DANIEL SADA |
Daniel
Sada
Nació en
Mexicali, Baja California, México, en (1953-2011) Estudió periodismo y Letras
Hispánicas. Y ha sido profesor del departamento de literatura de la Universidad Autónoma
de Zacatecas, la
Academia Hispano-Americano de San Miguel de Allende, y la Escuela de Periodismo
Carlos Setién García.
Sada es
cuentista, poeta, novelista y guionista. Su obra ha sido calificada de barroca
y tragicómica. Ganó el premio Xavier Villaurrutia en 1992. Se ha definido a sí
mismo como escritor como: "de esos románticos que creen que el lector
tiene que asumir retos cuando lee un libro. Tengo un plan hipotético: el lector
no quiere leer lo que vive, si abre un libro es para correr una aventura del
espíritu, la imaginación y la reflexión". El autor mexicano es
considerado una de las voces más originales de la narrativa mexicana
contemporánea y ha sido unánimemente reconocido por sus coetáneos como Juan
Villoro o Roberto Bolaño, y la crítica. Ganó el Premio Herralde de novela en 2008.
Atrás quedó lo disperso (cuento)
Con algo de jactancia llegó y puso el libro sobre la mesa: Aquí tienes
lo que tanto andas buscando: la frase fue dicha a todo pulmón para que resonara
a lo ancho del restaurante y, lo visto al instante, una edición estropeada,
pero completa, la única en español. Gastón, que estaba sentado en el
gabinete, se colocó sus gafas y sí: El zafarrancho aquel de via Merulana, de
Carlo Emilio Gadda, el Joyce italiano que cita Italo Calvino en
sus Seis propuestas para el próximo milenio, como ejemplo supremo de
multiplicidad. Así la sorpresa. Más aún cuando Atilio Mateo le describió la
extenuante peregrinación que hizo por una veintena de librerías de viejo.
Calles peligrosas a toda hora, malolientes, y desperdigadas por los rumbos más
horripilantes y bufos de la ciudad. Fueron cinco días de búsqueda. Mucha gente
vaga le dio nortes. Gente fachosa bien informada. Circunstancia fantástica, ¿o
no? Y hablando de Atilio Mateo: ¡qué muestra de amistad! Durante cinco días
dejó de ir a su trabajo de burócrata para dedicarse a la busca de un libro
difícil de hallar. En los primeros cuatro días empleó doce horas (de las nueve
a las nueve) en su indagatoria, pero fue al comienzo del quinto cuando se topó
con una rareza llamada Librolandia y halló por fin aquello y: ¿No habrá
otro ejemplar?, de una vez me puedo llevar dos o tres, incluso si tiene más se
los compro. Pero el librero, alzando las cejas, le dijo: Lo siento, sólo
tengo éste. Total: demasiado tiempo para el hallazgo. La ventaja de Atilio
Mateo era que tanto su jefe inmediato como su jefe superior le permitían
ausentarse por la razón que se antoje. Si alguien de más arriba les preguntaba
por el fugitivo, tanto uno como el otro decían que andaba haciendo una
investigación, o más o menos. Además, ambos admiraban al intelectual: un genio
desperdiciado y, desde luego, merecedor de constantes apapachos. Sí. Un trabajo
envidiable para un ente profundo.
Resta decir que el trío laboraba en la Secretaría de Educación
Pública. O sea: la burocracia tiene una bola de enredos incomprensibles. Ahora,
por lo que respecta a Gastón, él no era burócrata, lo fue hasta hacía unos dos
años. A la fecha era un desempleado más.
Un desempleado que buscaba a diario y sin desmayo un trabajo oficinesco,
nada más eso, por lo que entregaba solicitudes presentándose bien trajeado, por
si las dudas, pero la obtención: ¡ninguna!, hartas largas inmerecidas, o
algunos rechazos casi en son de broma. Sea que no lograba siquiera una
oportunidad a mediano plazo. Mala suerte, aunque... más bien... no tanta. No,
porque un hermano mayor le daba asilo y con gran beneplácito le entregaba una
cuota semanal bastante exigua, a condición de que entre semana no dejara de
solicitar lo que tanto le hacía falta. La frustración –en goteo– de todos
modos. Dos años de opacidad que Gastón trató de remediar con la lectura de
libros, pero todavía esto: la lectura como un reto, que no como mero entretenimiento.
Por angas o por mangas llegó a odiar lo superficial, muchísimo, siendo que lo
contrario no sabía qué era: ¿una vida a contracorriente?, ¿leer a autores en
verdad conocedores e imaginativos, más que a autores sabihondos? Al respecto
hay que decir que se inclinaba por un amor a la belleza del misterio, nunca por
un amor a la belleza de las aclaraciones. Asombro más asombro y ninguna
respuesta. Enigma que crece y paradójicamente es fiesta, riesgo, sombra,
tiniebla, por ahí algún haz, o unos cuantos, y de nuevo –¿por qué no?– fiesta y
mayor desorden.
Cuéntese que transcurridos los primeros seis meses de desempleo, Gastón
tuvo la suficiente concentración para disfrutar lecturas dislocadas y
problemáticas. Leyó con rapidez el Ulises, de James Joyce; La muerte
de Virgilio, de Hermann Broch, y la Divina Comediade Dante Alighieri, la
traducción directa del toscano al español acometida por Bartolomé Mitre, en
verso endecasilábico; teniendo en su haber otros tres retos
pendientes: Paradiso, de José Lezama Lima; Gran Sertón: Veredas, de
João Guimarães Rosa, y La vida instrucciones de uso, de Georges Perec.
Unas de las opciones más deseadas era la famosa novela de Carlo Emilio Gadda,
(y hela aquí), amén de otras proezas del mismo autor: La mecánica y El
aprendizaje del dolor, que a saber cuándo las hallaría, en traducción
castellana, desde luego; en fin, hazaña por venir, como sería la localización
en librerías de otra obra italiana importante: Los Malasangre, de Giovanni
Verga: sea pues un viacrucis, un ímpetu y un desaliento, y luego un renovado
brío, no sólo por lo difícil de la lectura sino por el agobio de buscar tras
creer. En el restaurante la conversación se puso alegre por el obsequio de una
obra que trataba de un asunto nimio, en apariencia; una exuberante pesquisa
policial, pero que en manos de un autor apasionado y neurótico como Gadda se
transformaba en una red amplísima de conexiones entre hechos y personas;
intríngulis de angustias y obsesiones sazonado con variados niveles
lingüísticos del alto y bajo italiano, así como una muestra inaudita de léxicos
de toda categoría. Literatura extrema, maniaca a más no poder, pero iluminadora
por cognoscitiva, que seguro ha ofrecido a muchos un constante vértigo, mismo
que puede tanto hastiar como maravillar. El zafarrancho es un vapuleo
narrativo radical que lo mismo podía seducir que poner irascibles a los pobres
lectores. Y el reto ¿sin más? A ver si lo aguantas: último añadido de
Atilio Mateo, que le había hecho de viva voz a su amigo un extracto campechano
de la novela. Así a otra cosa: un asunto demasiado real: lo del desempleo.
¿Cuál arreglo? Ninguno. ¿Cómo?, ¿ni un viso de optimismo? Nada. De hecho,
Gastón deslizaba la pregunta titubeante: que si en la Secretaría de Educación
Pública había una plaza disponible; que con las influencias de Atilio Mateo ¡a
ver si sí!; que no importaba el monto del sueldo, el chiste era percibir algo
de algo: digno, digamos. El amigo era amigo a su manera: hacía balances de
afecto, sea que el favor del libro sí, pero el empleo no. Sobre todo porque
Atilio Mateo sabía que aquel lector singular era al fin y al cabo un hombre
pusilánime, que, como se dijo, metía a diestra y siniestra solicitudes de
chamba, pero no era agresivo en la súplica, no tenía poder de convencimiento y,
lo peor, no era competente. Por ende, la
ayuda... que otros se la dieran.■
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