sábado, 26 de mayo de 2012

Elsajaná


ELSA JANA


Un día a mitad de semana

Jueves. El más esperado cuando Pizzi tenía entre cuatro y cinco años. Por las tardes, el almacén de los abuelos permanecía cerrado. Después de los fideos moñitos con manteca y huevos fritos, venía la siesta que ella se negaba a dormir. Escapando a la duermevela de los abuelos, se acurrucaba en el alféizar, detrás de las rejas. Desde allí, los macetones con malvones, y las baldosas rojas y amarillas de la galería, lucían diferentes.
Transcurrida la siesta, llegaba la ceremonia del mate de leche con bizcochitos y dulce, preparados por las manos del abu y su magia. Pizzi se sentaba a la mesa y compartía la merienda con el abuelo más abuelote del mundo. Era la tarde de descanso. La abu visitaba familiares y amigos, y Pizzi y el abu quedaban solos. Entonces, ganaba espacio el paseo tan ansiado: la caminata desde Sin Vueltas y Para Siempre hasta el puente de la Avenida con nombre de prócer, donde Pizzi podía relacionarse con los trenes de cerca.
Se le prendían lucecitas en los ojos. Todo cambiaba según lo veía desde arriba del puente, desde abajo del armazón de hierro, desde cualquiera de los escalones, o desde el baldío bajando por el lado de Jonte. El paso rápido de los trenes, apenas le permitía ver las ventanillas, que se sucedían atestadas de desconocidos. A veces, aminoraban la marcha, y Pizzi divisaba algunas caras ensimismadas; otras que miraban a través del vidrio; y unas pocas que descubrían su pequeño brazo saludando, imitaban el gesto.
La primera vez que el abuelo la llevó a ver trenes, había mucha neblina. Fue una experiencia emocionante porque, desde arriba del puente, Pizzi no podía ver las vías. Se sujetó con fuerza de los hierros del puente y se arrodilló, asomando su cabecita entre la V formada por dos vigas que se unían a la altura de su cuello. De pronto, el puente comenzó a cimbrar, y transmitía un cosquilleo leve en sus rodillas sobre los planchones de acero. El abuelo dio la indicación de prepararse para la aventura y la sujetó por los brazos, que se aferraban a las rectas de la V, como a las cadenas de los columpios en las plazas. El temblor y el cosquilleo se acentuaban, a medida que el viento arrastraba un chuf chuf chuf ronco y potente, invadiendo el corazón de Pizzi. Y, casi sin tiempo para atrapar la imagen, un fantasma renegrido con olor a troncos quemados y carbón, se deslizó veloz ante sus ojos, mientras los hierros crujían como si, en realidad, estuviera pasándole por al lado. Todo lo que pudo ver fueron sombras ahumadas en medio de la neblina y, dentro de aquella fantasmal máquina negra, algo que apareció y desapareció de inmediato, como una llamarada y cenizas. Pizzi quería esperar al próximo; apenas creía que existiera un tren tan largo como ese que casi no pudo ver. El abuelo le explicó que era una vía en desuso, y que el carguero pasaba sólo dos veces al día, pero que si le gustaba tanto, podrían volver cada jueves. Así lo hicieron. Mientras bajaban las escaleras del puente con sumo cuidado y tomados de la mano, Pizzi preguntaba, Abu, ¿estamos bajando por las nubes que no veo los escalones?...
A metros del puente, quedaba la vieja lechería de Don Tino. Entraron, y Pizzi pudo disfrutar de un chocolate con churros, hasta que la neblina mermó y fue prudente volver a casa. Aquella caminata implicaba doce cuadras de ida y doce de vuelta, durante las cuales, Pizzi no cesaba de cuestionarlo todo: Abu, ¿siempre que hay neblina sólo vemos sombras con bultos oscuros que se mueven, y luces circulares que parecen estirarse como si tuvieran pequeños bracitos?... Tres cuadras antes de llegar a casa, era casi obligatorio pasar por la vereda de la pizzería de Chichilo, quien, asomado al ventanuco del recinto donde amasaba, solía obsequiarle una porción de muzzarella recién salidita del horno.
La infancia de Pizzi transcurrió en aquel maravilloso barrio de Paternal de adoquines y farolitos que, colgados en las esquinas y a mitad de cuadra, modificaban las dimensiones de las sombras cuando los mecía el viento. Calles de arboledas tupidas, vecinos amables y mujeres que baldeaban veredas. Casas de zaguanes y aldabas de bronce. Esquinas de vigilantes que hacían ronda después de las diez de la noche. Domingos con mañanas de carreras de autos y Fangio, y tardes de fútbol. Amasada de pastas y aroma a tucos. Misa matutina, tarde de siesta y juegos en la puerta para Pizzi y sus amigos. Pero lo más maravilloso de aquel barrio, tal vez hayan sido los jueves de trenes. Esos jueves de trenes que, alguna vez, Esther volvería a buscar, pero que ya no serían los mismos.
Tres semanas después, Pizzi asistió con los abuelos y los tíos al primer gran desfile militar que le tocó presenciar. Era el sesquicentenario de Mayo, hecho que para ella no habría significado mucho, si no fuera porque el abuelo, le contó que se homenajeaba al prócer que daba nombre a la avenida que transitaban para ir al puente a ver los trenes. Había bandas de distintas colectividades por todas partes y hombres de uniforme impecable que desfilaban. Buenos Aires desplegaba fervor patriótico, y los redobles de bombos y tambores retumbaban en el corazón de Pizzi, como el paso de aquel primer tren fantasma que no pudo ver. Ése con el que descubrió que, a veces, el corazón parecía querer escapársele del pecho. Ella se quejaba de no poder mirar y de ahogarse entre tanta gente. Entonces, el padrino la subió sobre los hombros, y Pizzi vio que, al final de la Plaza, había una casa muy grande. Un señor que llevaba el cuerpo atravesado por una cinta, igual que las abanderadas del colegio, se asomó al balcón de la casa. Junto con él, se acercaron otras personas que quedaron un poquito más atrás, y la concurrencia empezó a aplaudir, mientras la banda municipal ejecutaba los primeros acordes. Abu, ¿quién es ese señor del balcón? —preguntó, poniéndole la manito sobre la gorra, para que se diera cuenta de que ella estaba allí tan alta. El abuelo sonrió y dijo " el presidente". Pizzi insistió, ¿y quién es el presidente?. La respuesta fue “Frondizi. Pero ahora haz silencio, niñita, que vamos a entonar la canción patria”. Ella obedeció, pensando que luego le preguntaría qué quería decir Frondizi. Tras el “Oh, juremos con gloria morir, tantantantantantán tan tan” y alzando la voz entre los aplausos de la gente, Pizzi comentaba, Abu...,te quería preguntar algo que ahora no me acuerdo cómo era...algo que terminaba como Pizzi, pero... ¿por qué hay tanta gente contenta? No entendió la explicación de que se festejaba un siglo y medio del cumpleaños de la Patria, pero a medida que oía el discurso del señor del balcón, trataba de recordar palabras para luego preguntarle al abuelo por el significado. Palabras que oía por primera vez, como revolución, paz, armonía, justicia..., pero enseguida se distrajo en una bandada de palomas sobrevolando la plaza. Entonces, pensó que aquellas palabras, debían ser como todos esos aleteos juntos que le aceleraban el corazón. Imposible de detener, la mente infantil voló a otra idea, y pensó que, si podía, liberaría a los pájaros del jaulón de la casa de Floresta, para enseñarles a volar como las palomas. Pero de inmediato se entristeció, al darse cuenta que para enseñarles esa lección, primero tendría que aprenderla.

La vida transcurrió para Pizzi con tantas emociones como los jueves de trenes, pasando por su asombro, como una paleta de pintor a la que le van faltando colores. Pasaron algunos años, hasta que se produjo el reencuentro entre Esther y Pizzi, la niña acurrucada en el alféizar. Ocurrió exactamente, la tarde en que Esther oyó de boca de Teo -una amiga del secundario y de la vida-: “cuando era niña, papá regresaba a casa, allá en la Helvecia, trayéndome del molino, algunas palomas que recogía de los sirros donde quedaban atrapadas. Ese acontecimiento me hacía muy feliz. Yo sabía que al domingo siguiente reviviría la experiencia inolvidable. Y así era. Papá me llevaba a la plaza; íbamos con las palomas adentro de una jaula. Entonces, papá me daba permiso, y yo abría la puerta, dejándolas escapar. Nunca podré olvidar la excitación de verlas recuperar la libertad”. Recuerdos como éste, iban y venían entre Esther y Teo, cuando al salir del secundario, se reunían en casa a matear y a escuchar canciones como aquella que cantaba don Horacio "... le regalé una paloma al hijo del carcelero, cuentan que la dejó ir tan sólo por verle el vuelo, ¡qué hermoso va a ser el recuerdo del hijo del carcelero”
Ese mismo día de la anécdota de Teo, Esther se reencontró con Pizzi. La imaginó corriendo hacia ella detrás de un montón de palomas en la plaza Congreso y, contrariamente a lo ocurrido en la canción, en lugar de dejarla ir, la atrapó contra su pecho, pensando que ya nadie volvería a dañarla. Ese fue el modo en que Esther dio la señal de alto, detuvo al tren, lo abordó, y tomó el control de la locomotora infantil. Fue como si se hubieran hecho amigas imprevistamente. Intercambiaron una sonrisa confiada, y Pizzi se entregó a los brazos de Esther, despidiéndose de aquel pasado (con la manito en alto).

5 comentarios:

  1. La poesía siempre presente en tu prosa, Elsa. Un placer leerte. Esperamos algo nuevo!!!!

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  2. Es como dice Ester. Recuerdo haber leído varios textos muy placenteros. Espero que aparezcas con más frecuencia
    Cristina Pailos

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  3. Recuerdos y vivencias dentro de una grata narración, la cual transmite subliminalmente la reverencia y el atesoramiento momentos vividos.
    Queda en mi ser, el párrafo de la libertad de las palomas.
    Felicitaciones, Elsa, y saludos.
    MARITA RAGOZZA

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  4. Que hermosas imágenes Elsa . Me quedo con la que llamaría "El abrazo de la paloma" !Me conmovió !
    amelia

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  5. Imágenes vistas a través de ojos infantiles con la inocencia hecha poesía en una prosa que se lee y disfruta sin tropiezos, un buen momento de lectura, Carlos Arturo Trinelli

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