en un cajón", cuenta el escritor. "Y
eso que era más americano que italiano". En efecto, la abuela paterna del
novelista era estadounidense y su propio nombre no es más que la adaptación del
Harry original. Su madre tampoco volvió a hablar de aquel dilema. Sí lo hacía,
sin embargo, de los bombardeos sobre Nápoles durante la guerra: "Terminaron
siendo su principal pesadilla. Y más que las bombas, las sirenas de alarma.
Todas las noches de su vida se despertó oyéndolas". De Luca mismo
reconocería ese sonido en 1999, en Belgrado, durante las incursiones aéreas de la OTAN : "Fui porque no
soportaba estar en un país que bombardeaba ciudades. Esa es la banda sonora del
siglo XX: la sirena de alarma antiaérea. El bombardeo de una ciudad es para mí
el acto terrorista por excelencia porque busca causar el mayor daño posible,
indiscriminadamente. Así es la guerra moderna: la que mata más civiles que
soldados".
—¿Qué hacía en Belgrado?
"Las sirenas antiaéreas fueron la
pesadilla de mi madre. Se despertaba oyéndolas. Son la banda sonora del siglo
pasado"
—Nada. Estar allí. Bombardeaban día y noche. Las sirenas se
convirtieron en un carillón. No se metieron ni en mis sueños: llegaban
demasiado tarde. Además, yo estaba allí porque quería: mi madre, no.
—¿Tenía miedo?
—El miedo es un sentimiento que uno tiene de joven, luego se va
disolviendo. Ahora no sabría decir de qué tengo miedo.
—¿De morir?
"Ningún obrero trabaja por vocación. Yo
seguía en la obra, así que mis colegas pensaban que la literatura no valía
mucho"
—Ya anduve lo mío. No tengo hijos, no dejo a nadie. He escrito
mucho más de lo que hubiera imaginado.
Debutante tardío, Erri De Luca publicó su primer libro Aquí
no, ahora no, en 1989. Tenía 39 años y llevaba uno viviendo en esta casa
cuya puerta vigilan una enorme mimosa y un almendro: "Los planté porque
dan las primeras flores del invierno". Desde aquí iba a diario a Roma,
donde trabajaba como obrero de la construcción. Sus compañeros veían la
literatura como un segundo empleo: "Ningún obrero hace su trabajo por
vocación sino por necesidad. Como yo seguía en la obra, entendían que lo otro no
valía gran cosa". Todavía ve a esos compañeros en alguna manifestación.
La calle fue la primera vocación de este hombre con cara de
cartón de embalar —la descripción es suya— que con 18 años se marchó de casa
para integrarse en Lotta Continua, un grupo de extrema izquierda que se
disolvió en 1976. Hoy dice que le gustaría que el joven que fue se reconociera
en el hombre que es, "aunque en aquella época no esperaba vivir tanto; los
jóvenes no se hacen muchas ilusiones de llegar a la jubilación".
—¿Se imaginaba el futuro así?
"La revolución es una maldita
necesidad, no una inspiración poética. Y entre nosotros no existe esa
necesidad"
—El futuro. Un revolucionario tiene dos posibilidades de hacer
carrera: o como presidente de su país o como delincuente. Yo no tenía vocación
de presidente. A veces coinciden los dos: es el caso de Mandela. Para mí el
siglo XX fue, desde el punto de vista político, el siglo de las revoluciones.
Yo pertenezco a la última generación revolucionaria porque ese era el orden del
día del mundo.
—¿Mereció la pena? ¿Volvería a hacer lo mismo?
En
1996 era albañil. Siete años más tarde, jurado del Festival de Cannes:
"Días cómodos, un hotel, dos películas al día..."
—Cuando estaba en prisión, Rosa Luxemburgo le pidió a una amiga
que pusiera en su tumba este epitafio: me arrepiento de no haber sido tres
veces más osada. Luego dice que era broma. Yo no me arrepiento de nada. Las
grandes causas implican a menudo a gente poco apta que toma lo que hay. Incluso
el mayor profeta de la historia, Moisés, era tartamudo.
—Y no llegó a la tierra prometida.
—Pero abrió el camino.
—¿Hoy hay alguna posibilidad de revolución?
"Un escritor es como un zapatero: debe
hacer buenos zapatos. ¿Su valor político? Actuar para que nadie vaya
descalzo"
—Mire al sur del Mediterráneo. ¿En nuestros países? No. La
revolución es una necesidad, no una inspiración poética. No tiene que ver con
una edad o con el temperamento, es una maldita necesidad. Y entre nosotros no
existe esa necesidad. ¿Que hay injusticias? Claro, pero esta generación pide
cuentas de la injusticia directamente a aquellos que la cometen, quiere
dialogar con el poder, es fundamentalmente democrática, y las revoluciones no
lo son.
—¿Pueden también ser injustas?
—Claro. Dice un proverbio ruso: cuando se corta el bosque vuelan
las astillas. En ese sentido, yo me siento una de esas astillas.
Para el escritor, su generación no quiso tanto tomar el poder
como mover a la sociedad, algo que, sostiene, consiguieron en parte. Cuando
abandonó el activismo político, Erri De Luca trabajó como obrero en la Fiat y en la construcción.
Además, alternó esos empleos con sus colaboraciones con una ONG —"cuando
no existían esas siglas"— en Tanzania. Allí contrajo la malaria y tuvo que
volver a Italia y, de paso, al tajo. Con el tiempo se enroló como conductor de
camiones en los convoyes humanitarios que viajaban a Bosnia durante la guerra:
"Me daban permiso en la obra. Cuatro días, ida y vuelta. Trabajaba a
jornal y no cobraba si no iba, pero me guardaban el puesto".
La publicación en 1998 de Tú, mío, su décimo libro,
cambió la suerte de Erri De Luca. Pudo dejar la obra. A la novela, que fue un
éxito en Italia, siguieron títulos como Tres caballos (1999) o Montedidio (2001),
que se encaramaron al número uno de las listas de ventas al tiempo que
convertían a su autor en una celebridad en toda Europa. Mientras en España,
donde ha cambiado demasiadas veces de editorial, ha tenido hasta ahora más
prestigio que lectores, en Francia es un referente. En 2003 formó parte incluso
del jurado del Festival de Cannes junto a Patrice Chéreau, Meg Ryan o Steven
Soderbergh. Del andamio a La
Croisette. "Fueron días cómodos", recuerda.
"Un apartamento en un hotel, dos películas al día… Las veía yo solo por la
mañana y luego me iba a navegar con una amiga que tiene una barca. No nos
reunimos demasiado, solo cada cinco o seis películas, después de comer. Me
gustaba Soderbergh. Es un tipo tranquilo y su punto de vista era siempre nítido".
Ganó Elephant, la película de Gus Van Sant sobre la masacre del
instituto de Columbine. Era su favorita.
De Luca dice que en el campo lo tiene más difícil, pero sigue
viendo películas en televisión. De hecho, en Los peces no cierran los
ojos habla de su pasión por el cine que narró la posguerra en su país:
"Lo han llamado con aproximación Neorrealismo. Pero era visionario".
Ese cine, que retrató a los "arrollados por un siglo entusiasta de la
mecánica", tiene además mucho de crónica de su propia infancia, todo un
género dentro de su obra: "Escribo historias del pasado pero no me gusta
la expresión novela de formación porque en el Nápoles en el que crecí no había
ninguna formación. Al contrario, era una resistencia a la deformación. Mis
historias cuentan la resistencia a las malformaciones del ambiente".
Como hay una Praga de Kafka hay un Nápoles de Erri De Luca:
"Era la ciudad con la mayor mortalidad infantil de Europa. Los niños
debían justificar su vida yendo a trabajar con cinco o seis años. No ha sido
una ciudad madre sino una ciudad causa. Yo soy uno de sus efectos". Otro
de los efectos es la lengua que usa en sus libros este autor que no se
considera escritor italiano sino en italiano: "Nací y crecí en napolitano.
El italiano era una lengua aparte. Se habla en casa, por mi padre. Y sin
acento. A mí me gusta porque era eso, una lengua paterna. En italiano se estaba
tranquilo: se habla en voz baja; incluso en los libros estaba en silencio.
Digamos que me mudé al italiano para escribir. Es mi lengua de
residencia".
En las historias de Erri De Luca —a él le cuesta llamarlas
novelas— la niñez es también un lugar de residencia. Al protagonista de Los
peces… le dan una paliza otros niños pero él se obstina en no delatarlos:
"Yo no tengo capacidad de perdón: no sé perdonar, ni siquiera hacerme
perdonar. Le contaré una historia yídish. Un viejo sabio es invitado a
Varsovia. Aunque es famoso nadie lo conoce físicamente. Después de caminar
horas y horas se sube a un tren. Va desaliñado y la gente lo trata mal. Cuando
lo reconocen en la sinagoga, aquellos que lo insultaron le piden perdón. Él
responde que los perdonaría gustosamente, pero que no puede hacer nada porque
al que deberían pedirle excusas es al del tren. La injusticia que cometes no se
puede reparar, pero cada vez que no vuelves a cometerla has pedido excusas al
del tren. Esto lo pienso ahora, de niño no lo entendía”.
Erri De Luca ha pasado la mañana traduciendo del yídish un cuento
de Israel Joshua Singer, el hermano de Isaac Bashevis, el premio Nobel. Se ha
levantado, dice, a las 4.30. Madrugar tanto —"me acuesto muy temprano: a
las nueve o las diez"— es una de las costumbres que conserva de sus años
de obrero. En esa época, además, se levantaba una hora antes de tiempo para
leer la Biblia ,
un libro lleno de albañiles: "Así tenía la impresión de asimilar algo
nuevo antes de que me lo impidiera el cansancio. Era mi tesoro antes de la
rutina del trabajo". A veces, en la obra, repetía mentalmente algunos
versículos como el que da vueltas en la boca a un hueso de aceituna. Estos del
libro de Nehemías, por ejemplo: "Flaquean ya las fuerzas de los cargadores
/ y quedan muchos escombros: / no vamos a poder / terminar la muralla". De
este modo, la cabeza, separada del cuerpo, era "como un globo atado a la
muñeca de un niño". Los recitaba, eso sí, en hebreo antiguo. Lo aprendió
por su cuenta con una gramática: "Me interesa porque es la lengua en la
que quedó fijado el monoteísmo del que viene nuestra civilización religiosa. El
Nuevo Testamento estaba en un arameo de la época pero fue fijado en griego,
algo así como traducir al inglés la historia de un pueblo de pastores sardos.
Cada mañana voy con mi vasito directamente a la fuente. Allí está toda la
fuerza del monoteísmo antes de derramarse en altares y cultos… Yo me despierto
en hebreo antiguo, mascullando esa lengua".
"No doy crédito a los escritores sino a sus relatos",
responde el protagonista de Tres caballos cuando le preguntan
si cree en Dios. De Luca responde lo mismo. "No soy creyente, un creyente
es alguien que le habla de tú a la divinidad, sea para rezar o para
blasfemar". Su interés por la
Biblia , apunta, tiene que ver con la literatura. O, más bien,
con su ausencia: "Estaba en África hace 30 años y solo había una Biblia.
La hojeé y me gustó. Hasta entonces no había tenido necesidad de escrituras:
estaba harto de historietas. Sin embargo, el Antiguo Testamento no tenía nada
que ver con la literatura, no quería cautivar al lector ni hacer que se
identificara con sus circunstancias. ¿Quién va a identificarse con Noé o
Abraham? Por eso me gustó, porque el lector le importaba un bledo. Yo
necesitaba esa distancia. Para mí leer todas las mañanas las sagradas
escrituras es internarme en un desierto. Luego cierro el libro y vuelvo a ser
un contemporáneo. No es que el libro me diga algo para el día que me espera,
soy yo el que se ha trasladado a otra parte. No es un ejercicio de acercamiento
sino de distanciamiento. Lo mismo me pasa en la montaña cuando voy a
escalar".
El sol es radiante pero todavía hay en las cunetas restos de
nieve del temporal que azotó Europa hace dos semanas. El autor de Tras
la huella de Nives. En el Himalaya con una alpinista no
pudo ir a la montaña esos días. A cambio, escribió una comedia…
"napolitana". En abril, además, publicará en Italia Il torto
del soldado, su nueva novela. Y en mayo viajará a la Feria del Libro de Madrid,
dedicada a su país. Entretanto, sigue madrugando, escalando, participando en
montajes que mezclan teatro y relato, el último con su sobrina Aurora:
"Contamos historias del siglo XX". Una verdadera obsesión para él, el
siglo XX, que en su boca parece más un lugar que un tiempo.
¿De verdad que no hay diferencia entre el escritor inédito y el
famoso? "Es el mismo juego", responde lacónico. "La misma forma
de procurarme compañía. Ahora colaboro en periódicos y voy por ahí a contar
historias, pero la escritura permanece igual: los mismos argumentos, los mismos
cuadernos, la misma postura de escribir sobre las piernas en lugar de sobre una
mesa…".
La mezcla que forman las ovejas que pastan a lo lejos, las
mimosas, el café, la Biblia
y la revolución desencadenan la vieja pregunta: ¿la literatura puede cambiar el
mundo? De Luca no duda: "Nuestro mundo, no. Pero en condiciones de
opresión la literatura mantiene una capacidad de resistencia. Tiene una fuerza
distinta, un valor añadido". ¿Y el papel político del escritor? "Un
escritor es como un zapatero, lo que tiene que hacer es buenos zapatos. Si
quiere darle un valor ético o político a su trabajo lo que debe hacer es actuar
para que nadie tenga que ir descalzo. En alguien que trabaja con las palabras
ese valor consiste en esforzarse para que se oigan las palabras de todo el
mundo, incluidos los analfabetos. O las de los que no conocen tu lengua y
llegan aquí y tratan de hacerse entender: los inmigrantes, los presos… Nuestras
cárceles están llenas de inmigrantes, son los barrios más cosmopolitas de
Italia. Un escritor está en una situación privilegiada. Si lo que hace es decir
algo contra el poder está haciendo solo una parte de su trabajo. No creo que la
literatura tenga tareas especiales salvo en casos de emergencia. Fuera de ellos
no puede cambiar el mundo, pero sirve para hacer compañía".
A Erri De Luca se le han asignado más etiquetas de las que él
tiene en la pared de su cocina; la más sonora, la de escritor obrero. Sin
preocuparse en rebatirla, añade más: traductor, alpinista, revolucionario. La
que más le convence es… napolitano. Le explica bien, dice. "El genitivo de
Nápoles me lo gané al marcharme. De allí fui extraído. Como un diente: lo sacas
de una encía y ves la raíz, pero no lo puedes volver a implantar en ningún
sitio". ¿Ni en esta casa? "Esta casa tiene muchas raíces, pero
ninguna me concierne. La construí yo y yo planté los árboles, aquí murieron mis
padres, pero podría dejarla sin pensarlo un segundo". Luego señala las
flores amarillas de la mimosa, se pasa la mano por la cara y añade: "Lo
mejor que puede hacer uno con un campo es plantar árboles y hacerlos crecer. Yo
sigo el tiempo menos por el calendario que por la longitud de la sombra. Lo
mejor que he hecho en la vida ha sido alargar la sombra de los árboles. La
nieve de los últimos días pesaba mucho en las ramas, pero ahora parece que ni
se han dado cuenta". ■
No leí a este escritor que conocí por otro artículo publicado en Artesanías, los conceptos que elaboran producen empatía, me encantó el del final de la nota. "Lo mejor que he hecho en la vida ha sido alargar la sombra de los árboles" Carlos Arturo Trinelli
ResponderEliminarNo conozco al autor y obviamente a su obra. El artículo lo presenta como una personalidad fascinante. Deja en mí, el eco de sus opiniones sobre los niños, los escritores, la revolución y los obrero.
ResponderEliminarGracias, Artesanías.
MARITA RAGOZZA